El Desfiladero de la Absolucion (63 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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En el mar algo llamó la atención de Mari. Se acercó para examinarlo, saltando con destreza de piedra en piedra. Era un trozo de metal, ennegrecido y retorcido como una golosina de azúcar derretida, con extraños pliegues y arrugas que deslucían su superficie. De él salía humo. La cosa zumbaba y crujía, y una parte articulada parecida a la cola seccionada de una langosta se retorcía de forma horrible. Debía de haber caído hacía poco, quizás en la última hora. Por todo Ararat, dondequiera que hubiese observadores humanos, se oían informes acerca de cosas que caían del cielo. Había demasiados cerca de esta zona para ser accidental. Los esfuerzos se concentraban sobre los núcleos de población. Alguien o algo intentaba llegar hasta ellos y ocasionalmente algunos pequeños fragmentos lo lograban.

La cosa la dejó preocupada. ¿Era alienígena o humana?

¿Era de los humanos aliados o combinados? ¿Alguien seguía haciendo tales distinciones? Mari dejó atrás el objeto y se detuvo en el borde del mar. Se desvistió y se preparó para entrar en él. Tuvo una extraña visión de sí misma desde la perspectiva del mar. Su visión parecía mecerse arriba y abajo con el agua. Era un objeto delgado y desnudo, una estrella de mar pálida y erecta en la orilla. El objeto destrozado lanzó un penacho de humo hacia el cielo.

Se mojó las manos en el agua que había quedado en un charco entre las rocas. Se echó agua en la cara, humedeciéndose el pelo hacia atrás. El agua le escoció en los ojos, que se le enturbiaron con lágrimas. Incluso el agua de los charcos resultaba fétida por los organismos malabaristas. Comenzó a picarle la piel, especialmente en la franja de su rostro que ya había comenzado a mostrar signos de invasión malabarista. Las dos colonias de microorganismos (los del agua y los que estaban soterrados en su cara) se reconocían mutuamente, bullendo de emoción.

Los que hacían el seguimiento de estas cosas consideraban que Mari era un caso secundario. Sus signos de invasión no eran en absoluto los peores que se hubieran visto. Basándose en las estadísticas, aún debía estar a salvo durante otra docena de baños, como mínimo. Pero siempre había excepciones. A veces el mar consumía a algunos nadadores con pocos indicios de invasión. En raras ocasiones, se quedaba con perfectos novatos la primera vez que nadaban.

Ese era el problema con los malabaristas de formas. Eran alienígenas. Eso, la biomasa malabarista era alienígena. No lograban hacerla sucumbir al análisis humano, limitado a causa y efecto. Era tan quijotesca e impredecible como un borracho. Uno podía adivinar cómo se comportaría bajo ciertos parámetros, pero de vez en cuando uno podía equivocarse por completo. Mari lo sabía. Nunca había fingido otra cosa. Sabía que cualquier incursión en el mar conllevaba sus riesgos. Hasta ahora, había tenido suerte.

Pensó en Shizuko, esperando en la sección psiquiátrica una de sus visitas, solo que no esperaba en el sentido habitual de la palabra. Shizuko podía ser consciente de que Mari estaba a punto de llegar y alterar sus actividades en consecuencia. Pero cuando Mari aparecía, Shizuko simplemente la miraba con el distraído y pasajero interés de alguien que advertía una grieta en la pared que no recordaba o la fugaz sugerencia de una forma distinguible en una nube. El cambio de interés decrecía casi tan pronto como Mari lo descubría. A veces Shizuko se reía, pero era una risa idiota, como el sonido de campanitas estúpidas. Entonces volvía a raspar, con los dedos siempre sangrantes bajo las uñas, ignorando los lápices y tizas que le ofrecían como sustitutos. Mari había dejado de visitarla hace unos meses. Una vez hubo reconocido y aceptado que ahora ya no significaba nada para Shizuko, se sintió aliviada. La contrapartida era, sin embargo, un deprimente sentimiento de traición y debilidad.

Entonces se acordó de Vasko. Pensó en sus certezas simples, su convicción de que lo único que se interponía entre los nadadores y el mar era el miedo. Lo odiaba por pensar así. Mari dio un paso y se adentró en el agua. A una docena de metros más adentro, una balsa de materia verde giró a modo de respuesta, detectando que había entrado en su territorio. Mari respiró profundamente. Estaba insoportablemente asustada. El picor en su cara se había convertido en una quemazón que le hizo desear desvanecerse en el agua.

—Estoy aquí —dijo, acercándose a la masa de organismos malabaristas, sumergida hasta los muslos, luego hasta la cintura, y más arriba. Delante de ella, la biomasa adoptó formas con rápida intensidad, la brisa de sus transformaciones sopló en su dirección. Las anatomías alienígenas se barajaban en interminables combinaciones. Era una cabalgata de monstruos. Había demasiada profundidad ya para seguir andando. Se impulsó en el lecho de piedras y comenzó a nadar hacia el espectáculo.

Vasko miró a los demás.

—¿Quaiche? Para mí no tiene ningún significado, como la primera palabra.

—Tampoco significan nada para mí —dijo Escorpio—. Ni siquiera estaba seguro de cómo se escribía la primera palabra. Pero ahora estoy seguro. La segunda palabra es la clave. El significado es inequívoco.

—¿Vas a iluminarnos? —preguntó Liu. Escorpio hizo un gesto hacia Orca Cruz.

—Escorp tiene razón —dijo ella—. Hela no significa nada de forma aislada. Si buscas en las bases de datos que trajimos de Resurgam o Yellowstone, aparecen miles de explicaciones posibles. Igual que si pruebas con distintas formas de escribirlo. Pero si buscas Quaiche y Hela es harina de otro costal. Solo hay una explicación, por muy extraña que parezca.

—Me muero por saberlo —dijo Liu. Junto a él, Vasko asintió, coincidiendo. Antoinette no dijo nada, ni mostraba ningún interés aparente, pero su curiosidad era obviamente igual de intensa.

—Hela es un mundo —dijo Cruz—. No muy grande, es solo una luna de tamaño mediano que órbita alrededor de un gigante gaseoso llamado Haldora. ¿Sigue sin sonaros de nada?

Nadie dijo nada.

—¿Y qué pasa con Quaiche? —preguntó Vasko—. ¿Es otra luna? Cruz negó con la cabeza.

—No, Quaiche es en realidad un hombre, el que le puso los nombres a Hela y Haldora. No existe ninguna entrada para Quaiche o sus planetas en la base de datos de nomenclaturas habitual, pero eso no debería sorprendernos. Hace más de sesenta años que no se ha actualizado mediante el contacto directo con otras naves. Pero desde que estamos en Ararat, hemos captado ocasionalmente las señales dispersas de otros elementos ultras. Bastantes, recientemente, ya que últimamente están usando más transmisiones de largo alcance y amplio espectro que antes y ocasionalmente algunas de esas señales nos llegan por casualidad.

—¿Por qué han cambiado de táctica? —preguntó Vasko.

—Algo les ha asustado —dijo Cruz—. Se han vuelto más nerviosos y reacios a comerciar cara a cara. Algunos ultras deben de haberse topado con algo que no les ha gustado nada y ahora están transmitiendo las noticias al pasarse al comercio de largo alcance de datos en lugar de bienes materiales.

—No hay premio para el que adivine qué los ha asustado —dijo Vasko.

—Sin embargo eso juega en nuestro favor —dijo Cruz—. Puede que no sean comunicaciones acreditadas y la mitad de lo que interceptamos está plagado de errores y virus, pero a lo largo de los años hemos podido mantener más o menos actualizadas nuestras bases de datos. Al menos, más de lo que cabría esperar teniendo en cuenta nuestro aislamiento de elementos externos.

—Entonces, ¿qué sabemos del sistema de Quaiche? —preguntó Vasko.

—No tanto como quisiéramos —dijo Cruz—. No había conflicto con denominaciones previas, lo que significa que el sistema que Quaiche estaba investigando debía de haber sido poco conocido antes de su llegada.

—Así que a lo que Aura se refiere sucedió hace cuánto, ¿cincuenta o sesenta años? —preguntó Vasko.

—Probablemente —dijo Cruz.

Vasko se acarició la barbilla recién afeitada, suave como la madera lijada.

—Entonces no puede significar mucho para nosotros, ¿no?

—A Quaiche le pasó algo —dijo Escorpio—. Las historias varían. Parece ser que estaba trabajando de explorador para los ultras, investigando sobre el terreno los entornos planetarios en los que ellos no se encontraban cómodos. Vio algo, algo relacionado con Haldora. —Escorpio los miró a todos, uno a uno, retando a cualquiera, especialmente a Vasko, a interrumpirle o a hacer algún comentario inoportuno—. Vio que desaparecía. Vio que el planeta simplemente dejaba de existir durante una fracción de segundo. Y a raíz de eso fundó una especie de religión en Hela, la luna de Haldora.

—¿Eso es todo? —preguntó Antoinette—. ¿Ese es el mensaje que Aura ha venido a transmitirnos desde tan lejos?, ¿la localización de un lunático religioso?

—Hay más —dijo Escorpio.

—Sinceramente, espero que así sea —replicó ella.

—Vio cómo sucedía en más de una ocasión, y aparentemente también lo vieron otras personas.

—¿Por qué no me sorprende? —dijo Antoinette.

—Espera —dijo Vasko, levantando la mano—. Quiero oír el resto. Continúa, Escorp.

El cerdo lo miró con una absoluta ausencia de expresividad.

—¿Es que necesito que me des permiso para hablar ahora?

—No es eso lo que quería decir. Yo… —Vasko miró a su alrededor, quizás preguntándose a quién podía pedir apoyo—. Yo solo creo que no debemos descartar tan rápido algo que nos ha dicho Aura, por muy disparatado que parezca.

—Nadie está descartando nada —dijo Escorpio.

—Por favor, dinos lo que sabes —interrumpió Antoinette, percibiendo que la situación estaba a punto de írseles de las manos.

—No pasó mucho durante décadas —continuó Escorpio—. El milagro de Quaiche atrajo a alguna gente a Hela, algunos se adscribieron a la religión y otros se desilusionaron y establecieron negocios de minería. Hay artefactos alienígenas en Hela, casi todo basura inútil, pero exportan lo suficiente como para mantener unos cuantos asentamientos. Los ultras les compran los cacharros y los revenden a coleccionistas de curiosidades. Probablemente alguien saque algo de dinero con eso, pero podréis imaginar que no son precisamente los pobres idiotas que extraen los artefactos de la tierra.

—Hay artefactos alienígenas en un puñado de mundos —dijo Antoinette—. Me imagino que estos acabaron igual que los amarantinos y otra docena de civilizaciones, ¿no?

—Las bases de datos no contienen gran cosa sobre la cultura indígena —dijo Escorpio—. Los que controlan Hela no animan precisamente la curiosidad libre pensante científica. Pero sí, parece que ellos también se toparon con los lobos.

—¿Y se extinguieron? —preguntó ella.

—Eso parece.

—Ayúdame a entenderlo, Escorp —dijo Antoinette—. ¿Qué crees que significa todo esto para Aura?

—No tengo ni idea —contestó el cerdo.

—Quizás quiera que vayamos hasta allí —dijo Vasko.

Todos lo miraron. Su tono de voz había sido razonable, como si simplemente estuviese manifestando lo que el resto daba por sentado. Quizás fuese verdad, pero oír cómo alguien lo decía en voz alta era como una pequeña profanación en el auditorio más sagrado.

—¿Ir allí? —dijo Escorpio, frunciendo el ceño y formando pliegues de carne entre su morro y su frente—. ¿Quieres decir físicamente viajar hasta allí?

—Si llegamos a la conclusión de que Aura nos está sugiriendo que eso nos ayudaría, pues sí —dijo Vasko.

—No podemos simplemente ir a los sitios basándonos en los incoherentes delirios de una mujer enferma —dijo Hallatt, uno de los notables de la colonia proveniente de Resurgam que nunca había confiado en Khouri.

—No está enferma —dijo el Doctor Valensin—. Está agotada y traumatizada, eso es todo.

—He oído que quería que le volviésemos a colocar al bebé dentro —dijo Hallatt, con un gesto de repugnancia, como si fuese lo más inaceptable que nadie hubiera imaginado jamás.

—Es cierto —dijo Escorpio—, y yo se lo he negado. Pero no era una petición disparatada. Es su hija, y la secuestraron antes de que pudiera dar a luz. Bajo esas circunstancias, creo que era una petición muy comprensible.

—Pero aun así se lo negaste —dijo Hallatt.

—No podemos arriesgarnos a perder a Aura, no después del precio que hemos pagado por ella.

—Entonces te han engañado —dijo Hallatt—. El precio era demasiado alto. Hemos perdido a Clavain y lo único que tenemos a cambio es una niña con daño cerebral.

—¿Estás diciendo que Clavain murió en vano? —preguntó Escorpio, con un tono peligrosamente suave.

El silencio se alargó demasiado, como un fallo en una grabación. Antoinette se dio cuenta con terrible claridad de que ella no era la única que no sabía con exactitud lo que había pasado en el iceberg. Hallatt también debía de ignorar los hechos reales, pero su ignorancia era de un tipo infinitamente más temeraria, pisoteando y traspasando sus propias fronteras.

—No sé cómo murió, no me importa y no quiero saberlo; pero si Aura es lo único que hemos conseguido a cambio, no ha merecido la pena. Murió en vano. —Hallatt entrelazó los dedos y apretó los labios mirando a Escorpio—. Puede que no quieras oírlo, pero así son las cosas.

Escorpio lanzó un vistazo a Blood. Se transmitieron algo: un intercambio de imperceptibles gestos demasiado sutiles, demasiado familiares para ellos para ser desentrañados por un extraño. El intercambio solo duró un instante. Antoinette se preguntó si alguien más lo había notado o si simplemente se lo había imaginado. Pero un instante después, Hallatt se miraba algo alojado en su pecho.

Perezosamente, como si se levantase para enderezar un cuadro torcido, Blood se puso en pie. Se acercó hasta Hallatt, pavoneándose de lado a lado con el lento y natural ritmo de un metrónomo.

Hallatt emitía sonidos de ahogamiento. Sus dedos se aferraban con impotencia a la empuñadura del cuchillo de Blood.

—Llévatelo de aquí —ordenó Escorpio.

Blood extrajo el cuchillo del pecho de Hallatt, lo limpió en su muslo y lo volvió a enfundar. Una cantidad de sangre sorprendentemente pequeña salía por la herida. Valensin se movió para levantarse.

—Quédate donde estás —dijo Escorpio.

Blood ya había llamado a un par de ayudantes de la DS. Llegaron al instante, reaccionando a la situación tan solo con un momentáneo sobresalto. Antoinette les dio un sobresaliente por ello. Si ella hubiese entrado en la sala y se hubiera encontrado a alguien desangrándose de una evidente herida de arma blanca, le habría costado mucho no desmayarse, y más aún mantener la calma.

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