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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

El Guardiamarina Bolitho (32 page)

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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Bolitho asintió. ¿Por qué no intentó salvarle sir Henry Vyvyan? El error de Hardy fue que le robó a su señor. Eso también decía algo sobre su padre. Ese comandante implacable, duro como el pedernal, para complacer a su esposa perdonó a un ladrón, se compadeció de un viejo jardinero casi ciego y le hizo venir a Falmouth.

—Tu madre me fascina, Dick —dijo Dancer, sentado ante el fuego de la chimenea—. Me parece conocerla mejor que a mi propia madre.

Un cuarto de hora después, la dama regresó y se sentó ante su escritorio como si nada hubiese ocurrido.

—El hombre en cuestión se llama Blount, Arthur Blount. Ya en otras ocasiones tuvo problemas con los agentes de impuestos y carabineros, pero jamás hasta ahora lo habían capturado. Nunca se le ha conocido un empleo honrado y duradero, y se dice que es poco trabajador. Va de una granja a otra, repara algún muro, cava alguna zanja. No aguanta mucho tiempo en ninguna parte.

Bolitho recordó al confidente que murió tras tener tratos con la Armada, el tal Portlock. De la misma calaña que ese hombre, Blount, un carroñero dispuesto a buscarse la vida dónde y cómo pudiese.

—Yo os aconsejaría que volvierais a vuestro barco —añadió la dama—. En cuanto sepa algo más, os mandaré un mensaje.

Luego alargó el brazo para apoyarlo en el hombro de su hijo y buscó su mirada.

—Tened mucho cuidado —apremió—. Vyvyan es un hombre muy poderoso. Y de no ser Martyn quien le acusa, me negaría a creerle capaz de esos actos tan terribles. —La dama sonrió con tristeza hacia el rubio guardiamarina y añadió—: Pero ahora que tú lo has dicho, y te conozco y confío en ti, me sorprende no haber sospechado antes de él. Mantiene conexiones con la colonia americana, posiblemente porque ambiciona algo allí. ¿Capaz de usar la violencia? Esa ha sido su forma de vida desde siempre, ¿por qué iba a cambiar ahora? Ocurre que ha tenido que venir alguien de fuera para abrirnos los ojos. Nada más que eso.

Los guardiamarinas desandaron el camino hacia el cúter fondeado en la rada. El viento, que refrescaba, había obligado a las embarcaciones de pesca más pequeñas a regresar en busca del refugio de la rada de Carrick.

Hugh Bolitho escuchó lo que le contaban y declaró:

—Estoy harto de esperar, pero en esta ocasión no hay más remedio.

Más tarde, entrada la noche y con el fondeadero agitado por el oleaje y el viento, Bolitho oyó a la guardia de cubierta dar el alto a una embarcación que se aproximaba.

Dancer estaba al cargo de la vigilancia. Apareció inesperadamente en la cámara, excitado, y ni siquiera se dio cuenta de que su cabeza había dado contra uno de los baos.

—¡Es tu madre, Dick! —anunció excitado, para luego girarse hacia el comandante del cúter y explicar en tono más formal—: La señora Bolitho, señor.

La dama penetró en la cámara cubierta por un capote donde relucían gotas de espuma. Su pelo, también húmedo, le daba un aspecto más joven de lo habitual.

—¡El viejo Hardy dice que conoce la aldea! —explicó—. ¡Y vosotros habéis estado allí! ¿Recordáis que os hablé de una plaga de fiebres? Corrió el rumor de que era un castigo de Dios por las brujerías llevadas a cabo en un caserío que hay hacia el sur. La gente se enfureció y arrancó de sus casas a dos pobres mujeres, que fueron quemadas en hogueras como auténticas brujas. No se sabe qué ocurrió exactamente, pues podría haber sido el viento, o la confusión reinante, pero lo cierto es que las llamas de las hogueras alcanzaron las chozas del lugar, y aquello se convirtió en un horno.

Los soldados corrieron hacia allí pero no llegaron a tiempo. Se ve que la mayoría de los habitantes del caserío creyeron que el fuego había sido un castigo de una fuerza superior, furiosa por sus actos de brujería.

La dama se estremeció al terminar su historia.

—Parece una locura, naturalmente; pero la gente sencilla vive creyendo en leyes sencillas.

Hugh Bolitho respiró profundamente.

—O sea que Blount, desafiando los temores de la gente, se refugió allí. —Echó una mirada a Dancer y añadió—: Y por lo que parece, cierta persona comparte su secreto.

Se movió en torno a su madre y gritó:

—¡Que llamen a mi secretario! —Y luego, dirigiéndose a los demás—: Mandaré un despacho a De Crespigny. Posiblemente habrá que batir una gran superficie.

—¿Nos incluye a nosotros? —preguntó Dancer mirándole fijamente.

—Eso es —dijo Hugh Bolitho haciendo una extraña sonrisa—. Si se trata de una pista falsa, quiero enterarme antes que Vyvyan. Pero si fuese todo cierto… ¡No quiero perderme la caza! —Luego bajó la voz y advirtió a su madre—: No deberías haber venido, mamá. Ya has hecho bastante.

Whiffin apareció agachándose por la puerta. Sus ojos mostraron incredulidad ante la presencia de la dama.

—Whiffin, una carta para el comandante del regimiento de Truro. Y también precisaremos caballos, y hombres dispuestos a montarlos y a luchar.

—Ya me he ocupado de eso, Hugh —terció la señora Bolitho, que observó risueña la sorpresa de su hijo—. Junto al muelle esperan los caballos y tres hombres a mi servicio.

—Dios nos bendiga, señora —dijo con ansiedad Gloag—, no me he subido a una silla de montar desde que era chico.

Hugh Bolitho estaba ya abrochando el cinto de su sable.

—Usted se quedará aquí. Esto es un juego para gente joven.

Media hora más tarde el grupo estaba listo sobre el malecón. Eran tres campesinos, Hugh con sus dos guardiamarinas y seis marineros que juraban ser capaces de montar como caballeros. Entre ellos estaba el hábil Robins.

Hugh Bolitho se dirigió a ellos bajo la lluvia espesa.

—Avancen siempre juntos y manténganse alerta.

Se volvió para mirar al jinete que, provisto de la carta dirigida al coronel De Crespigny, se perdía en la oscuridad.

—Si encontramos a esos canallas, no quiero venganzas. Nada de «aquí tienes, por matar a mis compañeros». Lo que necesitamos ahora es hacer justicia. —Condujo su montura por los adoquines mojados—. ¿Entendido?

Ya en las afueras del pueblo, los caballos tuvieron que disminuir su ritmo a causa de la lluvia que hacía aún más difícil el avance por el camino marcado de surcos. Al poco rato se cruzaron con un jinete solitario, cuyo mosquete de largo cañón, cruzado sobre la silla, le hacía parecer un guerrero de épocas antiguas.

—Por aquí, señorito Hugh, señor.

Era Pendrith, el guardabosque.

—Me enteré de lo que planeaba, señorito —en su voz había una sombra de sarcasmo—, y pensé que no le molestaría contar con un buen guía.

Avanzaron en silencio y tan rápido como podían. Se oía únicamente el sordo chapoteo de las pezuñas, los jadeos de caballos y jinetes y algún ocasional golpe de metal de las armas. Richard pensó en otra noche, cuando junto a Dancer cabalgó hasta la playa donde esperaba el cadáver del recaudador Tom Morgan junto al hijo del herrero. ¿De aquello hacía unas semanas atrás? ¿Unos días? Le parecían meses.

Acercándose ya al caserío incendiado empezó a avivársele la memoria del lugar. Su madre le regañó una vez, siendo aún niño, porque había tomado prestado un poni y había llegado hasta allí en busca de un perro.

Ahora ella se refería a la superstición como de una locura. Años antes, sus ideas no eran exactamente las mismas.

Los caballos se agruparon cuando Pendrith saltó de su silla.

—A media milla de aquí, señor, creo. Sería mejor ir a pie a partir de ahora.

Hugh Bolitho también desmontó.

—Amarren los caballos —dijo, empuñando una pistola y frotándola con la manga para limpiarle las gotas de lluvia—. Usted, Pendrith, abra el camino. ¡Yo tengo más costumbre de dirigir desde la popa que de cazar bandoleros!

Bolitho notó que algunos de los hombres reían a escondidas ante la frase. No dejaba de aprender cosas.

Pendrith, acompañado de uno de los campesinos, tomó la delantera. No había luna, pero un claro entre las nubes permitió distinguir la silueta de un techo pequeño y puntiagudo.

Bolitho buscó a su amigo y habló en voz baja:

—Todavía hay pueblos en esta zona donde construyen esas casas de brujas. Las colocan a la entrada de los pueblos para conjurar el mal de ojo.

Dancer se movió, incómodo en su uniforme prestado, y respondió:

—¡Pues en este rincón no tuvieron mucho éxito, Dick!

Apareció de pronto la torpe forma de Pendrith, que se abalanzaba sobre ellos. Bolitho imaginó que le perseguía alguien, a menos que fuesen ciertas algunas de las leyendas del lugar.

Pero el guardabosque no corría por eso:

—¡He visto llamas, señor! ¡Fuego! Por las chozas del otro lado.

Se volvió y su cara fue de pronto iluminada por una inmensa llamarada que surgía hacia el cielo, acompañada del chisporroteo de miles de teas ardientes que llevaba el viento.

Algunos hombres aullaron de miedo. El propio Bolitho, acostumbrado a oír leyendas sobre la brujería y sus prácticas, sintió un frío helado recorrer su espina dorsal.

Hugh avanzó por entre los matojos, abandonada ya toda precaución, y gritó:

—¡Han pegado fuego a una de las chozas! ¡Rápido, muchachos!

Cuando alcanzaron la edificación, ésta parecía un infierno. Los torbellinos de chispas giraban sobre los marineros, cegados por el humo, y les obligaban a apartarse.

—¡Señor Dancer! ¡Tome dos hombres y rodee él edificio!

El grupo de campesinos y marineros, que se protegían del fuego agazapados sobre la hierba, destacaba contra la lluvia y las sombras de los árboles en la luz del incendio. Bolitho se tapó la boca y la nariz con un pañuelo y, acercándose a la puerta, le dio un patadón con todas sus fuerzas. Una nueva avalancha de llamas y chisporroteos rodeó sus piernas mientras las vigas de madera y los restos del techo de paja, ya comidos por el fuego, se derrumbaban en medio de un gran estrépito.

—¡Retroceda, señor! —aullaba Pendrith—. ¿Me oye? ¡Señorito Richard! ¡No hay nada que hacer!

Bolitho volvió atrás y reconoció la cara de su hermano. Éste observaba las llamas sin notar el calor ni el crepitar de las chispas. Esos segundos bastaron para entenderlo todo. Las esperanzas de su hermano se convertían en humo junto con las paredes de la choza. Había sido un fuego provocado, sin duda. Cómo, si no, explotaba con aquella violencia en medio de un chaparrón. En un instante tomó la decisión.

Se abalanzó de nuevo hacia la puerta, negándose a pensar en nada que no fuese la necesidad de entrar allí.

La puerta se derrumbó ante él como un puente levadizo carbonizado. Entre el humo que se escurría hacia fuera vio el cuerpo de un hombre que se retorcía y pateaba entre los escombros todavía en llamas.

Todo pasó ante sus ojos como en un sueño. Se abalanzó sobre el hombre, le agarró los brazos y lo arrastró hacia la puerta. El hombre se agitaba enloquecido de dolor, y sus ojos, locos en el terror de la agonía, giraban en sus órbitas. Estaba atado de pies y manos. Bolitho sintió la náusea causada tanto por el hedor de carne quemada como por la idea de que alguien fuese capaz de abrasar viva a una persona.

Se oían gritos e instrucciones por encima del fragor de las llamas, como si las voces de las almas muertas recitaran una última maldición.

Enseguida sintió que alguien le agarraba de los brazos, mientras otros hombres le liberaban de su carga y le arrastraban hacia la lluvia limpia y torrencial.

Dancer se acercó corriendo bajo el fuerte resplandor.

—¡Fue aquí, Dick! ¡Estoy seguro, era ese lugar! El muro trasero es idéntico…

Se interrumpió para mirar al hombre chamuscado que agonizaba sobre el suelo.

Pendrith se arrodilló entre el lodo y los rescoldos y preguntó con voz ronca:

—¿Quién? ¿Quién te ha dejado aquí?

—¡Me querían quemar vivo! —jadeó el hombre, a quien Pendrith había ya reconocido como Blount. Su cuerpo se retorcía; su boca mostraba los blancos dientes en una mueca agónica—. ¡No me dejaron ni hablar!

Pareció darse cuenta entonces de que le rodeaban los marineros y añadió con voz rota:

—¡Con lo que yo he hecho por él!

Hugh se inclinó sobre él y aproximando su cara blanca como la piedra preguntó:

—¿Quién? ¿Quién fue? ¡Queremos saberlo!

Retrocedió ante la mano ennegrecida con que el hombre se agarraba a su solapa.

—Vas a morir igualmente. Cuéntalo antes de que sea demasiado tarde.

La cabeza del hombre cayó hacia atrás y Bolitho pudo ver en sus facciones la oleada de alivio que acompañaba la cercanía de la muerte.

—Vyvyan.

Durante un breve instante, retornó la fuerza al cuerpo agonizante, que sintió de nuevo el dolor. Luego Blount chilló con más fuerza:

—¡Vyvyan!

Hugh Bolitho se alzó sobre sus pies y se quitó el sombrero. Parecía querer que la lluvia limpiase todo lo que había visto allí.

—Ese último grito es lo que ha terminado con él, señor —musitó Robins.

Hugh Bolitho le oyó y se apartó del cadáver.

—Acabará con otros también.

Desfiló hacia atrás y en los ojos de Richard Bolitho quedó grabada la huella, igual a un zarpazo, que los dedos del moribundo habían dejado en la solapa blanca. Vista con aquella luz temblorosa, se hubiese dicho la marca del diablo.

10
¡CUANDO ALCE LA PROA!

Bolitho y Dancer enfocaron sus anteojos hacia el malecón donde se hallaba atracado el bote de desembarco. Su tripulación, que llevaba más de una hora esperando allí, parecía de pronto agitada por gran actividad.

—Pronto sabremos qué ocurre, Dick. —La voz de Dancer contenía una punta de ansiedad.

Bolitho abatió su anteojo y se enjugó las gotas de lluvia que cubrían su cara. Estaba completamente empapado pues, lo mismo que Dancer y casi toda la dotación del
Avenger
, desde la partida de su hermano no había tenido ánimo para bajar a la cámara, relajarse y cambiarse de ropa.

Todo se torció de nuevo en las horas que siguieron al hallazgo del hombre en la choza incendiada. Al principio, la mera prueba de que Dancer tenía razón respecto a la culpabilidad de Vyvyan les produjo gran excitación. Pero luego, cuando el coronel De Crespigny se desplazó hasta Vyvyan Manor, mandando a caballo su regimiento de dragones, y supo que el terrateniente estaba de viaje, la ilusión desapareció. Sir Henry había partido para una misión importante, decían sus gentes, aunque no sabían ni hacia dónde iba ni cuándo volvería. El propio mayordomo, atento a la expresión desconcertada del coronel, dijo que sir Henry no tenía costumbre de ver controlados sus movimientos por el ejército.

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