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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

El Guardiamarina Bolitho (30 page)

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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Tanto las carretas como las armas de la escolta se habían desvanecido. Viendo que faltaban hombres entre los cadáveres, Bolitho dedujo que algunos de ellos habían huido en la oscuridad, mientras otros fueron llevados prisioneros con algún horrendo propósito. Y eso ocurría en Cornualles. Su propia tierra. A menos de quince millas de Falmouth. Aunque, en ese litoral tan torturado y salvaje, esas quince millas equivalían a cien.

Por el margen del camino se aproximó una sombra en que Bolitho reconoció a Munford, asistente del contramaestre. El hombre le mostró un sombrero de oficial que tenía en la mano y dijo con dificultad:

—Creo que pertenece al señor Dancer, señor.

Richard Bolitho agarró el sombrero y lo palpó. Estaba frío y empapado.

El grito de un marinero herido, escondido entre los repliegues de roca que coronaban el camino, atrajo a varios hombres.

Bolitho, que iba hacia allí para ver si podía ayudar, se quedó de pronto paralizado. El resplandor de la linterna de Robins, mantenida en alto para iluminar el camino hacia el herido, había de pronto descubierto una piel pálida escondida entre la hierba.

—Un momento, señor —dijo con voz furiosa Robins—, déjeme mirar.

Juntos descendieron por la hierba resbaladiza. El haz de luz se reflejó débilmente para descubrir el cuerpo caído. Era el mismo pelo rubio que Bolitho había entrevisto, aunque desde más cerca se advertía la sangre que lo empapaba.

—No se mueva.

Agarró la linterna y recorrió los pasos que faltaban. Con las dos manos logró dar la vuelta al cuerpo, y de pronto dos ojos fríos parecieron fijarse en él con odio.

Soltó su presa, avergonzado del alivio que sentía. No era Dancer, sino uno de los carabineros, al que varios golpes de sable habían alcanzado en su huida.

La voz de Robins preguntó desde lo alto:

—¿Está bien, señor?

Combatió la náusea que le invadía y asintió:

—Ayúdeme a levantar a este desgraciado.

Horas más tarde, agotados y llenos de desánimo, los marineros se reagruparon en la playa bajo la primera claridad del alba.

Se contaban otros siete supervivientes, algunos hallados entre los heridos y otros, escondidos en la espesura, que salieron de sus escondites al escuchar las voces amigas. Martyn Dancer no se hallaba entre ellos.

—Mientras esté vivo queda la esperanza, señor Bolitho —gruñó ásperamente Gloag al subir al bote.

Bolitho observó el bote que retornaba a la playa. Sentado sobre el banco de popa venía Peploe, el velero del cúter, acompañado de su segundo. Ellos serían los encargados de coser las fundas de lona en que se enterraban los cadáveres.

Pagarían muy cara la acción de aquella noche, pensó Bolitho con desesperación. Se acordó del cuerpo de piel pálida y pelo rubio, y de cómo su pánico se había tornado en esperanza al descubrir que no era el de su amigo.

Ahora, sin embargo, contemplar la sombría línea de la costa y las minúsculas figuras que pisaban la playa traía a su mente una nueva ración de malos presagios.

8
UNA VOZ EN LA OSCURIDAD

Harriet Bolitho penetró en la estancia sin que su traje de terciopelo hiciese ruido al traspasar el umbral. Durante unos momentos se dedicó a contemplar la silueta de su hijo Richard que, ante el fuego, alargaba las manos hacia las llamas. Nancy, la menor de sus hijas, le observaba también sentada sobre una alfombra, con las rodillas dobladas bajo la barbilla, con actitud de esperar a que se decidiese a hablar.

A través de la doble puerta llegaban, amortiguadas, las voces de la sala contigua. Llevaban ya más de una hora de reunión en la vieja biblioteca. Sir Henry Vyvyan, el coronel De Crespigny y, por supuesto, Hugh.

Como era de esperar, las nuevas sobre la emboscada y la captura de un supuesto barco contrabandista llegaron a Falmouth por tierra mucho antes de que el
Avenger
y su presa anclasen en la rada.

Desde el primer momento la dama supuso que ocurriría algo y previo un desastre. Conocía el carácter testarudo de Hugh, reacio a aceptar consejos. Lo peor que le podía ocurrir era ser elegido comandante de un barco, aunque se tratase de uno de pequeño tamaño.

A Hugh le hacía falta un superior de mano dura, como el comandante de Richard.

Irguió los hombros y cruzó la estancia, dirigiéndose hacia él con una sonrisa en los labios. Quien hacía falta en aquellos momentos, más que nunca, era su padre.

Richard alzó hacia ella una mirada que expresaba cansancio y sufrimiento.

—¿Van a estar mucho rato más?

Ella se encogió de hombros.

—El coronel intenta justificar que sus hombres no pudieran acudir al camino. Una orden de última hora les hizo desplazarse hasta Bodmin, pues al parecer debían escoltar un cargamento de oro que viajaba por tierra. El coronel ha ordenado una investigación de alto nivel y ha llamado al juez de paz.

Bolitho se miró las manos. A pesar del fuego, tan cercano, se sentía completamente helado. El avispero que había anunciado su hermano estaba allí mismo, en aquella casa.

Descubrió que, igual que los sorprendidos marinos supervivientes de la emboscada, sentía un fuerte odio por los dragones. Ellos no se habían presentado a reforzar la columna. Pero no había tiempo ahora de pensar en esas cosas, y comprendía el dilema en que se hallaba el coronel. Contra sus estrictas órdenes de proteger un cargamento de oro, valioso e importante, se alzaba un plan fantasioso que pretendía dar caza a una pandilla de contrabandistas. No cabía duda sobre qué era más importante. El oficial entendía, sin duda, que Hugh, conociendo el cambio de planes, debía haber anulado la operación.

—Pero ¿qué van a hacer respecto a lo de Martyn? —preguntó bruscamente.

Ella se acercó a su costado y le acarició el pelo.

—Harán todo lo posible, Richard. Pobre muchacho, yo tampoco dejo de pensar en él.

Se abrieron los batientes que daban a la biblioteca y dejaron paso a los tres caballeros.

Vaya trío tan discordante, pensó Bolitho. Su hermano, de labios apretados, aún vestido con el desgastado uniforme de marino. Vyvyan, enorme y sombrío, con la terrible cicatriz que reforzaba su imagen salvaje. Y junto a ellos el elegante uniforme del coronel, tan atildado como un oficial de la guardia del Rey. Costaba creer que había galopado varias horas sin bajar del caballo.

—Bien, sir Henry —empezó Harriet Bolitho levantando su barbilla—, ¿qué piensan ustedes de todo eso?

Vyvyan se frotó la mejilla.

—Yo, señora, opino que esos forajidos han tomado de rehén, o algo parecido, a ese joven Dancer. Con qué intención, no puedo aventurarlo, aunque la imagino perversa, pero habrá que afrontar la situación.

—De disponer yo de más hombres —empezó De Crespigny— podría haber hecho más, pero… —y dejó la frase en el aire.

Richard Bolitho les observó gravemente. Cada uno de ellos defendía sus propias acciones. Cuando las autoridades recibieran noticia de los hechos, la culpa tenía que recaer en otro, no en ellos. Desplazó la mirada hacia su hermano. No parecía haber duda de quién iba a cargar con la culpa en aquella ocasión.

—Rezaré por él, Dick —susurró a su costado Nancy.

Se volvió hacia ella y sonrió. Sostenía con sus manos el sombrero de Dick, que intentaba secar ante las llamas. Parecía que tuviese un talismán.

—No aceptemos la derrota —continuó Vyvyan—. Hay que ordenar las ideas y coordinarse.

Se oyó el murmullo de voces en el zaguán y, un instante después, la cabeza de la señora Tremayne asomó por la puerta. Tras ella Richard divisó a Pendrith, el guardabosque, agitado e impaciente.

—¿Qué ocurre, Pendrith? —preguntó su madre.

El olor a tierra húmeda que acompañaba a Pendrith inundó el salón. El hombre, tras saludar con los nudillos a los oficiales uniformados e inclinar la cabeza hacia Nancy, dijo con voz ruda:

—Ahí fuera hay uno de los hombres del coronel con un mensaje, señora.

En cuanto el coronel, tras murmurar unas excusas, hubo corrido hacia la puerta, Pendrith añadió:

—Y tengo esto para usted, señor.

Su puño se acercó a Vyvyan, a quien entregó un papel replegado varias veces.

El ojo solitario de Vyvyan recorrió la ruda caligrafía y exclamó:

—«A quien pueda interesar…» ¿Qué se han creído? —El ojo se agitó con más velocidad mientras leía, y finalmente dijo—: Tal como imaginaba, proponen un trato. Tienen prisionero al señor Dancer.

—¿A cambio de quién? —preguntó Bolitho, cuyo corazón latía con dificultad, y a quien costaba respirar.

Vyvyan alargó la misiva hacia la señora Bolitho.

—Quieren que se les entregue el raquero capturado por mis hombres. Lo exigen a cambio de Dancer. Si no se le deja en libertad… —terminó desviando la mirada.

Hugh Bolitho se enfrentó a él.

—Aun en el caso de que tuviésemos permiso para negociar eso… —pero no terminó su frase.

Vyvyan se dio la vuelta y su sombra llenó toda la estancia.

—¿Permiso, dice? ¿De qué habla usted, joven? Nos jugamos la vida de una persona. Si ordenamos ahorcar y encadenar a ese forajido en el cruce de algún camino, tenga por seguro que matarán a Dancer. Puede que lo maten de todas formas, pero confío en que mantendrán su palabra. Una cosa es matar a un agente de impuestos, otra muy distinta a un oficial de Su Majestad.

Hugh Bolitho aguantó su mirada y mostró una expresión resentida.

—Simplemente, cumplía con su misión.

Vyvyan se alejó unos pasos del fuego. Su voz sonaba impaciente y casi exasperada.

—Pongámoslo de otra forma. Sabemos quién es ese desalmado, conocemos su nombre y dónde vive. Le podemos volver a atrapar y esa vez no escapará de la horca. Pero la vida de Dancer tiene valor tanto para esta familia como para su patria. —Aquí, su voz se endureció—: Aparte de que la imagen exterior será mucho mejor.

—No entiendo eso, señor.

Hugh Bolitho, con la palidez del cansancio reflejada en su rostro, no mostraba ninguna debilidad.

—¿No lo entiende? Deje que se lo explique. ¿Cómo verá los hechos un comité de investigación? Ya suena bastante mal la muerte de un guardiamarina, y cuesta justificar las pérdidas de esos marineros y carabineros muertos. Por no hablar de esos mosquetes y municiones que han ido a parar a manos de gente sin ley. Pero ¿quién salió ileso de todos esos desastres? ¡Precisamente los dos oficiales del
Avenger
, ambos de la misma familia!

Por primera vez, Hugh Bolitho mostró una expresión de sorpresa.

—Ésa no es la forma en que ocurrió, señor. De no habernos encontrado con la goleta habríamos podido acudir en su ayuda, aunque no llegasen los dragones.

En ese instante entraba el coronel, quien habló con serenidad:

—Me acaban de informar de que las gentes de la goleta están ya en tierra y bajo vigilancia. Serán transportados a Truro.

Vyvyan le acercó la arrugada misiva y observó su reacción.

—¡Maldita sea! —explotó con ira el coronel—. ¡Ya me imaginaba que eso no acabaría aquí!

—La goleta transportaba monedas de oro en su caja fuerte —insistió testarudo Hugh Bolitho—. Sus gentes son colonos de Norteamérica. Para mí no hay duda de que pensaban usar el oro para comprar mosquetes aquí, en Cornualles. Probablemente iban a trasladarlos a un buque mayor en algún punto de reunión alejado de la costa.

El coronel le observó con frialdad.

—El piloto de la goleta insiste en su inocencia. Asegura que se habían perdido y que usted disparó su artillería sin advertirles antes. Creyó que eran ustedes piratas. —Alzó con cautela su mano—. Ya lo sé, señor Bolitho, es una patraña, pero todo el que quiera creer esta versión la creerá. Usted es quien se ha dejado robar los mosquetes y no ha logrado atrapar a ningún contrabandista. No parece haber ninguna justificación para las muertes de tantos hombres. Por supuesto, corren rumores de una próxima rebelión en la colonia americana, pero de momento no son más que eso, rumores. En cambio, lo que usted ha hecho es muy real.

—Hay que ser comprensivos, coronel —dijo Vyvyan—, recuerde que todos hemos sido jóvenes. Ya le he dicho que deberíamos acceder al intercambio de prisioneros. Al fin y al cabo, en el puerto reposa un barco apresado, muy valioso si los magistrados pueden probar que venía a comprar armas. Y si conseguimos que Dancer vuelva sano y salvo quizá obtendremos más información.

Vyvyan mostró una mueca risueña:

—¿Qué dice usted, coronel?

De Crespigny suspiró:

—No es un asunto para discutirlo entre un terrateniente y un joven oficial. Yo mismo no me atrevería a actuar sin consultar a mis superiores.

Observó a su alrededor, para asegurarse de que el guardabosque no se hallaba cerca, y propuso:

—En cambio, imaginen que el bandido logra escapar. No haría falta mencionarlo en ningún informe. ¿No les parece?

—¡Habla usted como un verdadero soldado! —aprobó Vyvyan con una mueca—. Por supuesto, es una excelente idea. Mis hombres se ocuparán de ello.

Su único ojo se posó en la familia Bolitho.

—Aunque si mi impresión es errónea y los malhechores lastiman al señor Dancer, les aseguro que terminarán arrepintiéndose de ello.

Hugh Bolitho asintió.

—De acuerdo. Acepto el plan, señor. Pero después de eso, no tendré ninguna posibilidad de éxito en mi misión. Mi autoridad se cubrirá de ridículo.

Richard, mirando a su hermano, sintió lástima por él. Pero no había otra salida.

Cuando los demás ya se habían marchado de la casa, Hugh dijo con vehemencia:

—¡Si hubiese podido atrapar siquiera a uno de ellos! ¡Bastaba con eso para terminar para siempre con ese maldito asunto!

Los dos días siguientes se vivieron con ansiedad en la mansión de los Bolitho. Quienes tenían prisionero a Dancer mantenían el silencio, aunque no había ninguna duda de la autenticidad de la misiva. Alguien halló junto a la verja de entrada varios botones dorados arrancados de una casaca de guardiamarina, así como un pañuelo que Bolitho recordaba haber visto alrededor del cuello de su amigo. La advertencia era bastante clara.

La segunda noche, ambos hermanos se hallaban solos ante el fuego del hogar. Ninguno de ellos parecía tener ganas de hablar.

Fue Hugh quien, de pronto, decidió romper el silencio.

—Voy a bajar hasta el
Avenger
. Tú deberías esperar aquí, hasta que se sepa algo. Bueno o malo.

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