—No quieren que cambie el mundo.
—No, no quieren. Les va muy bien tal y como está: circunnavegando Hela, observando Haldora, viviendo de las exportaciones de reliquias scuttlers al resto de los habitantes del espacio. En las altas esferas de la Iglesia las cosas van muy bien así, gracias. No quieren que ningún rumor de Apocalipsis fastidie su chollo.
—Entonces, ¿piensas que alguien destruyó la catedral de los numericistas?
—Como he dicho, no intento probar nada. Por supuesto, podría haber sido un accidente. Nadie dijo que cruzar el desfiladero de la absolución con una catedral fuese un proceder recomendable.
—A pesar de todo eso, Pietr, ¿sigues teniendo fe? —Vio cómo su puño se apretaba más fuerte sobre la barandilla.
—Creo que las desapariciones son un mensaje en tiempos de crisis y no una mera demostración muda del poder divino, como afirman las iglesias: un milagro porque sí. Creo que es algo mucho más significativo, una especie de reloj marcando una cuenta atrás y que el cero final está mucho más cerca de lo que ninguna autoridad quiere que sepamos. Los numericistas lo sabían. ¿Creo que las iglesias son de fiar? En su conjunto, con una o dos excepciones, no. Confío en ellas tanto como puedo mear en el vacío. Pero sigo teniendo mi fe, eso no ha cambiado.
A Rashmika le pareció que sonaba como si dijese la verdad, pero sin una visión clara de su cara, su suposición era tan válida como la de cualquiera.
—Pero hay algo más, ¿verdad? Dijiste que las iglesias no podrían ocultar todas las pruebas de los cambios en las desapariciones.
—Y no pueden. Pero existe una anomalía. —Pietr soltó la barandilla el tiempo suficiente para darle algo a Rashmika. Era un pequeño cilindro de metal con una tapa a rosca—. Deberías ver esto —dijo—. Creo que lo encontrarás muy interesante. Dentro hay un trozo de papel con unas inscripciones. No tienen anotaciones, ya que sería un riesgo en caso de que alguna autoridad reconociese lo que son.
—Vas a tener que darme alguna pista más para empezar.
—En el acantilado de Skull, de donde vengo, había un hombre llamado Saúl Tempier. Yo le conocí. Era un viejo ermitaño que vivía en una cueva de scuttlers abandonada a las afueras de la ciudad. Arreglaba maquinaria de excavación para ganarse la vida. No estaba loco ni era violento, tampoco particularmente antisocial, simplemente no se llevaba bien con el resto de habitantes y procuraba apartarse de ellos la mayor parte del tiempo. Tenía una vena obsesiva y metódica que molestaba ligeramente a cualquiera. No estaba interesado en tener ni mujer, ni amante, ni amigos.
—¿Y no te parece particularmente antisocial?
—Bueno, en realidad no era ni grosero ni poco hospitalario. Siempre iba aseado y que yo sepa no tenía ningún hábito verdaderamente desagradable. Siempre preparaba té en un antiguo samovar si ibas a visitarle. Tenía un viejo laúd neural que tocaba de vez en cuando. Siempre quería saber tu opinión sobre su música. —Rashmika vio el brillo de su sonrisa a través del visor—. En realidad tocaba bastante mal, pero nunca tuve el valor de decírselo.
—¿Cómo lo conociste?
—Mi trabajo consistía en mantener nuestras existencias de maquinaria para las excavaciones. Hacíamos la mayoría de las reparaciones nosotros mismos, pero siempre que llevábamos retraso o no lográbamos que algo funcionase correctamente, alguno de nosotros se lo llevaba a Tempier. Supongo que lo visitaba dos o tres veces al año. Nunca me importó, en realidad. La verdad es que me gustaba ese viejo decrépito, aunque desafinara con el laúd. En todo caso, Tempier se hacía viejo. En una de mis últimas visitas, hace unos once o doce años, me dijo que tenía algo que quería enseñarme. Me sorprendió que confiase tanto en mí.
—No sé por qué te extraña, Pietr —dijo Rashmika—. A mí me pareces una persona en la que resulta fácil confiar.
—¿Es un cumplido?
—No estoy segura.
—Bueno, en ese caso lo tomaré como un cumplido. ¿Por dónde iba?
—Tempier te dijo que tenía algo que quería enseñarte.
—Pues es ese trozo de papel que te acabo de dar, o más bien esa es una copia del original. Resulta que Tempier había estado registrando las desapariciones durante casi toda su vida. Había realizado mucho trabajo de investigación, comparando y contrastando los registros públicos de las principales iglesias, incluso realizando visitas al Camino para inspeccionar archivos que normalmente no eran accesibles. Era un tipo muy diligente y obsesivo, como ya te he dicho, y cuando vi sus notas me di cuenta de que eran, con diferencia, los mejores informes personales sobre las desapariciones que había visto nunca. Sinceramente, dudo que haya una compilación
amateur
mejor en toda Hela. Junto a cada desaparición había una enorme cantidad de datos asociados: notas sobre los testigos, la fiabilidad de los mismos y cualquier otro dato corroborativo. Si había habido alguna erupción volcánica el día anterior, también lo anotaba. Cualquier cosa inusual, sin importar lo irrelevante que pudiera parecer.
—E imagino que descubrió algo, ¿llegó a la misma conclusión que los numericistas?
—No —dijo Pietr—. Más que eso. Tempier conocía muy bien lo que afirmaban los numericistas. Sus datos no contradecían los de ellos en lo más mínimo. De hecho, consideraba obvio que las desapariciones estaban aumentando su frecuencia.
—Entonces, ¿qué descubrió?
—Descubrió que los informes públicos y los oficiales no concuerdan.
Rashmika se llevó una decepción. Esperaba algo más que eso.
—Pues vaya cosa —dijo—. No es ninguna sorpresa que los observadores sean los únicos que vean una desaparición mientras los demás se la pierden, especialmente si sucede cuando hay otras distracciones…
—No lo has entendido bien —dijo Pietr bruscamente. Por primera vez advirtió un tono de irritación en su voz—. No es que las iglesias alegaran que había habido una desaparición que nadie más había visto. Era al revés. Ocho años antes (hace unos veinte años), hubo una desaparición que no entró en los archivos oficiales de las iglesias. ¿Entiendes lo que digo? Hubo una desaparición y fue vista por el público en general como Tempier, pero según las iglesias nunca tuvo lugar.
—Pero eso no tiene sentido, ¿por qué iban las iglesias a negar una desaparición?
—Tempier se preguntaba exactamente lo mismo.
Parecía que su excursión al tejado no había sido en vano, después de todo.
—¿Había algo en esa desaparición que explique por qué no fue admitida en los archivos oficiales? ¿Algo que implicara que no cumplía los criterios habituales?
—¿Cómo qué?
Rashmika se encogió de hombros.
—No sé, ¿fue muy corta, quizás?
—De hecho, si las anotaciones de Tempier son correctas, fue una de las desapariciones más largas jamás registradas. Duró un segundo y un quinto.
—Entonces no lo entiendo. ¿Qué dice Tempier de todo esto?
—Buena pregunta —dijo Pietr—, pero no creo que tenga respuesta. Me temo que Saúl Tempier está muerto. Murió hace siete años.
—Lo siento. Me ha dado la impresión de que te caía bien. Pero como tú mismo has dicho, se estaba haciendo muy mayor.
—Era viejo, pero eso no tuvo nada que ver con su muerte. Lo encontraron muerto, electrocutado mientras arreglaba una máquina.
—Bueno, entonces se estaba volviendo descuidado. —Esperó no sonar demasiado insensible.
—¿Saúl Tempier? No —dijo Pietr—. No tenía ni un pelo de descuidado. Ahí se equivocaron.
Rashmika frunció el ceño.
—¿Quienes?
—Quienesquiera que lo mataran —dijo Pietr.
Ambos guardaron silencio durante un rato. La caravana remontaba el punto más alto del puente, para luego comenzar el largo y suave descenso hacia el otro lado de la falla. El acantilado opuesto iba creciendo en tamaño, conforme los pliegues y costuras de su torturada geología se hacían más patentes. A la izquierda, en la cara sudoeste de la falla, Rashmika observó otra cornisa serpenteante. Parecía haber sido dibujada a lápiz con trazos temblorosos por la pared, como un dubitativo bosquejo del trabajo final. Pero esa era la cornisa definitiva. Pronto estarían allí, en cuanto acabasen la travesía del puente, que habría aguantado, y todo estaría en orden en el mundo, al menos tan bien como cuando iniciaron la travesía.
—¿Es por eso por lo que acabaste aquí? —le preguntó a Pietr—. ¿Para averiguar por qué mataron al viejo?
—Así lo conviertes en otra de tus investigaciones seculares —respondió él.
—Si no es por eso, entonces ¿por qué?
—Quisiera saber por qué mataron a Saúl, pero por encima de eso, quiero saber por qué creen que necesitan mentir sobre la palabra de Dios.
Rashmika ya le había preguntado acerca de sus creencias, pero aún sentía que necesitaba comprobar los límites de su sinceridad. Tenía que tener un punto débil, pensó, un resquicio de duda en el escudo de su fe.
—Entonces, ¿eso crees que son las desapariciones?
—Sí, con total seguridad.
—En ese caso… si el verdadero patrón de las desapariciones es diferente al de los archivos oficiales, entonces crees que están ocultando el verdadero mensaje y que la palabra de Dios no se está transmitiendo a la gente en su forma original.
—Exactamente. —Sonó muy satisfecho con ella, agradecido de que ese gran abismo de comprensión se hubiese superado por fin. Rashmika tenía la sensación de que Pietr se había librado de un gran peso por primera vez en mucho tiempo—. Y mi error ha sido pensar que podía silenciar esas dudas dedicándome por completo a una observación irreflexiva. Pero no funcionó. Te vi, aquí de pie con tu orgullosa independencia y me di cuenta de que tenía que hacer esto yo solo.
—Eso es… muy parecido a lo que yo siento.
—Cuéntame algo sobre tu misión, Rashmika.
Y eso hizo. Le habló de Harbin y cómo pensaba que había sido captado por una de las iglesias. Era más que probable, le dijo, que lo hubieran indoctrinado a la fuerza. No le gustaba pensar en eso, pero su parte racional no podía ignorar esa posibilidad. Le contó cómo el resto de su familia había aceptado la fe de Harbin hace ya tiempo, pero que ella nunca había sido capaz de olvidarse de él tan fácilmente.
—Tenía que intentarlo —dijo—. Tenía que hacer este peregrinaje.
—Creía que tú no eras una peregrina.
—Ha sido un lapsus —dijo, aunque ya no estaba segura de si era cierto.
Ararat, 2675
Las cubiertas superiores de la
Nostalgia por el Infinito
estaban atestadas de evacuados. Antoinette intentaba no pensar en ellos como en ganado, pero tan pronto como alcanzó la pegajosa masa de cuerpos que le bloqueaban el paso, la frustración la inundó. Eran seres humanos, seguía repitiéndose, gente normal atrapada como ella en la marea de eventos que apenas si comprendían. Bajo otras circunstancias igualmente podría haber sido una de ellos, igual de asustada y aturdida. Su padre siempre recalcaba lo fácil que era acabar en el lado equivocado de la valla. No era necesariamente una cuestión de quién fuera más listo o tuviera mayor determinación. No siempre era cuestión de valor, o alguna otra brillante cualidad interior. Simplemente podía ser por el orden alfabético de tu nombre, la composición de tu sangre, o si tenías la suerte de ser la hija de un hombre que poseía una nave.
Se obligó a no abrirse paso a empujones entre la multitud que esperaba ser procesada, intentando avanzar como mejor podía, de forma educada, haciendo contacto visual y pidiendo disculpas, sonriendo y siendo paciente con los que no se apartaban inmediatamente. Pero la turba (no podía evitar pensar en ellos en esos términos a pesar de sus buenas intenciones) era tan grande, tan colectivamente estúpida, que su paciencia solo duró dos cubiertas. Entonces algo dentro de ella saltó y empezó a empujar con todas sus fuerzas, con los dientes apretados, ajena a los insultos y escupitajos a su paso.
Finalmente atravesó la multitud y descendió tres plantas gratamente desiertas usando las escaleras entre cubiertas. Se movía en la penumbra, avanzando de una errática luz a otra, maldiciéndose a sí misma por no traer una linterna. Entonces sus zapatos resbalaron con algo húmedo y pegajoso que se alegraba de no poder ver.
Finalmente encontró un ascensor principal en funcionamiento y accionó el pulsador de llamada. La inclinación de la nave, preocupantemente obvia, era parte del problema para el continuo procesamiento de los refugiados, aunque por ahora las principales funciones de la nave parecían no verse afectadas. Oyó al ascensor rugir hacia ella, haciendo un estrepitoso ruido contra los raíles electromagnéticos. Mientras, comprobó los niveles de neutrinos en su unidad de pulsera. Asumiendo que los monitores planetarios aún fuesen fiables, la nave estaba a tan solo un cinco o seis por ciento del impulso crítico. Una vez superado ese umbral, la nave tendría suficiente energía almacenada para elevarse de la superficie de Ararat y alcanzar la órbita.
Tan solo un cinco o seis por ciento. En ocasiones, el flujo de neutrinos se había elevado en esas proporciones en unos pocos minutos.
—Tómate tu tiempo, John —dijo—. Nadie tiene tanta prisa. El ascensor frenaba su marcha hasta llegar anunciándose presuntuosamente con una serie de ruidos mecánicos. Las puertas se abrieron y dejaron ver un fluido que chorreaba por el hueco. Antoinette dio un paso hacia la vacía cabina del ascensor. ¿Por qué se habría olvidado la linterna? Se lamentó de nuevo. Se estaba volviendo descuidada, dando por sentado que el Capitán la recibiría en su reino como una amiga de la familia:
«Adelante. Ponte cómoda, ¿cómo va todo?
». Pero ¿qué pasaría si esta vez el Capitán no tenía tantas ganas de recibir visita? No funcionaba ninguno de los comandos de voz del ascensor. Con facilidad, Antoinette abrió el panel de acceso, destapando los controles manuales. Sus dedos vacilaron sobre las opciones. Estaban marcadas con una escritura antigua, pero ya estaba acostumbrada a ella. Este ascensor solo la llevaría a medio camino de la guarida habitual del Capitán. Tendría que cambiarse a otro más abajo, lo que significaría atravesar al menos unos cien metros por el interior de la nave, asumiendo que no se hubiese materializado ningún obstáculo por el camino desde su última visita. ¿Sería preferible subir y coger más arriba un ascensor principal diferente que la llevase hasta abajo? Las posibilidades se bifurcaban. Antoinette era plenamente consciente de que en esta ocasión, literalmente, un minuto más o menos podía cambiarlo todo. Pero entonces el ascensor comenzó a moverse sin que hubiera tocado nada.