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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (8 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Lince

A la semana siguiente de encontrar el búnker, Jan comenzó a limpiarlo y acondicionarlo.

Fue muy cuidadoso, y siempre esperaba a que se pusiera el sol antes de abandonar el apartamento y encaminarse a la ladera del bosque donde se hallaba el búnker. Durante dos semanas fue allí tres veces con una escoba y bolsas de basura ocultas en un bolso. Trepaba por la cuesta, se arrastraba hasta su interior y barría el suelo de hormigón. Todo tenía que desaparecer: el polvo, las telas de araña, las hojas, las latas de cerveza, los periódicos.

Al cabo solo quedó una superficie vacía en su interior. Entonces ventiló el lugar, dejando la puerta de hierro abierta, y finalmente llevó un par de ambientadores que colocó en las dos esquinas interiores, y que esparcían por la habitación un olor artificial a rosas.

Era octubre, y cada vez que Jan regresaba a la pendiente había más hojas muertas en el suelo. Poco a poco fueron cubriendo las afiladas esquinas exteriores del búnker e hicieron que el hormigón pareciese parte de la montaña. Cuando corría los viejos cerrojos de hierro de la puerta, el búnker resultaba difícil de encontrar.

Lo más complicado fue llevar hasta allí el mobiliario sin que nadie lo viera, pero, al igual que la limpieza, lo hizo después de ponerse el sol y bien entrada la noche. Ya casi se había aprendido de memoria el camino hasta la montaña entre los abetos, y no necesitaba luz.

Encontró el colchón en un contenedor de basura, no olía mal, y después de transportarlo hasta el bosque lo sacudió bien para quitarle el polvo. Las mantas y las almohadas procedían de una tienda de muebles a las afueras de la ciudad; las había comprado, arrancado todas las etiquetas y después las había lavado dos veces antes de colocarlas sobre el colchón del búnker.

La media docena de juguetes que llevó en una mochila procedían de un par de grandes almacenes. Eran ese tipo de objetos anónimos que se fabrican en Asia en inmensas cantidades: un par de coches, un león de peluche, unos libros ilustrados.

El último juguete que adquirió era grande y bastante pesado: «ROBOMAN», ponía en la caja que coronaba la repisa superior, camuflada entre coches de bomberos, cohetes espaciales y pistolas de rayos. «Remote-controlled! Voice-activated! Record your own messages and watch ROBOMAN move and talk!»

Se trataba de un robot de plástico, teledirigido, que podía mover los brazos y mantenerse de pie sobre el hormigón. Jan lo observó e intentó retroceder quince años, cuando él tenía cinco: ¿no le habría parecido que el Roboman era la cosa más chula del mundo? ¿Mejor que los ositos de peluche, hasta mejor que un gato o un perro de verdad?

Robó el Roboman. Un acción atrevida; pero el pasillo estaba desierto y sacó apresurado el robot y el control remoto de la caja y los metió en una gran bolsa de plástico de otra tienda. Luego salió a través de una de las cajas registradoras. La cajera ni siquiera lo miró. Ningún guardia lo detuvo.

El robot costaba casi seiscientas coronas, pero no fue el precio la razón que le llevó a robarlo. Fue el temor a que la cajera pudiera recordar esa compra si la policía la interrogaba.

«¿El Roboman? Sí, lo compró un hombre joven. Parecía simpático y seguro de sí mismo, un profesor. Sí, creo que podría reconocerlo…»

10

A veces la escuela infantil parece un zoo, piensa Jan.

La escena siempre empieza por la tarde, cuando todos están ya cansados. Y uno de los niños arrastra a los demás. Por lo general se trata de un ataque maníaco de uno de los chicos que, de pronto, se vuelve hiperactivo y comienza a correr alrededor del cuarto de juegos y quizá tira la construcción de bloques de uno o pisa el Lego de otro.

Es lo que sucede en Calvero el viernes por la tarde cuando, de pronto, a Leo se le ocurre tirarle a Felix un almohadón a la cara. Este se lo devuelve y rompe a berrear, las lágrimas corren por sus mejillas. Leo también lloriquea y, de repente, todo el grupo se carga de una nueva energía, el resto de los niños empieza a batallar y pelearse con almohadones, las niñas chillan o lloran histéricas.

—¡Tranquilos! —grita Jan.

No sirve de nada. El revoltijo de niños inquietos que corren de un lado a otro hace que el cuarto de juegos se convierta en una estrecha jaula.

Jan es el único adulto en la sala, y siente formarse una ola de pánico en su estómago. Pero la detiene; respira hondo y se planta en el centro de la habitación. Luego levanta la voz como un predicador:

—¡Tranquilos! ¡Tranquilizaos!

La mayoría se detiene al oírle, pero el pequeño Leo sigue peleando. Tiene los ojos muy abiertos y golpea furioso alrededor con un almohadón; Jan tiene que acercarse y sujetarlo, se siente como un domador de animales.

—¡Tranquilo, Leo, tranquilo!

El pequeño cuerpo se debate entre sus brazos; Jan lo abraza con fuerza hasta que Leo se calma. Ha refrenado al animal y se siente agotado.

—Estoy un poco preocupado por Leo —le comunica a Marie-Louise mientras recogen los platos en la cocina.

—¿Ah, sí?

—Tiene mucha ira contenida.

Marie-Louise esboza una sonrisa.

—Es energía… Tiene energía para dar y tomar.

—¿Sabes algo de sus padres? —pregunta Jan—. ¿Viven los dos? Creo que su padre…

Pero Marie-Louise niega con la cabeza y se seca las manos en el paño de cocina.

—No hablamos de esas cosas, Jan… Ya lo sabes.

Por la tarde después del trabajo, Jan está sentado en casa frente al televisor e intenta relajarse. Pero le resulta imposible. Su vecino prepara una fiesta para recibir el fin de semana; Jan oye el sonido de la música y el tintinear de vasos.

La primera semana de trabajo en Calvero ha finalizado. Debería celebrar que ha acabado, pero no tiene la sensación de que haya nada que celebrar. Ha pasado rápidamente y ha sido fácil. Se ha comportado bien y ha sido responsable, y tanto los niños como los compañeros de trabajo parecen apreciarlo.

Jan ha instalado su estéreo, así que pone un disco de Rami y sube el volumen para ahogar el ruido de la fiesta. Suena uno de sus temas favoritos, es la balada «El amor secreto», en la que Rami canta con voz susurrante:

Machaca tus recuerdos

hasta verlos
.

Da vueltas al mundo

hasta oírlos
.

Ama o solo juega
,

siempre echarás de menos tu amor más secreto

como un alma perdida en el desierto
.

Quizá la canción trate de un amor imposible. Si alguna vez vuelven a encontrarse, le preguntará a Rami si efectivamente es así.

Si se encuentran. Para ello tendrá que entrar en Santa Psico, quizá a través del sótano. Siempre hay una forma de entrar en una casa, para quien se atreve a buscarla.

De espaldas a la estrecha habitación, mira por la ventana.

El aparcamiento del edificio de pisos está desierto de gente, pero repleto de coches. Cuenta hasta once Volvos, el suyo incluido, siete Saab, dos Toyotas y un solo Mercedes. Las personas han vuelto del trabajo y están en casa con sus familias. Quizá ahora estén sentados en la cocina o frente al televisor. Quizá hagan punto o se entretengan con sus sellos.

Pero Jan está solo.

¡Vaya! Ha mencionado la palabra prohibida, ha reconocido su desventaja. Está «solo», se siente «solo».

No tiene amigos en Valla. Esa es la cruda realidad. No tiene nada que hacer.

A decir verdad, lo único que desea es estar ahí sentado escuchando a Rami, pero aún tiene que desembalar unas cajas de la mudanza. Al hacerlo encuentra un viejo cuaderno con anotaciones y recortes de periódico. Se trata de su diario de adolescente, en el que escribía de vez en cuando. A veces pasaban meses entre una entrada y otra.

Abre el diario, toma un bolígrafo y escribe todo lo que ha ocurrido durante las últimas semanas: la mudanza a Valla, la soledad, el nuevo trabajo y el sueño de que este le conduzca a Rami.

En la portada del cuaderno ha pegado una vieja fotografía. Es una vieja polaroid; aunque está algo descolorida, aún se puede apreciar a un niño rubio que, sorprendido, mira desde una cama de hospital con sábanas blancas. Es él mismo, con catorce años.

11

El sábado después de almorzar Jan baja por primera vez a la lavandería vecinal, y se encuentra con un anciano. Un vecino de cabello blanco con una barba igual de blanca viene caminando desde el cuarto de las lavadoras.

Más tarde Jan se da cuenta de que debería haber hablado con él, no solo cabecear cuando el hombre pasó a su lado.

El hombre lleva una vieja bolsa de lavandería colgada del hombro, y cuando Jan echa un vistazo a la bolsa de tela ve que tiene unas letras impresas: «DERÍA NTA ICIA». Hay más letras pero las ocultan los pliegues de la bolsa, y Jan continúa hacia el cuarto de las lavadoras. Pero, de repente, su cerebro forma tres palabras completas:

«Lavandería Santa Patricia».

¿Es posible que pusiera eso? Demasiado tarde para saberlo: a estas alturas el anciano ya ha abandonado el sótano, la puerta se ha cerrado y Jan se encuentra solo con su ropa sucia.

Después de lavar y secar la ropa sube al apartamento e intenta adecentarlo; guarda cartones, limpia y apila los muebles de la casera. A continuación cena solo a la mesa de la cocina, mientras oscurece fuera.

¿Y después de eso? Va al salón y enciende el viejo televisor. Ve delfines nadar bajo el agua; parece ser un documental. Jan se sienta y aprende que los delfines no son tan buenos y pacíficos como cree la gente.

«Los delfines pescan en grupo y matan focas y otros animales», explica la voz del locutor.

Jan apaga el televisor al cabo de media hora. El silencio es casi total… pero no completo. En algún lugar del edificio alguien celebra una fiesta. Se oye música, un portazo, carcajadas y voces.

Jan se ha propuesto continuar su historieta sobre El Tímido, acabarla. Dentro de poco su héroe tendrá que enfrentarse a la Banda de los Cuatro y destruirlos.

La fiesta de los vecinos continúa, el volumen de las risas va en aumento. Jan enciende el estéreo para no oírlas, y mira por la ventana.

«Debería buscarme un hobby —piensa—. O estudiar por las tardes.»

Pero ¿qué quiere hacer? ¿Aprender francés? ¿Tocar el ukelele?

No. Al cabo de un rato apaga el estéreo, se viste con un traje negro para parecer más mayor, y abandona el apartamento.

Sale al frío de la noche y observa que ya han encendido las farolas. Son las ocho y cuarto. La música resuena con más fuerza entre los edificios. Los que tienen amigos ya han empezado a celebrar sus fiestas nocturnas.

«Pásate por el Bills Bar —le había dicho Lilian—. Yo suelo ir allí todos los días.»

Camina por la acera y se dirige al centro. Le apetece descubrir su nueva ciudad, pero ¿habrá algo que ver? Valla es una ciudad sueca de tamaño mediano, sin grandes alicientes. Pasa junto a una pizzería, una iglesia pentecostal y una tienda de muebles. En la pizzería se fija en unos adolescentes aburridos sentados a una mesa. Por lo demás las tiendas están cerradas y con las luces apagadas.

Atraviesa el puente peatonal sobre la autopista y llega al puerto. Le hubiera gustado bajar hasta el muelle y sentir la brisa nocturna del negro océano, pero el recinto portuario está vallado con una verja casi tan alta como el muro que rodea Santa Psico.

No, Santa Psico no. Santa Patricia.

Jan tiene que dejar de utilizar el mote del hospital, si no, en cualquier momento se le escapará.

Más allá de la verja se encuentran unas callejuelas que forman lo que podría llamarse un barrio portuario, aunque carente de cualquier aire aventurero o romántico. Se trata solo de locales industriales de escasa altura, rodeados de asfalto cuarteado.

Sin embargo, frente a una casa de madera, la más cercana a la ciudad, ve unos cuantos coches aparcados. Las letras rojas del cartel luminoso que corona la entrada le dan la bienvenida al «BILLS BAR».

Jan se detiene frente al cartel. Ir de bares no es un
hobby
, pero teniendo en cuenta que hasta los seres más solitarios son bienvenidos a los bares —siempre que sepan comportarse—, se decide a abrir la pesada puerta de madera y entrar.

El interior está oscuro y hace calor; se oye una monótona música de rock y voces apagadas. Vislumbra sombras en movimiento, tiene la sensación de que en cualquier momento todo puede torcerse. Los bares son una especie de cuarto de juegos, pero solo para adultos.

Todos los niños buenos duermen a esta hora.

Jan se desabrocha la chaqueta y mira alrededor. La letra de una canción de Roxy Music le viene a la mente: «Loneliness is a crowded room», «la soledad es una habitación abarrotada de gente». No recuerda cuándo fue la última vez que acudió a un bar solo, cuando no se tiene compañía la sensación de exclusión es siempre total en una habitación repleta de extraños que hablan y ríen entre sí. Lo mismo ocurre en el Bills Bar. No es que Jan crea que todas las personas allí reunidas sean amigas, pero lo parece.

Para llegar a la barra tiene que abrirse camino entre pesados cuerpos que no quieren apartarse. Hay mucha gente apiñada frente a un pequeño escenario al fondo del bar, es allí donde actúa el grupo de rock del local.

Jan alarga un billete sobre la barra.

—Una cerveza sin alcohol, por favor.

El truco clásico de los espíritus solitarios es conversar con el barman, pero este ya se ha largado con el dinero de Jan y continúa con sus quehaceres.

Jan le da un par de tragos a la cerveza y se siente algo menos solo. Ahora tiene la compañía del vaso. El mejor amigo de los bebedores. Él casi nunca ha tomado alcohol, nunca se ha emborrachado: ¿lo hará esta noche, para ver qué pasa?

Nada. No sucedería nada, aparte de que volvería a casa solo dando tumbos, y se sentiría mal a la mañana siguiente. En cierta manera, es de admirar la gente que se emborracha sin preocuparse por las consecuencias. Jan es incapaz de ser así. Mantiene el control y nunca acaba desmayado en una piscina, como una estrella de rock. Ni en un psiquiátrico, como Rami.

Pensar en ella le anima a mirar alrededor del local, y observa a la clientela. Jan recuerda lo que Lilian había dicho sobre el Bills Bar. «También suele haber gente de Santa Patricia.» Vigilantes y auxiliares, supone.

Bebe más cerveza. Siente un aroma a perfume en el aire y de pronto se da cuenta de que se encuentra entre dos veinteañeras.

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