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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

El Guardiamarina Bolitho (28 page)

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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El asistente de contramaestre que estaba de guardia avisó:

—¡El comandante requiere su presencia en la cámara, señor!

Bolitho corrió hacia la escala preguntándose si la llegada de Whiffin alteraría en algo el plan. A lo mejor iría él, y no Dancer, al mando de la expedición de carretas.

Su hermano levantó la mirada al oírle entrar en la cámara. A su lado, lanzando humo por su pipa de arcilla y sentado en la banqueta, se hallaba Whiffin.

—¿Señor?

—Un mínimo cambio de planes, Richard. —Hugh insinuó una sonrisa—. Quiero que vayas a tierra y me localices al jefe de los recaudadores de impuestos. Entrégale esta carta. Que te dé un acuse de recibo firmado.

—Entendido, señor —asintió Bolitho.

—Dudo que lo entiendas, pero no importa. Procede inmediatamente.

Bolitho leyó la dirección escrita a toda prisa sobre el sobre sellado con cera y se encaminó hacia cubierta.

Atrajo a Dancer hacia el costado y le dijo:

—Si no he regresado antes de que partáis, Martyn, te deseo buena suerte. —Le tocó el brazo y sonrió, turbado por su brusca emoción—. Ten mucho cuidado.

Dicho eso, trepó hasta el muelle y se marchó andando a buen ritmo hacia el centro de la población.

Más de una hora le costó hallar al citado jefe de recaudadores. Cuando al fin lo encontró, parecía fuera de sí, probablemente a causa de la avalancha de tareas que le caían encima. La exigencia de un acuse de recibo le gustó aún menos, pues parecía que no confiasen en él.

Al regreso de Bolitho al muelle, nada parecía haber sucedido en la distancia. Pero a medida que se acercaba al alto mástil del
Avenger
, con sus velas aferradas a las vergas, descubrió que las carretas habían ya desaparecido.

Descendió a la cubierta y Truscott, el cabo de artilleros, le dijo:

—Le esperan en la cámara, señor.

¿De nuevo? No había fin a las exigencias. Y eso que él todavía era un guardiamarina, por más que Hugh hubiese elegido para él una graduación distinta.

Hugh Bolitho le esperaba sentado a la mesa. Parecía no haberse movido desde su partida. El aire estaba todavía enrarecido por el humo de la pipa de Whiffin, como si éste acabase de salir un minuto antes.

—No te ha llevado mucho, Richard. —La voz de Hugh sonaba preocupada—. Mejor. Dile al señor Gloag que coloque a las gentes en sus puestos y se preparen para zarpar. Tenemos menos dotación de la necesaria; antes de ordenar una maniobra, asegúrate de que los hombres saben lo que hacen.

—Ya se han marchado las carretas.

Su hermano le miró, inmóvil, durante unos segundos.

—Sí. En cuanto tú te fuiste. —Arqueó una ceja—. ¿Y pues?

—¿Ocurre algo malo? —Richard se esforzó en no perder la compostura ante su hermano, cuya impaciencia reconocía.

—Whiffin ha venido con más noticias. Se ve que habrá emboscada. Las carretas han tomado el camino del Este que lleva a Helston. Una vez allí saldrán hacia Truro, en dirección Noreste. Whiffin ha aprovechado bien sus días en tierra firme, con unas cuantas monedas de oro listas para repartir. Por lo que sabemos, el ataque se producirá antes de llegar a Helston. El camino costero transcurre muy cerca de la costa, donde hay docenas de caletas y playas. Nosotros, con el
Avenger
, zarparemos y seguiremos a poca distancia, listos para ofrecer ayuda.

Bolitho esperaba más información. Su hermano hablaba con autoridad, como si estuviese seguro de sí mismo, pero con una diferencia. Se notaba que pensaba en voz alta, como quien quiere convencerse a sí mismo de algo.

—La carta que llevé —preguntó Bolitho—¿era para los dragones?

Hugh Bolitho recostó su espalda contra las maderas curvadas del casco.

—No hay columna de dragones —dijo con amargura—. No vendrán.

Bolitho se quedó sin habla por unos segundos. Recordó la cara de su amigo al despedirse de él, y lo que había dicho su hermano sobre la limitada dotación del
Avenger
. Según el plan original, Dancer tenía que llevarse sólo diez hombres, pues los carabineros formaban el resto de la escolta. Pero el grueso de la fuerza defensiva lo constituían los dragones de Truro, hombres bien armados y de excelente preparación.

Si Hugh decidió mandar más marineros de los previstos, era porque de antemano sabía que no habría dragones.

—Tú lo sabías —dijo—. Como también sabías lo que le ocurriría a Portlock, el confidente.

—Sí. Pero si te lo hubiese dicho, ¿qué habrías hecho? ¿Eh? —Hugh desvió la mirada—. Explicarle la mala noticia al señor Dancer, para dejarlo medio muerto de miedo ya antes de empezar el combate.

—Si es como dices, lo has mandado directamente a la muerte.

—¡No seas insolente! —Hugh se alzó, desviando de forma automática la cabeza para evitar los baos del techo. Viéndole, parecía que iba a abalanzarse contra su hermano menor—. ¡Te crees muy buena persona!

—¿Y si monto un caballo y les alcanzo? —Hablaba oyendo su voz lejana, suplicante, y sabía de la inutilidad de su empeño—. Habrá otras formas de atrapar a esos contrabandistas, otras ocasiones.

—Está todo decidido. Zarparemos con la marea. El viento ya ha girado a favor. —Hugh bajó la voz—. Tranquilo, chico, todo saldrá bien.

Cuando Richard ya alcanzaba la puerta, su hermano añadió:

—El señor Dancer es tu amigo, y nosotros hermanos, sí. Pero por encima de eso está que representamos la autoridad y tenemos una misión muy clara que cumplir. —Hizo un gesto con la cabeza y añadió—: Ponte en marcha, ¿entendido?

Apoyado en la orla de popa, mientras vigilaba los preparativos que la reducida dotación del
Avenger
llevaba a cabo para soltar amarras, Bolitho intentó ver la situación según le había aconsejado su hermano. Sin pasión. Calculando las posibilidades. Era simple dar contraorden a la expedición de las carretas. Un caballo veloz podía alcanzar la columna en menos de dos horas. Pero Hugh no estaba preparado para cambiar su plan, aún sabiendo las pocas posibilidades que había al fallar los dragones. Prefería enviar a Dancer y a un par de docenas de sus hombres a una lucha desigual, con muerte casi segura.

El
Avenger
salvó la bocana del puerto con la proa apuntando prácticamente al viento, empujado por la corriente.

Richard Bolitho vigilaba a su hermano, acodado junto a la bitácora, en busca de alguna señal que traicionase sus verdaderos sentimientos.

—Maldito tiempo, tan claro, señor —se quejaba a su lado Gloag—. No podremos poner proa hacia tierra hasta que el crepúsculo nos esconda. —Se le notaba intranquilo, algo raro en él—. Tenemos poco tiempo.

Hugh se apartó de la bitácora de un salto y respondió disgustado:

—¡Guárdese las miserias para usted, señor Gloag! ¡No estoy de humor para oírlas! —escupió. Richard vio que por fin su hermano bajaba la guardia.

Desapareció por la escotilla y Richard oyó el portazo de su cabina.

El piloto en funciones habló hacia la cubierta en general:

—Se acercan chubascos.

Cuando Hugh Bolitho regresó a la cubierta, la oscuridad reinaba ya sobre las revueltas aguas de la bahía Mounts.

Saludó con un gesto a Gloag y a los marinos de guardia en sotavento, y ordenó:

—Digan a Pyke y al cabo artillero que armen los dos botes; quiero que estén listos para echarlos al agua sin retrasos. —Echó un vistazo a la aguja del compás iluminada por un candil—. Llamen a la gente y viren de bordo. Gobiernen con rumbo Este, por favor.

En cuanto la orden alcanzó el entrepuente, los marineros corrieron una vez más hacia sus puestos. Hugh cruzó la cubierta y se colocó junto a Richard, que vigilaba cerca de los timoneles.

—La noche será nítida. Hay brisa fresca, pero no hace falta tomar ningún rizo.

Bolitho apenas le oyó. Su mente imaginaba el avance del cúter como lo vería un pájaro desde los aires.

Conocía bien la costa. Tras haber visto la carta, sabía que el nuevo rumbo iba a conducirles hacia ella. Se acercaban a las aguas peligrosas, plagadas de rocas, donde embarrancó el bergantín holandés y muchos otros buques antes que él.

Según la información de Whiffin, pronto las lentas carretas caerían en una emboscada. Probablemente los forajidos sabían ya que la expedición era una trampa, y eso les debía dar aún más ganas de atacar. Pero aunque no lo supieran tenían las de ganar igualmente, a menos que Dancer y sus hombres recibieran refuerzos.

Alzó la mirada para observar las velas hinchadas como vejigas y el látigo del gallardete que ondeaba en la perilla del mástil.

—Perfecto —avisó su hermano—. Listos para orzar proa al viento.

Cuando, tras la tensión de la maniobra, la calma volvió a la cubierta, y el largo y afilado bauprés del
Avenger
apuntaba ya hacia el Este, el cabo artillero se acercó a la popa. Andaba ladeando su cuerpo para mantener el equilibrio sobre el barco inclinado por el viento.

—Los botes están armados y listos, señor. Y tengo un hombre a punto en el pañol de las armas por si acaso…

Una voz áspera que avisaba desde la oscuridad le interrumpió:

—¡Luz, señor! ¡Por babor!

Varias figuras oscuras se deslizaron por la pendiente de cubierta y alcanzaron la borda, buscando la luz.

—¿Serán los raqueros? —preguntó alguien.

Gloag también la había avistado. Señaló con la mano.

—No, era demasiado fija. ¡Allí está de nuevo! ¿La ven?

Bolitho agarró un anteojo y se esforzó por fijar su lente por encima de la alfombra de espuma de las olas. Dos destellos. Una linterna de señales. ¿Alguien estaba mandando información?

Sintió a su lado la presencia de Hugh. Su hermano plegó el anteojo, que se cerró con un chasquido, y dijo:

—¿Dónde está eso, señor Gloag? ¿Alguna idea?

Ya había recuperado el dominio de sí mismo.

—Cuesta decirlo, señor.

Gloag respiraba profundamente. Cualquier enemistad entre él y su joven comandante quedaba olvidada en momentos así.

—Después de la punta —sugirió Gloag—, creo que más bien hacia el arenal de Prah Sands, señor.

De nuevo centelleó un par de veces la luz, un ojo maléfico enmarcado por la negra sombra de la costa.

—¡Condenados bandidos! —dijo con incredulidad Pyke—. ¡Esta misma noche están descargando un alijo!

Bolitho imaginó el velero desconocido, que navegaba perdido por delante del cúter, y sintió que se le helaba la sangre en las venas. Aunque el
Avenger
navegase sin ninguna luz a la vista podían descubrirles fácilmente. Sus hombres, sin duda, intentarían desviarse para huir, pero también darían la alarma a los de tierra, lo cual adelantaría el ataque contra las carretas. Si eso ocurría la lucha sería sin cuartel.

—Prepárense a reducir el velamen, señor Gloag —ordenó Hugh—. Señor Truscott, cargue las piezas de babor con metralla.

La firmeza de la voz de Hugh paralizó al cabo artillero.

—Trabajen de pieza en pieza y en silencio. No quiero ni un ruido.

Hugh se volvió en busca de un asistente del contramaestre.

—Transmitan la orden. El primer hombre que alerte el enemigo recibirá cien azotes. El que lo aviste, una guinea de oro.

Richard cruzó la cubierta sin casi darse cuenta de que lo hacía.

—¿No pensarás ir tras él?

Su hermano, envuelto en la oscuridad, le plantó cara.

—¿Pues qué te creías? Si lo dejo escapar, perderemos dos presas. ¡Tenemos la posibilidad de terminar con todos esos diablos!

Se apartó, mientras la gente se colocaba en sus puestos junto a brazas y drizas.

—No me queda otra elección.

7
UNA TRAGEDIA

Observando cómo el
Avenger
se abría camino entre las abruptas crestas, Bolitho apenas podía contener su ansiedad. Le parecía que el cúter producía un auténtico escándalo y, aun sabiendo que el fragor del mar sofocaba en menos de cien metros cualquier ruido, no hallaba forma de tranquilizarse. El gorgoteo del agua contra el casco, la tensión del paño de las velas y las vibraciones de cabuyerías y jarcias se sumaban en un concierto in crescendo.

Ya se habían aferrado la gavia y el foque. Aun navegando sólo con la mayor y la vela trinqueta, el
Avenger
abultaba lo bastante como para ser visto por un contrabandista ojo avizor.

Ya había predicho Gloag que la noche sería clara. Ahora, con los ojos ya habituados a la oscuridad, la atmósfera parecía aún más brillante. Sin una nube en el cielo, un millón de estrellas centelleaban y se reflejaban en la espumante agua. Mirando hacia el firmamento, las velas parecían enormes alas temblorosas.

Uno de los hombres, inclinado sobre una pieza de seis libras, alargó el brazo.

—¡Allí, señor! ¡Justo por la amura de sotavento!

Las siluetas desfilaron por la cubierta, figuras de una danza mil veces ensayada. Sonaron los chasquidos de los anteojos; se oían las voces quedas de los comentarios. Algunos hombres especulaban sobre lo visto, otros mostraban su envidia hacia el afortunado que recibiría una guinea de oro.

—Una goleta —dijo Hugh Bolitho—. No lleva luces. Y por cierto, lleva todo el trapo arriba.

Plegó su anteojo de un golpe.

—Buena suerte para nosotros, pues su aparejo debe crujir más que el nuestro. —Se sumió un momento en sus reflexiones y luego ordenó—: Gobierne una cuarta más a barlovento, señor Gloag. No quiero que ese diablo se nos escape. Mientras podamos, mantendremos la posición a barlovento.

Las voces recorrieron la cubierta repartiendo instrucciones. Pronto gemían en los motones los cordajes que modificaban la forma de las velas. La enorme vela mayor tembló y golpeó unos instantes antes de llenarse de nuevo de viento, ya en el nuevo rumbo.

Bolitho, que vigilaba la aguja del compás, oyó la voz ronca del timonel:

—Este y una cuarta Sureste, señor.

—A sus puestos en la batería de babor. —Hugh parecía completamente absorto por la acción—. Abran las portas.

Las portas que protegían los cañones se levantaron y dejaron ver el brillo de la cabalgata de espuma. Con la fuerte escora del
Avenger
, a veces entraba el agua, y casi se sumergían los cañones de seis libras y los amenazadores morteros.

En otro momento Bolitho se hubiese sentido como debían sentirse los hombres que le rodeaban, listos para luchar, el ánimo tenso, tensos ante la proximidad de la batalla. Pero en aquella ocasión sus pensamientos no le abandonaban: los hombres que conducían las carretas, la escolta muy inferior en número a los atacantes, el horror de un ataque por sorpresa.

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