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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (7 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Más tarde acaban juntos en una colchoneta, y Jan quiere preguntarle si algo va mal, pero Lilian se le adelanta y dice:

—¿Te gusta esto, Jan?

Su interés parece realmente sincero.

—¿Te refieres a Valla? —Jan tiene que pensar su respuesta—. Bueno, me acabo de mudar. Pero me parece que está bastante bien… Los alrededores son bonitos.

—¿Qué haces por las tardes?

—Poca cosa… Escucho algo de música.

—¿No tienes amigos aquí?

—No, todavía no.

—Pásate por el Bills Bar —dice Lilian—. Está junto al puerto, tienen una buena orquesta…

—¿Bills Bar?

—Yo suelo ir allí cada día —apunta Lilian—. También suele haber gente de Santa Patricia. En Bills podrás conocer a todas las personas que quieras.

¿Debería Jan empezar a ser sociable y salir de bares? No lo ha hecho nunca antes, pero ¿por qué no?

—Quizá lo haga… —responde.

Siguen jugando con los niños náufragos hasta que Jan oye la alarma del reloj de la cocina. Bien, lo estaba esperando.

Coge la tarjeta magnética, abre la puerta del sótano y baja solo al pasadizo.

No hay movimiento alguno allí abajo. Los cuadros siguen colgados muy rectos.

Son las doce menos cinco y la ventanilla del ascensor aún está oscura: todavía no han enviado el ascensor con Leo.

Se detiene.

«Sube —piensa—. Sube y échale un vistazo a Santa Psico.»

Pero permanece inmóvil unos minutos con la tarjeta magnética en la mano, esperando junto al ascensor, antes de mirar hacia el fondo del pasadizo. Al pronunciado giro a la derecha. Siente curiosidad por lo que pueda haber allá, al otro lado de la curva.

¿Otro camino de acceso al hospital?

El ascensor aún no ha bajado con Leo, así que Jan se aleja de la puerta y avanza despacio. Solo quiere echar un vistazo para ver adónde conduce el pasadizo.

El camino tuerce y continúa unos metros más antes de acabar ante una gruesa puerta de acero. Está bien cerrada con un largo picaporte de hierro. Junto a ella, Jan lee la palabra «REFUGIO» en un cartel blanco. Y debajo: «¡Esta puerta debe permanecer cerrada!».

Un refugio… Jan los conoce. Son como un búnker bajo tierra.

Le viene a la cabeza la imagen del pequeño William, pero la borra y alarga la mano hacia el picaporte de hierro.

Se mueve. La puerta puede abrirse.

Justo entonces le llega un ruido desde el pasillo. Es la puerta del ascensor. Jan suelta apresurado el picaporte y da media vuelta.

Han enviado a Leo de regreso por el túnel. Está intentando abrir la pesada puerta pero no lo consigue, Jan le ayuda.

—¿Te lo has pasado bien, Leo?

Leo asiente en silencio, y Jan le toma de la mano y emprenden el camino de regreso a Calvero.

—Me parece que dentro de poco es la hora de las canciones… ¿Te gusta eso, Leo?

—Mmm…

Quizá sean imaginaciones de Jan, pero Leo parece algo más apagado tras la visita al hospital. Por lo demás, se le ve igual que antes de reunirse con su padre. No hay marcas de arañazos en el rostro ni ropa desgarrada. Claro que no, ¿por qué debería haberlas?

Han llegado a la escalera de la escuela infantil. Jan saca la tarjeta magnética, pero mira de reojo a Leo por última vez y se arriesga a preguntar:

—¿Te lo has pasado bien hoy con papá?

—Mmm…

—¿Qué habéis hecho?

—Hablar —responde Leo. Guarda silencio, antes de proseguir—: Papá habla muchísimo. Todo el tiempo.

—¿Ah, sí?

Leo asiente y empieza a subir la escalera.

—Dice que todos le odian.

9

La primera semana en Calvero Jan trabaja todos los días de ocho a cinco. Y por las tardes vuelve a casa, a su oscuro apartamento. Está acostumbrado, siempre ha regresado a tristes apartamentos, pero este ni siquiera es suyo. No se siente «en casa».

A veces, por la tarde, se sienta a su mesa de dibujo y prosigue con la lucha de El Tímido contra la Banda de los Cuatro, pero si está cansado se instala frente al televisor y ahí se queda.

Durante el día memoriza el nombre de cada uno de los niños. Leo, Matilda, Mira, Fanny, Katinka y así sucesivamente. Aprende quiénes son más habladores y quiénes más callados, quiénes se enfadan cuando se caen y quiénes rompen a llorar si alguien los empuja. Quiénes preguntan y quiénes escuchan.

Los niños tienen tanta energía… Siempre moviéndose, siempre buscando algo que hacer, excepto cuando se les obliga a permanecer sentados en corro. Se arrastran, corren, saltan. En el jardín cavan en el cajón de arena, trepan y se columpian y quieren hacer de todo.

—¡Yo también! ¡Yo también!

Los niños luchan por conseguir espacio y atención. Pero Jan se preocupa de que ninguno quede excluido del juego, de que ninguno sea expulsado del grupo y vaya por su cuenta, como él solía hacer.

La armonía parece reinar en el grupo de niños de Calvero y resulta fácil olvidar la proximidad de Santa Psico: hasta que suena el reloj de la cocina y alguien tiene que ser acompañado o recogido junto al ascensor del sótano del hospital. Pero esos paseos también se convierten en rutina; aun así Jan vigila estrechamente a Leo, que al parecer tiene un padre paranoico.

El miércoles por la mañana todos los niños salen de excursión al bosque que se alza detrás del hospital. Los niños se ponen chalecos reflectantes amarillos sobre las chaquetas y salen en fila india a través de la reja. En muchas escuelas infantiles los niños se agarran a los lazos de una cuerda cuando van de excursión, pero aquí se utiliza el método antiguo: cogidos de la mano, de dos en dos.

Jan siempre se siente algo tenso en las excursiones, pero camina con Marie-Louise y Andreas entre los marchitos helechos que crecen detrás de la escuela infantil. En este pequeño sendero es donde más cerca pueden estar de Santa Patricia: la verja se encuentra a tan solo unos metros.

Marie-Louise se inclina hacia él.

—Hay que tener cuidado de que los niños no se aproximen demasiado al cercado.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

Su jefa parece molesta.

—Podrían disparar la alarma antifuga… Hay enterrada una gran cantidad de dispositivos electrónicos junto a la verja de Santa Patricia.

—¿Electrónicos?

—Sí… una especie de sensores de movimiento.

Jan asiente y observa la verja. El «cercado». No ve los sensores, solo espesos abetos al otro lado de la verja, que quizá hayan plantado para tener privacidad. Tras los árboles vislumbra senderos de grava y un par de casas bajas dentro del recinto: dos pabellones amarillos que parecen recién construidos. Nadie se mueve a lo lejos.

De repente, piensa en la mujer vestida de negro que vio el lunes junto a la verja. Su negra mirada le recordó a Alice Rami, pero Rami era de su edad y la mujer de negro parecía tener el doble.

Los niños de la escuela no muestran la más mínima curiosidad por la verja, marchan de la mano a paso lento embutidos en la gruesa ropa otoñal, y solo se preocupan de lo que aparece frente a ellos en el sendero: hormigas, raíces de árboles, algo de basura y hojas caídas.

Un sordo bramido llega hasta ellos. Se trata de un ancho y caudaloso arroyo de agua negra. Corre como un foso a lo largo de la parte trasera del recinto hospitalario, gira hacia el sur y desaparece por el lado largo de la verja. Jan se pregunta si a los internos del hospital les tranquilizará el sonido del agua.

Ante ellos se alza un pequeño puente de madera con barandilla, y la hilera de niños de la escuela lo cruza. A continuación comienzan a ascender, adentrándose en el bosque.

—¡Huy, mira!

Se trata de la pequeña Fanny, tiene tres años y es la última de la fila. Se ha soltado de la mano de su compañero y se ha parado a observar algo que crece en el suelo junto al sendero. Jan también se detiene y echa un vistazo.

Entre las hojas del gran árbol se ve algo parecido a pequeños dedos de color rosa que salen de la tierra.

—Sí, lo veo… —dice Jan—. Creo que se trata de una especie de setas. Son una ramarias o setas dedo.

—¿Dedos? —pregunta Fanny.

—No, no son dedos de verdad.

Fanny alarga con cuidado su mano menuda hacia las pequeñas setas rosadas, pero Jan se lo impide.

—Déjalas, Fanny. Seguro que quieren crecer en paz… y a veces pueden ser venenosas.

La niña asiente con la cabeza en silencio y se olvida enseguida de las setas, se apresura y corre para alcanzar a los otros.

Jan la sigue con la mirada hasta que se ha reunido con el resto.

Respira y piensa en los niños de la guardería Lince, aunque no desea hacerlo. Es tan fácil perder a un niño: basta con que el sendero transcurra entre un par de grandes abetos para que la vista quede oculta.

Pero ese día no hay peligro. El grupo de niños de Calvero se mantiene unido, las encinas y los abedules son menos espesos que el bosque de abetos y, además, los niños llevan sus chalecos, cuyo amarillo reluce entre los árboles.

Marie-Louise mantiene al grupo unido hablando con los niños. Va señalando distintas hojas y arbustos y explica cómo se llaman, y luego pregunta a cada uno de ellos. Pero al fin da unas palmas.

—¡Ahora podéis jugar a lo que queráis! ¡Pero no os alejéis!

Los niños se dispersan. Felix y Teodor se persiguen entre ellos, Mattias los sigue, tropieza con una raíz y cae al suelo, pero se incorpora en el acto.

Jan da vueltas entre los árboles, mira alrededor y pasa el tiempo contando los chalecos amarillos para asegurarse de que no falte nadie. Está al tanto, vigila.

Al alejarse un poco más oye risas en el bosque y vislumbra reflejos amarillos entre los árboles. A continuación ve a Natalie, Josefine, Leo y al pequeño Hugo reunidos formando un cuadrado mientras observan algo en el sendero. Josefine y Leo agarran unos palos y trajinan con ellos en el suelo. Al ver a Jan se quedan paralizados y sonríen avergonzados. Luego Josefine mira a Leo y empiezan a reírse entre ellos. De pronto sueltan los palos y salen corriendo entre la maleza, riendo y gritando.

Jan se acerca para ver con qué jugaban los niños.

Algo pequeño. Hay algo parecido a un trapo de tela gris oscuro en el sendero. Pero no es más que un ratón de campo.

Yace entre las hojas con la boca entreabierta, moribundo, aún lucha por respirar. Su piel, suave como la seda, está manchada de sangre. Jan se da cuenta de que los cuatro niños le han estado clavando los palos mientras jugaban.

No, no se trata de un juego. Ha sido un ritual sádico, para sentir poder sobre la vida y la muerte.

Jan está solo, tiene que hacer algo. Con su zapato derecho aparta con cuidado del sendero el suave cuerpo, y busca una piedra grande y pesada. La coge, la levanta con ambas manos y apunta.

«No matarás», piensa, antes de lanzarla con fuerza. Cae como un meteorito sobre el cuerpo del ratón.

Listo.

Deja la piedra entre la broza y vuelve junto al grupo de niños. Todos están allí, y observa que Leo aún sonríe satisfecho.

Después de pasar casi una hora en el bosque, el grupo emprende el regreso, andando por el puente sobre el arroyo y junto a la verja.

Cuando todos los niños han entrado en la escuela y se han quitado la ropa de abrigo, se tienen que lavar las manos, y luego ya es hora de que Jan acompañe a Katinka al ascensor. Ella sube sola a ver a su madre.

A continuación llega el momento de la lectura. Él elige las aventuras de Pippi Calzaslargas y su filosofía sobre por qué el fuerte también tiene que ser muy bueno.

Al acabar les pide a Natalie, Josefine, Leo y Hugo que se queden en el cuarto de juegos. Les hace sentarse en el suelo frente a él.

—Hoy os he visto jugar en el bosque —comienza.

Los niños sonríen con timidez.

—Y dejasteis algo en el sendero… Un ratoncito.

Entonces, de repente, parece que comprenden de qué habla, qué quiere. Josefine señala y dice:

—¡Fue Leo el que lo pisó!

—¡Estaba enfermo! —exclama Leo—. Estaba tirado en el suelo.

—¡No, se movía! Aún se arrastraba.

Jan deja que se peleen un rato antes de añadir:

—Ahora el ratón ya está muerto. Ya no se mueve.

Los niños guardan silencio y lo observan. Continúa muy despacio:

—¿Cómo creéis que se sentía el ratón antes de morir?

Los niños no responden. Jan les mira a los ojos, uno a uno.

—¿A ninguno le dio pena el ratón?

Nadie contesta. Leo le lanza una mirada desafiante, los otros clavan la vista en el suelo.

—Pinchasteis al ratón con los palos hasta que empezó a sangrar —prosigue en voz baja—. ¿A ninguno le dio pena el ratón?

Al fin el más pequeño de ellos asiente, con mucho cuidado.

—Bien, Hugo, eso está bien… ¿A alguien más?

Natalie y Josefine también acaban asintiendo, una tras otra. Solo Leo se niega a mirarlo a los ojos. Mira el suelo y murmura algo, sobre «papá» y «mamá».

Jan se inclina hacia él.

—¿Qué has dicho, Leo?

Pero Leo no contesta. Jan podría presionarlo un poco más, quizá hacerlo llorar.

«Papá le hizo eso a mamá.»

¿Ha dicho eso Leo realmente? Jan cree que ha oído mal, y quiere preguntarle al niño. Pero todo lo que dice es:

—Creo que está bien que hayamos hablado de esto.

Los niños comprenden que son libres, se ponen en pie y salen corriendo.

Los sigue con la mirada: ¿habrán entendido algo? Él mismo aún recuerda la regañina que recibió de su profesor cuando tenía ocho años y jugaba a los nazis con su amigo Hans y otros compañeros de clase. Marchaban por el patio de la escuela en fila y gritaban «Heil Hitler» y se sentían valientes y poderosos; «desfilaban en formación» hasta que un profesor los vio y los detuvo. A continuación pronunció un nombre del que ellos nunca habían oído hablar.

—¡Auschwitz! —exclamó—. ¿Sabéis qué pasó allí? ¿Sabéis qué hicieron en Auschwitz los nazis con los adultos y los niños?

Ninguno de los chicos lo sabía, así que el profesor se lanzó y les habló de los trenes de mercancías y los hornos y los montones de zapatos y ropa. Así fue como dejaron de jugar a los nazis.

Jan sale después de los niños, queda poco para la hora de las canciones. Rutinas: imagina que en las plantas de Santa Patricia también tendrán muchas rutinas. Días tras día, lo mismo. Horas fijas, caminos trillados.

Los niños no tenían maldad cuando torturaban al ratón. Jan se niega a creer que los niños sean malos, aun cuando él mismo, a veces, se sintió como un ratoncito cuando se cruzaba en el pasillo con chicos mayores: nunca había esperado compasión, y tampoco la recibió.

BOOK: El guardián de los niños
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