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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (29 page)

BOOK: El guardián de los niños
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¡Para de hablar, para de sermonear!
.

¡Déjame en paz!
.

El estribillo continuó. Rami estaba con la espalda erguida y ya no entonaba, apenas salmodiaba las palabras «¡Para de hablar, para de sermonear!». La guitarra dejó de sonar, pero Jan siguió marcando el compás.

Observó que los presentes, internos y enfermeros, estaban como hechizados; los quinceañeros habían dejado de cuchichear y escuchaban atentos.

Pero la Psicocharlatana se puso en pie junto a la puerta. No parecía muy contenta, y a cada palabra que Rami salmodiaba daba un paso en dirección al micrófono. Finalmente llegó a apenas un metro de Jan, y aún más cerca de Rami. Ella no la vio, tenía los ojos cerrados y seguía cantando: «¡Para de hablar, para de sermonear!».

La Psicocharlatana cogió a Rami por el hombro, y entonces ella abrió los ojos. Sin hacerle caso, continuó cantando. Aunque ahora sonaba más como un grito de guerra:

—¡Para! ¡Para! ¡Para!

La Psicocharlatana sujetó el trípode y retiró el micrófono.

Ni siquiera entonces se hizo el silencio, pues Rami seguía gritando. Abrió la boca, y dio tal alarido que hizo que el público que se encontraba sentado en el suelo se estremeciera.

—¡Muere! ¡Muere! —gritó Rami, y se lanzó como una fiera salvaje sobre la Psicocharlatana.

Cayeron entre los adolescentes; rodaron por el suelo como si estuvieran engarzadas. Dos luchadoras. Jan tenía la vista clavada en ellas, pero siguió tocando. Oyó los gritos de Rami, la vio arañar y golpear, no a la Psicocharlatana sino a sí misma. Se arañó los brazos hasta sangrar, y brillantes líneas rojas surcaron su cuerpo, el suelo, y el rostro y la ropa negra de la Psicocharlatana.

—¡Tranquilízate, Alice!

Se oyeron unos pasos apresurados. Jörgen y un compañero consiguieron separar a Rami. Pero no dejaba de gritar y golpear como una posesa.

—¡Deja de tocar la batería! —le increpó Jörgen.

Paró de golpe. Sin embargo, no se hizo el silencio. Rami gritaba enloquecida. Los enfermeros lograron sujetarla y sacarla de la sala. Jan oyó cómo sus gritos se alejaban por el pasillo, y luego todo quedó en silencio.

De pronto regresó la calma, aunque alguien jadeaba: la Psicocharlatana. Se incorporó despacio y se arregló el jersey ensangrentado. Un compañero le tendió un pañuelo.

—¿Lo ves? —dijo la Psicocharlatana—. ¿Recuerdas mi diagnóstico?

El concierto había terminado, pero Jan siguió sentado a la batería un buen rato antes de levantarse. Le temblaban los brazos.

El muchacho de la chaqueta tejana miró en torno con una sonrisa insegura. A continuación se acercó al televisor y lo encendió.

Jan abandonó la sala en solitario. Llevó la batería de vuelta al almacén.

Pensó en regresar a su habitación y ponerse a dibujar, pero se detuvo al ver la puerta de Rami cerrada. Se quedó mirándola y llamó.

No respondió nadie, y volvió a llamar.

Ninguna respuesta.

—No está ahí —le informó una voz clara a su espalda.

Jan se dio media vuelta y vio a una niña en el pasillo. Uno de los fantasmas.

—¿Qué?

—Se la han llevado al Agujero.

—El Agujero… ¿Qué es eso?

—Es donde te encierran si creas problemas.

—¿Dónde está?

—En el sótano —contestó la fantasma—. Tiene una puerta con muchas cerraduras.

«¿El Agujero?»

Jan se escabulló hasta el subsuelo a través de largos y silenciosos pasillos. Encontró la puerta y llamó. Tampoco hubo respuesta esta vez, la puerta era de acero y probablemente absorbiera todos los sonidos. Pero vio que en la parte inferior había una pequeña rendija.

Regresó a su habitación y tomó papel y lápiz. No sabía qué decirle a Rami. Pero tenía que animarla, así que escribió:

¡BUEN CONCIERTO!

JAN

Deslizó el papel por debajo de la puerta, y también consiguió introducir un lápiz. Pasaron unos minutos. Todo seguía en silencio. Al cabo de un rato, el papel reapareció.

Solo había una frase:

SOY UNA ARDILLA SIN ÁRBOL NI AIRE.

Jan observó el papel. A continuación se sentó y comenzó a dibujar a una chica con una guitarra sobre un gran escenario, ante una multitud con los brazos en alto. Dibujó el rostro de Rami lo mejor que pudo, luego pasó el papel por la rendija y se escabulló a toda prisa.

A la mañana siguiente oyó ruido en el pasillo. Pasos, voces, la puerta de Rami que se abría.

Cuando regresó la calma, salió y llamó a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó lacónica, sin atisbo de curiosidad.

—Jan.

Se hizo un silencio durante unos segundos, luego respondió:

—Pasa.

Abrió la puerta con cuidado, como si pudiera romperse. El interior estaba oscuro, pero ya se había acostumbrado.

—Gracias por el dibujo —dijo apenas.

—De nada.

Rami se encontraba tumbada en la cama, con la vista clavada en el techo y la guitarra a un lado como si fuera una mascota. Jan no logró ver si estaba atada. No sentía miedo, pero se quedó en la puerta.

—Estuvo bien ayer —comentó—. Muy bien.

Rami negó con la cabeza.

—Tengo que largarme de Bangen, están acabando conmigo… Tú también quieres largarte de aquí, ¿verdad?

Había alzado la cabeza y lo miraba. Jan asintió, a pesar de que no era cierto. Él deseaba quedarse en Bangen el resto del año escolar: comer, dormir, jugar al ping pong con Jörgen y tocar la batería con Rami.

Ella volvió a clavar la vista en el techo.

—Pero primero me vengaré de ella.

—¿De quién?

—De la Psicocharlatana. La que me encerró.

—Lo sé —respondió Jan.

—Y eso no es lo peor… —dijo Rami, y cabeceó hacia la mesa—. Mientras estaba allí abajo, ella entró aquí y robó mi diario. Sé que ahora lo estará leyendo. De cabo a rabo.

Jan dirigió la vista a la mesa. Puede que fuera cierto, ya que el cuaderno que solía estar sobre la mesa había desaparecido.

—Se arrepentirá —anunció Rami—. Tanto ella como su familia.

38

Jan no recuerda haber conversado ni una sola vez con los vecinos de los edificios en los que ha vivido. Si alguna vez se ha encontrado con alguien en la escalera, quizá lo haya saludado, pero nunca se ha parado a charlar. La escalera no es un lugar de reunión para él, apenas un vacío donde lo único que se oye durante el día es el portazo de las puertas al cerrarse.

Pero aquí en Valla hay un vecino con el que sí ha hablado. Y desea verlo de nuevo.

Cuando regresa a casa tras la velada con Hanna, deja los libros de Rami sobre la mesa. Luego se acuesta y duerme profundamente.

Al despertarse aún se siente cansado. Pero tiene cosas que hacer, y después de desayunar coge una taza de café vacía de la cocina. Baja dos pisos con ella en la mano. Llama a la puerta con el nombre «V. LEGÉN».

Tarda casi un minuto en abrirle. Un olor a tabaco de pipa y alcohol golpea el olfato de Jan; el vecino canoso lo mira de forma inexpresiva, pero Jan esboza una amplia sonrisa.

—Hola de nuevo —dice—. Soy el vecino de arriba… ¿Tienes un poco de azúcar?

Legén parece reconocerlo, pero no le devuelve el saludo.

—¿Azúcar blanca otra vez?

—Da igual, cualquier tipo servirá.

El vecino toma la taza y da media vuelta sin invitarle a pasar al oscuro recibidor. Sin embargo, Jan entra.

La bolsa de tela de Santa Patricia que se encontraba tirada en el suelo no se ve por ninguna parte, así que Jan continúa hacia el interior y echa un vistazo a la cocina. Está repleta de pilas de platos, ve botellas y bidones de plástico que forman pequeñas islas en el suelo; la ventana está recubierta de una película grisácea de polvo y grasa.

—Trabajo en Santa Patricia —dice a la espalda de Legén.

Este no reacciona, continúa junto a la encimera echando azúcar en la taza.

—¿Tú también trabajaste allí? —pregunta Jan.

No recibe respuesta alguna, pero percibe un ligero cabeceo de asentimiento desde la encimera. Así que prosigue:

—¿En la lavandería?

Ahora Legén asiente.

—Sí.

—¿Durante mucho tiempo?

—Veintiocho años. Y siete meses.

—¡Vaya! ¿Y ahora estás jubilado?

—Sí —responde Legén—. Ahora solo hago vino.

Jan mira alrededor. Es cierto, hay botellas y bidones por todas partes. El olor a alcohol afrutado proviene de los envases, no de Legén.

—Pero… —apunta Jan muy despacio—, seguro que aún te acuerdas de cómo era la clínica.

—Sí.

—¿Hay pasadizos secretos? —indaga Jan, y sonríe como si estuviera hablando en broma, aunque no es así.

Legén deja de rellenar la taza y mira a Jan. Este continúa:

—Si te apetece, me gustaría escuchar algunas historias.

—¿Por qué? —inquiere Legén, y alza la taza de azúcar.

—Trabajo allí. Siento curiosidad por mi lugar de trabajo… Nunca he subido a las plantas.

—¿Ah, no? —responde Legén—. Entonces, ¿dónde trabajas?

A Jan no se le ocurre ninguna mentira y responde:

—En la escuela infantil.

—¿Escuela infantil? No hay ninguna escuela infantil.

—Sí, ahora hay una —replica Jan—. Es para los hijos de los internos.

Legén cabecea, sorprendido. Se queda pensativo un momento y le alarga la taza de azúcar.

—De acuerdo… Entonces, son cien.

—Cien ¿qué?

—Cien coronas, y te cuento historias. También te puedes llevar una botella de vino.

Jan se lo piensa un poco y asiente.

—Cuéntamelas —indica—, luego te traigo el dinero.

Legén se sienta despacio a la mesa. Guarda silencio durante un momento.

—No hay pasadizos secretos —dice al cabo—. Nunca he visto ninguno… Pero había otra cosa.

Tantea con las manos entre los periódicos y recibos que cubren la mesa hasta que encuentra un bolígrafo y media hoja de papel. Y empieza a dibujar cuadrados y pequeños rectángulos.

—¿Qué es eso?

—La lavandería. —Dibuja una flecha—. Hay que ir hasta el secadero… la habitación para secar la ropa. Una puerta ancha. Pero no hay que entrar ahí, se toma la puerta de la derecha. Entonces se llega a un almacén… —dibuja un círculo alrededor de uno de los cuadrados—… y al fondo está el camino de acceso.

—¿Una escalera?

—No —contesta Legén—. Un viejo ascensor. Va directo a las plantas… A todas. Poca gente lo conoce.

Jan observa el torpe boceto.

—En la lavandería suele haber gente. Y muchos guardias.

—Los domingos no —informa Legén—. Los días de fiesta la lavandería está desierta, desierta y en silencio. Entonces uno puede subir y bajar como quiera.

Mira por primera vez a Jan a los ojos, y este le sostiene la mirada. Siente que Legén está hablando de sí mismo. De repente se produce un momento de entendimiento entre ambos. «Veintiocho años en Santa Psico», piensa Jan. Durante todo ese tiempo tuvo que aprenderse cada metro cuadrado del edificio, cada puerta y cada pasillo.

Y tuvo que conocer a muchos de los pacientes internados allí. Los vería a menudo y pensaría en ellos.

—¿Alguna vez utilizaste el ascensor? —pregunta Jan.

—Sí —responde Legén—. De vez en cuando.

—¿Los domingos?

—De vez en cuando.

—¿Te veías con alguien allí arriba?

Legén asiente pensativo con la cabeza, como si estuviera recordando los encuentros.

—¿Una mujer?

Vuelve a asentir con tristeza.

—Era bella, muy atractiva… pero tenía un infierno en su interior.

Jan no pregunta nada más.

Lince

La inspectora de policía tenía unos ojos verde claro que miraban muy fijamente sin apartar jamás la vista. Estaba en la secretaría, sentada al escritorio de Nina, y se mostraba relajada, como si la directora de Lince fuera en realidad una policía. Jan intentó parecer igual de tranquilo: tan solo era uno más de los empleados de la guardería a los que tenían que interrogar.

—¿Viste a alguien en el bosque?

—¿Se refiere a… algún adulto?

—Niño o adulto —respondió la inspectora—. Alguien que no perteneciera al grupo de la guardería.

Jan la miró y simuló pensar. Podría inventarse una sombra entre los abetos, una figura humana acurrucada que vigilaba a los niños con ojos malvados, pero sabía que ahora la policía buscaba a un secuestrador, y no deseaba que le relacionaran con un personaje así. Negó con la cabeza.

—No vi a nadie… pero oí un ruido.

—¿Un ruido?

Jan no había oído ningún ruido, pero ahora tenía que seguir:

—Sí… Ruido de ramas, como si alguien se moviera entre los arbustos. Aunque creo que se trataba de un animal.

—¿Qué clase de animal?

—No lo sé. Un corzo, quizá. O un alce.

—Algo grande, entonces.

—Sí, un animal grande… Pero no se trataba de un depredador.

La inspectora lo miró.

—¿A qué te refieres con eso?

—Bueno… en el bosque los hay —replicó Jan—. No se ven con mucha frecuencia porque son tímidos, pero hay osos y linces y lobos… Bueno, puede que lobos no, no tan al sur.

Jan sintió que hablaba demasiado, cerró la boca y sonrió algo tenso. La inspectora no le hizo más preguntas.

—Gracias —se limitó a decir, y escribió algo en una libreta.

Jan se puso en pie.

—¿Habrá más batidas?

—No, por ahora no —respondió la inspectora—. Seguiremos la búsqueda con helicóptero y haremos algunos rastreos.

—Estoy dispuesto a ayudar —dijo Jan—. En lo que sea.

—Muy bien.

Jan miró el reloj al salir de la habitación. Eran las dos y veinte. Pronto habría transcurrido un día desde que William había entrado en el búnker y Jan lo había encerrado en él.

Parecía que hubiera pasado un año.

Nina y los demás compañeros de Lince y Oso Pardo estaban sentados en la sala de personal. Apenas hablaban, solo esperaban. Parecía un funeral. Sigrid Jansson no estaba: no se encontraba bien y se había ido a casa después del interrogatorio policial.

Porque ¿acaso no era eso lo que estaba haciendo la policía, un interrogatorio? Eso le había parecido a Jan, y se sentía agotado después de tantas preguntas. Sabía que habían leído la carta que él había enviado a los padres de William y que estaban buscando al secuestrador, pero ¿sospechaban de él?

Se sirvió una taza de café, se sentó entre el resto de los empleados e intentó relajarse. Al otro lado de la ventana la luz del sol empezaba a languidecer. Aún era pronto para que anocheciera, pero no faltaba mucho.

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