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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (6 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Jan bajó por allí y se encaminó hacia el sur. La pista de gravilla se adentraba en un barranco entre dos enormes bloques de piedra. La brecha terminaba en una verja oxidada; estaba cerrada, pero Jan consiguió abrirla. Salió del barranco, subió una pendiente ligeramente empinada y se encontró en un lugar elevado.

Volvió a ver el agua del lago de las aves a un centenar de metros de distancia, y, de repente, reconoció el lugar. Los niños de Lince habían venido aquí de excursión el verano pasado, justo cuando comenzó su suplencia. Seguro que volverían.

Se detuvo y recapacitó.

En aquel lugar el bosque de abetos era más espeso, pero Jan encontró un sendero y recorrió un centenar de metros hasta que divisó el camino junto a la guardería y la valla verde. Tras ella, los niños madrugadores de Lince y Oso Pardo ya estaban jugando. Vio al pequeño William Halevi sentado en lo alto de una estructura para trepar, levantando los brazos para demostrar que se atrevía a soltarse.

William era un niño resuelto, Jan lo había comprobado cuando las dos clases jugaban juntas: a pesar de ser pequeño y delicado, siempre tenía que trepar más alto y correr más deprisa.

Jan observó a William, y pensó en el búnker del bosque.

Y así fue como empezó; no como un plan premeditado para atraer a un niño al bosque, sino más bien como un juego mental. Un pasatiempo que Jan se guardó para sí.

7

—Aquí está el plan de trabajo, Jan —anuncia Marie-Louise, y señala la puerta de la nevera—. Hay que cumplir estos horarios, todos los días. A veces acompañamos a un niño al hospital, y al mismo tiempo recogemos a otro.

Jan mira el papel. Hay una serie de nombres, fechas y horas para los niños que hay que acompañar la próxima semana.

En la parte de arriba pone: «Leo: lunes 11-12». Luego se lee: «Matilda: lunes 14-15» y «Mira y Tobias: 15-16».

Ahora son solo las nueve menos cuarto.

—Nosotros los acompañamos —explica Marie-Louise—, y los recogemos. También hay casos especiales en los que el otro padre viene de visita… y entonces es él quien lo acompaña.

Jan asiente. «El otro padre.» Se refiere a la madre o el padre que está libre. Los que no están encerrados.

Él ya se ha encontrado con varios de ellos, han entrado en el guardarropa para dejar a los niños que no viven en Calvero. Pero ¿son los padres biológicos de los niños o los adoptivos? Jan no puede preguntar, claro. Se trataba de mujeres y hombres de treinta años en adelante, bien vestidos. Algunos parecían jubilados.

Ha estado con Marie-Louise en el guardarropa dándoles la bienvenida a los niños, uno a uno. Ya han llegado todos los que tienen que acudir a Calvero ese día: once.

Cuando se deja a los niños, a veces se producen momentos de desesperación y muchas lágrimas, Jan lo sabe desde hace tiempo. Por su parte, los padres suelen comportarse exageradamente alegres y habladores para ocultar la angustia o la vergüenza de abandonar a sus hijos. Pero aquí en Calvero los adultos se refrenan. Quizá se deba al muro de hormigón: la sombra de Santa Psico planea sobre todos en la escuela infantil.

¿Y los niños? En su mayoría se muestran tímidos. Sonríen y susurran y observan detenidamente a la nueva persona que se encuentra junto a su profesora, se preguntan quién es. Durante todos estos años pasados en distintas escuelas infantiles, Jan solo ha encontrado niños curiosos de ojos despiertos. A los niños apenas se les ve apagados cuando están enfermos de verdad. A diferencia de los adultos, ellos nunca pueden ocultar cómo se sienten.

—Por desgracia te has perdido nuestra sesión de convivencia grupal —comenta Marie-Louise después de haberle enseñado a Jan todas las dependencias de Calvero.

—¿A qué te refieres?

—Es algo que organizamos los lunes entre los empleados. Nos sentamos quince minutos y sencillamente contamos cómo nos sentimos. —Esboza una sonrisa—. Ya tendrás oportunidad de participar el lunes que viene.

Jan asiente en silencio. No quiere pensar en cómo se siente.

—Bueno —dice Marie-Louise—, ¿te apetece empezar a trabajar?

—Sí, claro.

—Bien. —Sonríe—. Había pensado en un momento de lectura.

Jan tiene el honor de elegir un libro infantil del cajón del cuarto de juegos, y saca un fino libro de entre el montón:
Miguel y la sopera
.

—¡Hora de lectura!

Jan toma asiento en una silla pegada a la pared del cuarto de juegos, los niños dejan de jugar y se sientan en pequeños taburetes formando un semicírculo irregular. Como ya se ha dicho, sienten curiosidad por él, pero aún están a la expectativa. Los entiende.

—De acuerdo, ¿recordáis cómo me llamo?

Ninguna respuesta.

—¿Alguien se acuerda?

Los niños lo miran fijamente en silencio.

—Jan —susurra al fin una niña con un solo incisivo.

Está sentada más próxima a él que el resto. Matilda… ¿no es así como se llama? Aparenta tener cinco años, con raya al medio y largas trenzas trigueñas.

—En efecto, me llamo Jan Hauger. —Alza el libro—. Y este es Miguel… Miguel de Lönneberga. ¿Lo conocéis?

Varios niños asienten con la cabeza, por fin ha conseguido establecer cierto contacto con ellos.

—¿Habéis leído este libro, en el que a Miguel se le queda la cabeza atrapada en la sopera?

—Sííí…

—¿Lo habéis leído muchas veces?

—¡Sííí!

—Entonces quizá no os apetece volver a leerlo.

—¡Sííí! —grita el coro de niños.

Jan les sonríe. Todos los problemas desaparecen cuando uno se encuentra con la mirada de un niño. Sus ojos absorben toda la luz del mundo para irradiarla de nuevo. Abre el libro y empieza a leer.

La mañana transcurre tranquila. Las rutinas son importantes en la guardería Calvero. Parece que Marie-Louise y los niños desean tener tantas como sea posible. Después de la lectura en voz alta es hora de que todos salgan a jugar. Los niños se ponen sus chaquetas y sus botas y salen al jardín, tras la verja de un metro de altura. Casi la mitad del grupo quiere jugar a pillar, y a Jan le toca perseguirlos. Entonces desaparecen los últimos rastros de timidez, los niños chillan de miedo y alegría mientras Jan los persigue alrededor del cajón de arena y de la caseta. La escuela infantil no tiene un gran jardín, pero sí mucha vegetación; el césped y los arbustos aún crecen libremente en este cálido día de otoño, y en el jardín no hay asfalto ni apenas gravilla.

Jan ve la zona del hospital desde una nueva perspectiva. Aquí, en la parte de atrás de Santa Patricia, no hay muro alguno, solo una verja de cinco metros de altura coronada por una alambrada electrificada.

—¡Píllame! ¡Píllame!

Jan sigue jugando. Levanta los brazos como si fuera un monstruo de verdad y persigue a todos los niños que quieren ser perseguidos. Se ocultan tras la caseta de juegos en la parte trasera del jardín; él se acerca de puntillas y finge que no es capaz de encontrarlos; hasta que de repente dobla la esquina y grita como un trol: «¡Uhhh!».

Es divertido, disfruta allí fuera tanto como en el cuarto de juegos. De pronto, vuelve la cabeza hacia la verja del hospital. Ve que alguien los está observando a lo lejos.

Jan se detiene de golpe y deja de sonreír.

Se trata de una mujer mayor. Está detrás de la verja de Santa Patricia, alta y delgada, y viste un abrigo negro bajo el que sobresalen unas finas piernas blancas. Sostiene un rastrillo en una mano, y está plantada junto a un montón de hojas. La otra mano sujeta con fuerza los orificios de hierro de la verja.

La mujer tiene la vista clavada en Jan. Su rostro está pálido, pero la mirada es casi tan negra como su ropa. Ojos tristes, o quizá llenos de odio… No puede distinguirlo.

—¿Jan?

Se sobresalta y vuelve la cabeza. Marie-Louise le llama desde una ventana abierta de la escuela infantil.

—¿Sí?

—Dentro de poco hay que llevar a Leo… He pensado que podrías acompañarme para que veas cómo lo hacemos. ¿Quieres?

—Sí… Claro.

Jan asiente con la cabeza hacia ella. Marie-Louise cierra la ventana y él vuelve la vista de nuevo hacia el hospital. Pero la mujer de detrás la verja ha desaparecido. Lo único que queda es el montón de hojas.

Las rutinas continúan. Los niños regresan del jardín, se quitan las botas y entran directamente en el cuarto de juegos para sentarse y entretenerse con distintas actividades. A Jan siempre le ha fascinado la disciplina de los niños pequeños cuando saben lo que tienen que hacer.

Cuando todo está en calma, Marie-Louise consulta el reloj.

—Bueno, es hora de acompañarlo…

Coge una tarjeta magnética del armario de la cocina y conduce a Jan al guardarropa.

—¡Leo! —grita ella—. Ven.

Junto a los ganchos de los que cuelgan los abrigos de los niños, hay una puerta blanca a la que Jan no había prestado atención; no se había preguntado qué había al otro lado.

Marie-Louise se acerca con la tarjeta magnética. Esta, junto a un código de cuatro cifras, son la clave para abrir la puerta blanca: treinta y uno cero siete.

—Mi fecha de nacimiento —le informa Marie-Louise—, treinta y uno de julio.

Tras la puerta aparece una empinada escalera. Marie-Louise enciende la luz, se da la vuelta y sonríe mientras alarga la mano.

—Bien, Leo… ¡Ahora vamos a ver a papá!

Leo no ha salido a jugar al jardín con el resto. Tiene apenas cinco años, viste pantalón de peto azul, es de constitución delgada y piernas flacas. Le da la mano a Marie-Louise y la sigue escaleras abajo, peldaño a peldaño. Jan baja en silencio detrás de ellos.

—Puedes cerrar la puerta, Jan.

Lo hace, y las risas alegres y los gritos de la escuela infantil desaparecen de golpe. Se hace un silencio sepulcral. Las paredes de la escalera parecen estar hechas del mismo hormigón que el muro: todos los sonidos desaparecen allí abajo.

Leo baja la escalera paso a paso junto a Marie-Louise. Ninguno de los dos habla; una seriedad palpable flota en el ambiente.

Tras descender veinte peldaños llegan al sótano: un pasadizo subterráneo de suelo de hormigón, cubierto por una delgada alfombra de nudos. Alguien se ha preocupado de intentar darle al pasadizo un aire hogareño, pues las paredes han sido pintadas de un color amarillo radiante y están decoradas con cuadros de alegres colores.

Jan comprueba que se trata de acuarelas. Él no podría haberlas pintado: son demasiado alegres. Unas ratas risueñas bañándose en una pila, unos elefantes fumando grandes pipas, unas morsas jugando al tenis.

Da la impresión de que los animales se hubieran perdido en el sótano.

—Bueno —dice Marie-Louise de repente, y se detiene—. ¡Ya hemos llegado, Leo!

Han caminado unos cincuenta metros y se encuentran a un buen trecho bajo tierra, probablemente debajo del hospital. A la derecha hay una puerta de ascensor pintada de blanco con una pequeña ventanilla. Pero Jan repara en que el pasadizo no acaba ahí, sino que continúa recto unos ocho o diez metros antes de torcer a la derecha.

Marie-Louise le abre la puerta a Leo, y el niño entra dando cortos pasos.

Jan también da un paso adelante, pero su jefa niega con la cabeza.

—Leo quiere subir solo —le advierte—. Los niños pueden hacerlo, si así lo desean.

Jan asiente. Está tenso, y sin embargo habría querido entrar en la sala de visitas.

—Pero ¿subimos alguna vez con los niños?

—Sí, claro —responde Marie-Louise—. Eso lo decides tú con el niño.

Mientras la puerta permanece abierta, Jan alcanza a echar un vistazo al ascensor. Se trata de un pequeño habitáculo de acero con dos botones: «SUBIR» y «BAJAR», y al lado hay una pequeña ranura para introducir una tarjeta magnética y un botón de alarma rojo. ¿Cámaras de vigilancia? No descubre ninguna, ni en la pared ni en el techo.

Marie-Louise entra en el ascensor, introduce la tarjeta en la ranura y pulsa el botón de «SUBIR».

—¡Adiós, Leo! —exclama ella al cerrar la puerta—. ¡Hasta luego!

Su voz suena más animada que de costumbre, como si intentara espantar una repentina desazón.

Jan vislumbra el pequeño rostro de Leo que mira a través de la ventanilla. El ascensor emite un clic y empieza a subir.

—Eso es todo, ahora tenemos que regresar —anuncia Marie-Louise. Su voz suena más tranquila, y continúa—: Hay que volver a recoger a Leo dentro de una hora… ¿Quizá podrías hacerlo tú, Jan?

—Me encantaría.

—Bien. —Marie-Louise esboza una sonrisa—. Programaré el pequeño reloj de la cocina, así sabrás cuándo es la hora… Ellos enviarán al niño solo desde la sala de visitas dentro de una hora, así que es importante que estemos aquí antes.

Regresan por el pasadizo y suben la escalera del sótano, abren la puerta y se encuentran de nuevo en el guardarropa. Marie-Louise se lleva las manos a la boca y vocea:

—¡Es la hora de la fruta!

Algunos de los niños esbozan una mueca de desagrado ante la palabra «fruta», pero la mayoría se acerca corriendo. Algunos se empujan, desean ser los primeros. Peleas, siempre peleas.

Todo es como suele ser habitual en una escuela infantil.

Pero Jan mira varias veces las manillas del reloj de pared. No puede evitar pensar en el pequeño Leo, a solas con su padre.

8

En Calvero no hay cámaras de vigilancia, y eso le parece bien. Pero Jan tampoco ve ningún televisor.

—¿Televisión? No, en la escuela solo tenemos radio —explica Marie-Louise, muy seria—. Si hubiese una tele tendríamos que comprar películas de dibujos animados y los niños querrían verlas, y niños pasivos significa niños infelices.

En el cuarto de juegos los pequeños están en pleno apogeo; han sacado unas gruesas colchonetas y juegan a ser náufragos que navegan sobre balsas. Jan se apunta, lo necesita después del paseo por el sótano.

Observa que en lo alto de la pared cuelga un cartel escrito con la pulcra caligrafía de Marie-Louise. Los niños aún no saben leer y, sin embargo, parece estar dirigido a ellos:

EN CALVERO

… siempre le comunicamos a algún adulto adónde vamos.

… todos participan cuando hablamos o jugamos.

… nunca hablamos mal de nadie.

… nunca jugamos con armas.

… nunca nos peleamos.

Lilian también está en la sala con los niños, que saltan de colchoneta en colchoneta para escapar de los tiburones que hay en el mar. Al igual que Jan, se une al juego rebosante de alegría, pero de vez en cuando él percibe en ella un gesto de tristeza que le cruza el rostro cuando mira a los niños.

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