El hombre demolido (18 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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–No te sueltes, Gus. Es uno de los asesinos de Quizzard. Hombres descuidados, ya me erraron una vez.

La mente de Tate se nubló. Powell podía sentir cómo todas las sinapsis conscientes se iban soltando. Sondeó los niveles más bajos de Tate:

–No te sueltes. No te sueltes. NO TE SUELTES.

La destrucción asomó en el subconsciente del menudo telépata, y en ese instante Powell comprendió que ninguna regla del gremio podría haber impedido la autodestrucción de Tate. El impulso de la muerte golpeó al hombrecito. Tate abrió las manos y cayó. Las vibraciones cesaron un momento después, pero en ese segundo Powell oyó el bajo y grávido ruido del estallido de la carne. Church lo oyó también y dio un grito.

–¡Tranquilo, Jerry! Todavía no. ¡No te sueltes todavía!

–¿L-lo has oído? ¿LO HAS OÍDO?

–Lo he oído. Todavía no estamos a salvo. No te sueltes.

La puerta de la tienda se abrió con lentitud. Un rayo de luz, como el filo de una navaja, recorrió el piso. Encontró un montón de carne, sangre y huesos, rojo y grisáceo; se detuvo ahí durante tres segundos, y desapareció. La puerta volvió a cerrarse.

–Bueno, Jerry. Creen que estoy muerto. Puedes dar rienda suelta a tus nervios si quieres.

–No puedo bajar, Powell. No puedo pisar.

–No te culpo.

Powell se sostuvo con sólo una mano, tomó el brazo de Church y se balanceó buscando el mostrador. Church se dejó caer, estremeciéndose. Powell lo siguió y luchó contra la náusea.

–¿Dices que era uno de los asesinos de Quizzard?

–Sí. Tiene una escuadrilla de psicópatas. Cada vez que la apresamos y la enviamos a Kingston, Quizzard se hace con una nueva. Llegan a él por el camino de las drogas.

–¿Pero qué tienen contra ti? Yo…

–Despiértate, Jerry. Son mensajeros de Ben. Ben está asustándose.

–¿Ben? ¿Ben Reich? Pero ésta es mi tienda. Yo podía haber estado aquí.

–Estabas aquí. ¿Y qué diferencia hay?

–Reich no me mataría. Él…

–¿No?

Imagen de un gato que sonríe.

Church respiró profundamente. De pronto estalló:

–¡El hijo de perra! ¡El asqueroso hijo de perra!

–No te pongas así, Jerry. Reich está luchando por su vida. No puedes esperar que sea muy cuidadoso.

–Bueno, yo también estoy luchando, y ese bastardo ha decidido en mi lugar. Prepárate, Powell. Léeme. Te voy a dar todo.

Después de haber terminado con Church y haber vuelto de los cuarteles centrales y la pesadilla de Tate, Powell se alegró de ver a la niñita rubia en su casa. Barbara DʼCourtney tenía un lápiz negro en la mano derecha y un lápiz rojo en la mano izquierda. Estaba garabateando enérgicamente en las paredes, con la lengua entre los dientes y los ojos oscuros arrugados por la atención.

–¡Baba! –exclamó Powell sorprendido–. ¿Qué estás haciendo?

–Diujando bichitos –balbuceó la muchacha–. Pada papá.

–Gracias, encanto –dijo Powell–. Es una magnífica idea. Ahora ven y siéntate con papá.

–No –dijo la muchacha, y siguió garabateando.

–¿No eres mi niñita?

–Sí.

–¿No hace mi niñita todo lo que papá quiere?

La muchacha reflexionó un momento.

–Sí –dijo. Se guardó los lápices en un bolsillo y se recostó en el sofá poniendo sus manos sucias en las de Powell.

–Realmente, Barbara –murmuró Powell–. Ese balbuceo está preocupándome. Me pregunto si tus dientes no necesitarán un tónico.

La frase era sólo a medias una broma. Le costaba trabajo recordar que esto era una mujer sentada a su lado. Powell miró los ojos profundos y oscuros, brillantes, con ese resplandor vacío del cristal que espera su medida de alcohol.

Lentamente, Powell penetró a través de las vacantes capas conscientes de la muchacha hasta el turbulento preconsciente, oscurecido por pesadas nubes, como una enorme nebulosa oscura. Detrás de las nubes se adivinaba una chispa débil, infantil y solitaria que Powell había aprendido a querer. Pero ahora, mientras recorría aquel camino, la chispa luminosa era como la semilla de una estrella que ardía con el quemante ruido de una nova.

–Hola, Barbara. Parece que…

La respuesta fue una ola de pasión que hizo retroceder rápidamente a Powell.

–Eh, Mary –llamó–. ¡Ven rápido!

Mary Noyes salió de la cocina.

–¿Estás otra vez en dificultades?

–Todavía no. Quizá pronto. Nuestra paciente está mejorando.

–No he notado ninguna diferencia.

–¿Por qué no entras conmigo? Barbara ha establecido contacto con su inconsciente. Abajo, en lo más hondo. Casi me quema el cerebro.

–¿Y qué quieres? ¿Alguien que le proteja los secretos de sus dulces e infantiles pasiones?

–¿Estás bromeando? Soy yo el que necesita protección. Ven, dame una mano.

–Tienes las tuyas ocupadas.

–Era una imagen. –Powell miró incómodo aquel sereno rostro de muñeca y las manos frescas que tenía entre las suyas–. Vamos.

Volvió a recorrer aquellos oscuros pasajes que llevaban al horno instalado en el interior de la muchacha…, en el interior de todos los hombres…, la reserva intemporal de energía psíquica, irracionalidad, inocencia, que hervía en una interminable búsqueda de satisfacción. Powell sentía a Mary Noyes, que estaba siguiéndolo, mentalmente, de puntillas. Se detuvo a una cierta distancia.

Hola, Barbara.

–¡Sal!

Soy tu fantasma.

Un latigazo de odio.

¿Me recuerdas?

El odio se desvaneció en aquel torbellino y dio paso a una ola de deseo.

–Linc, será mejor que salgas. Si caes en ese caos de placer-dolor, estás perdido.

–Quiero descubrir algo.

–No encontrarás nada ahí, excepto amor brutal y muerte brutal.

–Quiero ver cuáles fueron sus relaciones con su padre. Quiero saber por qué tenía DʼCourtney ese sentimiento de culpabilidad hacia su hija.

–Bueno, yo me voy.

El horno volvió a humear. Mary se alejó.

Powell se balanceó a orillas del pozo, sintiendo, explorando, percibiendo. Era como si un electricista tocara suavemente las puntas expuestas de algunos cables para descubrir cuál de ellos no conducía una carga mortal. Un rayo cegador surgió muy cerca. Powell lo tocó, se sintió paralizado, y se apartó como para envolverse en un manto instintivo de autoprotección. Descansó, se abandonó a un vórtice de asociaciones, y comenzó su examen. Trató de conservar sus puntos de referencia, casi inexistentes en aquel caos de energía.

Éstos eran los mensajes somáticos que alimentaban el horno: innumerables reacciones celulares, gritos orgánicos, el silencioso zumbido del tono muscular, las subconscientes sensaciones, la circulación sanguínea, el oscilante superheterodino pH de la sangre…, todo giraba y se agitaba en el equilibrio estructural de la psique de la muchacha. La interminable unión-desunión de las sinapsis contribuía con un ruidoso y completo coro de ritmos. En los cambiantes intersticios había trozos de imágenes, semisímbolos, referencias parciales… El núcleo ionizado del pensamiento.

Powell vislumbró parte de una imagen primaria, la siguió hasta la letra P, y hasta la asociación de un beso; luego, mediante un cortocircuito, llegó al instinto del niño ante el pecho de la madre… y al recuerdo infantil de… ¿su madre? No. Una niñera. Esta última envuelta en asociaciones paternales… Negación. Su madre… Powell percibió una llamada doble: odio y cariño; el síndrome de la orfandad. Volvió a la P otra vez, buscando algo relacionado con pa… papá… padre.

Y de pronto se encontró frente a sí mismo.

Se quedó mirando fijamente la imagen desde el borde de la desintegración. Enseguida retrocedió hacia la cordura.

–¿Quién demonios eres?

La imagen sonrió encantadoramente, y desapareció.

P… pa… papá… Padre. Amor y devoción asociados con… Estaba otra vez ante su propia imagen. Esta vez era una imagen desnuda, fuerte; envuelta en un halo de amor y deseo. Abría los brazos.

Vete. Me molestas.

La imagen desapareció.

¡Maldita sea! ¿Se habrá enamorado de mí?

–Hola, fantasma.

Ésta era la imagen de ella misma, de Barbara; una caricatura patética, con el pelo rubio y tirante, los ojos como sombras, la encantadora figura reducida a unos planos sin gracia… Barbara se desvaneció, y surgió otra vez, abruptamente, la imagen de Powell-Poder-Protector-Padre, como un torrente destructivo. Powell se aferró a ella. La nuca era el rostro de DʼCourtney. Siguió a esa imagen de Jano por un cegador camino de dobles, pares, uniones, duplicidades, hasta… ¿Reich? Imposi… Sí, Ben Reich y la caricatura de Barbara, unidos como hermanos siameses, hermanos desde la cintura hacia arriba. Y las piernas giraban y se retorcían separadamente en un mar confuso. B. unida a B. B. & B. Barbara y Ben. Unidos por la sangre. Unidos…

–¡Linc!

Un llamado lejano. Sin dirección.

–¡Lincoln!

Podía esperar un segundo. La asombrosa imagen de Reich tenía que…

–¡Lincoln Powell! ¡Por aquí! ¡No seas loco!

–¿Mary?

–¡No puedo encontrarte!

–Saldré dentro de un minuto.

–Linc, ésta es la tercera vez que te busco. ¡Si no sales ahora estás perdido!

–¿La tercera vez?

–En tres horas. Por favor, Linc… Hazlo mientras me quedan fuerzas.

Powell se dejó ir hacia arriba. No había «arriba». El caos temporal e inespacial rugía a su alrededor. La imagen de Barbara DʼCourtney apareció otra vez. Era ahora la caricatura de una atractiva sirena.

–Hola, fantasma.

–¡Lincoln, por amor de Dios!

Aterrorizado de pronto, Powell se deslizó en todas direcciones hasta que su entrenamiento ésper volvió a reafirmarse. Luego la «técnica de la retirada» operó automáticamente. Las barreras cayeron una a una, en una secuencia uniforme, y cada una de las barreras era un paso más hacia la luz. A mitad de camino sintió la presencia de Mary, a su lado. Y Mary siguió con él hasta que se encontró otra vez en el vestíbulo, sentado junto a la niñita, con las manos de ella en sus manos. Powell soltó aquellas manos, como si le quemasen.

–Mary, descubrí la más rara de las asociaciones con Ben Reich. Una especie de unión que…

Mary tenía una toalla helada. La toalla golpeó la cara de Powell. El telépata notó que le temblaba el cuerpo.

–La única dificultad es… Tratar de descubrir el significado de esos fragmentos es como intentar un análisis cuantitativo en el centro del sol…

La toalla volvió a restallar.

–Uno no trabaja con unidades, sino con partículas ionizadas…
–Powell apartó la toalla y miró a Barbara DʼCourtney–.
Dios mío, Mary, me parece que esta pobre criatura está enamorada de mí.

Imagen de una tórtola bizca.

–No es broma. Me encontré a mí mismo ahí abajo. Yo…

–¿Y qué me dices de ti?

–¿De mí?…

–¿Por qué crees que no quisiste enviarla al hospital Kingston? –dijo Mary–. ¿Por qué crees que has estado sondeándola dos veces por día desde que la trajiste a tu casa? ¿Porque necesitabas compañía? Se lo diré, señor Powell…

–¿Me dirás qué?

–Estás enamorado de ella. Estás enamorado de ella desde que la encontraste en casa de Chooka Frood.

–¡Mary!

Mary emitió la punzante y vívida imagen de Powell y Barbara DʼCourtney y aquel fragmento que había descubierto días atrás… El fragmento ante el que había sentido celos y odio. Powell comprendió que era cierto.

–Mary querida…

–No te preocupes por mí. Al diablo conmigo. Estás enamorado de ella, y la chica no es una ésper. No es siquiera una persona normal. ¿De cuánto de ella estás enamorado? ¿Un décimo? ¿De qué parte de ella estás enamorado? ¿De su cara? ¿De su subconsciente? ¿Qué me dices del otro noventa por ciento? ¿Lo amarás cuando lo descubras? ¡Maldito seas! ¡Hubiese sido mejor que te dejara dentro de su mente, y que te pudrieras allí!

Mary se volvió y se echó a llorar.

–Mary, por el amor de…

–Cállate –sollozó la mujer–. Maldito seas, cállate. Yo… Hay un mensaje para ti. De las oficinas centrales. Tienes que ir a Espaciolandia tan pronto como sea posible. Ben Reich está allí y lo han perdido. Te necesitan. Todos te necesitan. ¿De qué me quejo?

12

Habían pasado diez años desde la última visita de Powell a Espaciolandia. Tomó asiento en la lancha policial que había ido a buscarlo a la lujosa nave
Holiday Queen,
y mientras la lancha despegaba, miró por la ventanilla. Espaciolandia brillaba allá abajo como un remiendo de plata y oro. Sonrió como siempre ante aquella imagen que le venía a la mente cuando veía el parque de diversiones del espacio. Era la visión de un navío cargado de exploradores de una galaxia distante; singulares criaturas, solemnes y concienzudas, que caían sobre aquella región y se dedicaban a estudiarla. Había tratado varias veces de imaginarse sus uniformes y siempre había fallado.

–Es un trabajo para el niño deshonesto –murmuró.

Espaciolandia se había iniciado varias generaciones atrás en un asteroide circular de menos de un kilómetro de diámetro. Un fanático cultor de la salud había construido un hemisferio transparente de aire y gelatina, había instalado un generador atmosférico e inaugurado una colonia. De ahí Espaciolandia había crecido hasta transformarse en una mesa irregular con una extensión de varios centenares de kilómetros cuadrados. Cada nuevo empresario había añadido otro kilómetro, o más, al asteroide; había construido otro hemisferio transparente, y se había lanzado a hacer su negocio. Cuando los ingenieros comenzaron a aconsejar a Espaciolandia que la forma esférica era más eficiente y económica, ya no era posible ningún cambio. La mesa siguió con sus proliferaciones.

La lancha giró en redondo y el sol cayó transversalmente sobre el asteroide. Powell pudo ver unos cuantos centenares de hemisferios que resplandecían en el azul-negro del espacio como una masa de pompas de jabón sobre una mesa ajedrezada. La colonia sanitaria inicial ocupaba el centro del asteroide, y seguía funcionando. Las otras semiesferas eran hoteles, parques de diversiones, sanatorios, casas cuna y hasta un cementerio. En el extremo de la mesa, del lado de Júpiter, se alzaba la gigantesca semiesfera de ochenta kilómetros de diámetro que cubría la reserva natural de la colonia y donde había más cambios de clima e historia natural que en cualquiera de los planetas.

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