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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (2 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Enfilaron por la calle que corría junto a las vías del tren antes de girar y pasar un pequeño túnel bajo los raíles. Al otro lado se alzaba un grupo de grandes edificios marrones de ladrillo que parecían una especie de centro sanitario, con fachadas de acero y cristal. Jan vio dos ambulancias amarillas aparcadas delante de la espaciosa entrada.

—¿Es este el Patricia?

Papá Noel negó con la cabeza.

—No, aquí están las personas enfermas del cuerpo, no de la mollera… Este es el hospital provincial.

El sol aún brillaba, el cielo estaba completamente despejado. Giraron a la izquierda tras pasar el hospital, siguieron por una empinada cuesta y entraron en la urbanización donde una señal avisaba de que había niños.

«¡Precaución, niños jugando!»…

Jan piensa en todos los niños que ha cuidado en su vida. Ninguno de ellos era suyo, le contrataban para cuidarlos. Pero llegaron a ser suyos, en cierta manera, y siempre le resultaba difícil separarse de ellos al finalizar la suplencia. Solían llorar al despedirse. A veces, él también lo hacía.

De repente, ve a unos niños entre las casas; cuatro chicos de unos doce años juegan al hockey hierba junto a un garaje.

Pero ¿son los chicos de doce años niños aún? ¿Cuándo dejan los niños de ser niños?

Jan se recuesta en el asiento del taxi y aleja todas las preguntas difíciles. Ahora tiene que concentrarse en dar respuestas claras. Las entrevistas de trabajo resultan tensas si uno tiene algo que ocultar, ¿quién no lo tiene? Todos guardan sus pequeños secretos sobre los cuales no desean hablar. Jan también. Pero hoy no pueden aflorar.

«Högsmed es psiquiatra, no lo olvides.»

El taxi abandona la urbanización y atraviesa algunos barrios de casas bajas adosadas. Al dejar atrás las viviendas, el paisaje se abre hacia un campo de hierba, y a lo lejos se divisa un enorme muro de hormigón, de por lo menos cinco metros de altura y pintado de verde. Arriba, por el borde del muro, corre un tenso alambre de espino.

Lo único que falta son elevadas torres con guardias armados.

Un alto caserón de piedra gris se alza tras los muros, como si fuera un castillo. Jan solo puede ver la parte superior, con hileras de pequeñas ventanas bajo un largo tejado de tejas.

Muchas de las ventanas están protegidas por rejas.

Están tras esas rejas, piensa Jan: los más peligrosos de entre los peligrosos. Esos que no pueden andar libres por las calles… Y tú vas a entrar ahí.

Al pensar en Alice Rami y en la posibilidad de que ahora ella lo esté mirando tras las rejas, siente cómo se acelera el corazón.

«Tranquilo, tranquilo.»

Jan es una persona segura, alegre y simpática, y adora a los niños. El doctor Högsmed lo comprenderá.

Hay una amplia puerta de acero en el muro de hormigón, pero está prohibido traspasarla, así que el taxi se detiene frente a ella. Jan ha llegado. El taxímetro marca noventa y seis coronas. Alarga un billete de cien.

—Está bien así.

—Bueno.

Papá Noel parece decepcionado con la propina, cuatro coronas no son suficientes para comprar regalos a los niños. No se baja del coche para abrirle la puerta. Jan se apea por su cuenta.

—Suerte con el trabajo —dice el taxista al entregarle el recibo por la ventanilla medio abierta.

Jan asiente y se recompone el traje.

—¿Conoce a algún empleado?

—No, que yo sepa —responde Papá Noel—. Aunque la mayoría de los que trabajan aquí se lo calla… Así se ahorran muchas preguntas sobre los internos.

Jan observa que se ha abierto una pequeña puerta junto al gran portón. Hay alguien esperándolo: un hombre de unos cuarenta años con gafas de montura negra y espeso pelo castaño. De lejos recuerda un poco a John Lennon.

«A Lennon le disparó Mark Chapman», piensa Jan. ¿Por qué recuerda eso? Porque el asesinato convirtió a Chapman, de pronto, en una celebridad mundial.

Si Rami se encuentra en Santa Patricia, ¿qué otros famosos estarán encerrados en el hospital?

«Olvídate de eso», dice una voz interior. «Olvídate de Lince también. Concéntrate en la entrevista.»

El hombre junto al muro no lleva puesta una bata de médico, sino unos pantalones negros y una chaqueta marrón; sin embargo, es evidente de quién se trata.

El doctor Högsmed se ajusta las gafas y observa a Jan. La evaluación ya ha comenzado.

Jan mira una última vez al taxista.

—¿Me puede decir el nombre ahora?

—¿Qué nombre?

Jan señala con la cabeza hacia el muro de hormigón.

—El otro nombre del hospital… ¿Cómo lo llama la gente?

Al principio Papá Noel no responde; sonríe ligeramente, satisfecho por la curiosidad de Jan.

—Santa Psico —responde.

—¿Cómo?

El taxista señala con la cabeza hacia el muro.

—Salude a Ivan Rössel… Al parecer está ahí dentro.

Sube la ventanilla, y el taxi se aleja.

2

No, no es alambre de espino corriente lo que corona el muro que rodea el hospital Santa Patricia. Jan lo descubre al dirigirse hacia el doctor Högsmed y estrecharle la mano. Se trata de cables eléctricos. Forman una cerca de un metro de altura sobre el muro, con
leds
en cada poste que titilan en rojo.

—Bienvenido. —Högsmed lo observa tras unas gruesas gafas, sin sonreír—. ¿Ha resultado difícil encontrarlo?

—No… En absoluto.

Jan piensa que el muro de hormigón y la cerca eléctrica recuerdan una empalizada; algo así como un cercado para tigres, pero sobre la gravilla a la izquierda de la puerta descubre una pequeña parcela de lo cotidiano: un aparcamiento para bicicletas. Unas bicicletas se encuentran aparcadas en línea, equipadas con cestas y reflectores de advertencia. Una de ellas tiene una silla infantil de plástico sobre el portaequipajes.

La puerta de acero emite un clic, unas manos invisibles la abren.

—Tú primero, Jan.

—Gracias.

Traspasar el muro de una cárcel es como dar el primer paso de entrada a una cueva oscura como boca de lobo. Un mundo aislado y extraño.

La puerta se cierra tras ellos. Lo primero que Jan ve al otro lado del muro es una larga cámara blanca de vigilancia, que lo enfoca. La cámara está acoplada a un poste junto a la puerta, silenciosa e inmóvil.

Luego ve una más en otro poste cerca del hospital, y otras a lo lejos, en el mismo edificio. «AVISO, ZONA VIDEOVIGILADA», advierte una señal amarilla junto al camino.

Cruzan un aparcamiento, y allí hay más señales: «RESERVADO AMBULANCIAS», dice una de ellas, y la otra: «RESERVADO POLÍCIA».

Aquí, tras el muro, Jan puede ver toda la fachada gris claro del hospital. Se trata de un edificio de cinco plantas, con largas hileras de pequeñas ventanas. Alrededor de las ventanas de los primeros pisos se arrastran una especie de enredaderas, como si fueran grandes gusanos peludos.

Jan se siente acorralado, atrapado entre el muro de piedra y el hospital. Duda, pero el doctor lo guía con pasos apresurados.

El recorrido termina en una puerta de acero. Está cerrada, pero el médico jefe acerca su tarjeta magnética y saluda con la mano a la cámara más cercana; al cabo de medio minuto, la cerradura emite un clic.

Entran en una sala pequeña, con una recepción acristalada y otra cámara más. Huele a jabón y losa mojada: el suelo está recién fregado. Una sombra de anchas espaldas se sienta tras los cristales oscuros de la recepción.

Un guardia del hospital. Jan se pregunta si estará armado.

Al pensar en violencia y armas aguza el oído para escuchar a los pacientes, pero lo más seguro es que se encuentren muy lejos. Encerrados tras puertas de acero y gruesas paredes. ¿Por qué tendría que oírlos? Cuesta creer que griten, rían o golpeen los barrotes con tazas de hojalata. Al contrario, su mundo se compone de tristes habitaciones y pasillos desiertos.

El doctor ha preguntado algo. Jan gira la cabeza.

—¿Perdón?

—El documento de identidad —repite Högsmed—. ¿Lo has traído, Jan?

—Claro… Aquí está.

Tantea el bolsillo de la chaqueta y le tiende el pasaporte.

—Quédatelo —le indica Högsmed—. Ábrelo por la página de tus datos personales, y muéstraselo a esa cámara.

Jan enseña el pasaporte. La cámara emite un clic. Ya está registrado.

—Bien. Ahora solo tenemos que echarle un vistazo a tu bolsa.

Jan debe abrirla y vaciar el contenido ante el guardia y el doctor: un paquete de pañuelos de papel, un chubasquero, un
Göteborgs Posten
doblado…

—Pues ya estamos listos.

El doctor saluda con la mano al guardia tras el cristal, conduce a Jan a través de un arco de metal —un detector de metales, al parecer— y atraviesan otra puerta, que el doctor abre.

A Jan le parece que hace cada vez más frío a medida que se adentran en el hospital. Después de traspasar tres puertas más de acero, se encuentran en un pasillo que acaba en una sencilla puerta de madera. Högsmed la abre.

—Bueno, este es mi despacho.

Se trata de una sencilla estancia. La mayor parte de las cosas en la sala del médico son blancas, desde el papel de las paredes hasta el diploma enmarcado junto a las estanterías. Estas también son blancas, al igual que los montones de papel acumulados sobre el escritorio. En el despacho solo hay un objeto personal, una fotografía sobre la mesa de una mujer joven que parece alegre aunque cansada, con un bebé recién nacido en brazos.

A la derecha de la mesa Jan ve algo más: se trata de una serie de gorros y sombreros. Cinco, bastante usados. Una gorra azul de guardia, una cofia blanca de enfermera, un bonete negro de rector, un sombrero verde de caza y una peluca roja de payaso.

Högsmed señala con la cabeza la colección.

—Elige uno, si quieres.

—¿Perdón?

—Suelo dejar que mis pacientes elijan uno de los sombreros y se lo pongan —anuncia Högsmed—. Después hablamos sobre los motivos que les han llevado a elegir ese sombrero, y su significado… Puedes hacer lo mismo, Jan.

Jan alarga la mano hacia la mesa. Quiere coger la peluca de payaso, pero ¿qué simboliza? ¿No será mejor ser una solícita enfermera? Una buena persona. O un rector, que significa sensatez y conocimiento.

Su mano comienza a temblar ligeramente. Al final la baja.

—Prefiero no hacerlo.

—¿Ah, no?

—No… Yo no soy un paciente.

Högsmed asiente.

—He visto que te disponías a elegir el de payaso… Y es interesante, pues los payasos suelen tener secretos. Ocultan cosas tras la sonrisa de una máscara.

—¿Ah, sí?

Högsmed asiente.

—John Gacy, el asesino en serie, trabajaba de vez en cuando como payaso en Chicago, antes de que lo detuvieran; le gustaba actuar delante de los niños… Tanto los asesinos en serie como los delincuentes sexuales son como niños, se ven a sí mismos como el centro del mundo, no han madurado.

Jan no dice nada, intenta sonreír. Högsmed lo observa unos segundos, luego se da la vuelta y señala una silla de madera de pino que hay delante del escritorio.

—Siéntate, Jan.

—Gracias, doctor.

—Sí, ya sé que soy doctor… pero tú puedes llamarme Patrik.

—De acuerdo… Patrik.

A Jan no le gusta cómo suena. No desea tutearse con el médico. Se sienta en la silla, hunde los hombros e intenta relajarse, y echa un rápido vistazo al médico jefe.

El doctor Högsmed es joven para dirigir todo un hospital, pero no parece muy sano. Sus ojos brillan y están inyectados de sangre.

Y ahora, después de haber tomado asiento, Högsmed se recuesta enseguida en la silla ergonómica del escritorio, se quita las gafas y abre los ojos mirando al techo.

Jan se pregunta en silencio qué hace Högsmed, hasta que descubre que el médico ha sacado un pequeño frasco de colirio. Se lo acerca a la pupila y aplica tres gotas en cada ojo. Después parpadea para evitar las lágrimas.

—Úlcera corneal —explica—. La gente se olvida de que los médicos también pueden caer enfermos.

Jan asiente.

—¿Es grave?

—No especialmente… pero desde hace una semana siento los párpados como papel de lija. —Se inclina hacia delante y sigue parpadeando para evitar las lágrimas, antes de volver a ponerse las gafas—. Bueno, Jan, bienvenido… Ya sabrás cómo ha bautizado la gente a nuestra clínica de psiquiatría forense, ¿no?

—¿La han bautizado?

El médico jefe se restriega el ojo derecho.

—Cómo llaman al hospital en la ciudad. Venga… el apodo de Santa Patricia.

Jan lo sabe desde hace un cuarto de hora —el nombre le ha estado dando vueltas en la cabeza desde que ha entrado allí, junto con el del asesino Ivan Rössel—; sin embargo, mira alrededor como si la respuesta estuviera escrita en las paredes.

—No —miente—. ¿Cómo lo llaman?

Högsmed se muestra tenso.

—Seguro que lo sabes.

—Quizá… El taxista dijo el nombre al venir hacia aquí.

—¿Ah, sí?

—Sí… ¿Santa Psico?

El médico jefe asiente enseguida, aunque parece decepcionado con la respuesta.

—Sí, alguna gente de fuera lo llama así, «Santa Psico». Hasta yo mismo he oído ese nombre un par de veces, y no siempre puedo… —Högsmed se detiene, se inclina hacia delante unos centímetros—. Pero los que trabajamos en la casa no lo llamamos así. Decimos el nombre correcto: clínica regional de psiquiatría forense Santa Patricia, o «la clínica», para abreviar… Si consigues el puesto, quiero que tú también utilices uno de esos nombres.

—Por supuesto —responde Jan, y le sostiene la mirada a Högsmed—. A mí tampoco me gustan los apodos.

—Bien. —El médico jefe se vuelve a recostar—. Y, además, no trabajarás aquí dentro, si consigues el puesto… La escuela infantil está separada de la clínica.

—¿Ah, sí? —Esa es una noticia nueva para Jan—. ¿Así que no se encuentra aquí, en el edificio?

—No, Calvero está en un pabellón separado.

—Entonces, ¿qué hacen… con los niños?

—¿Qué «hacemos»?

—Sí, ¿cuándo vienen aquí? Quiero decir, ¿cómo se relacionan los niños con… con su madre o su padre?

—Tenemos una sala de visitas especial. Los niños vienen a través de un túnel.

—¿Un túnel?

—Existe un pasadizo subterráneo —anuncia Högsmed—. Y un ascensor.

A continuación coge unos cuantos papeles de la mesa. Jan los reconoce: se trata de su solicitud de trabajo. Como anexo hay un certificado de penales que muestra que Jan Hauger no ha sido condenado por delitos sexuales. Jan está acostumbrado a solicitar estos certificados a la policía: siempre los piden cuando se trabaja con niños.

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