—Nos hacemos llamar sombras porque eso es lo que somos, igual que tú eres todo sombras para nosotros. Es una constatación de un hecho, no un punto de vista teológico.
—No quiero escuchar ni una palabra más.
Y era verdad: ya había escuchado lo suficiente acerca de sus herejías. Eran mentiras diseñadas para menoscabar su fe. Una y otra vez había intentado purgarlas de su mente sin éxito. Mientras el sarcófago permaneciese junto a él, mientras permaneciese lo que estaba en su interior, nunca podría olvidar todas esas mentiras. En un momento de debilidad, en un lapso de tiempo tan imperdonable como el que hace veinte años los había traído aquí por primera vez, incluso había investigado algunas de sus afirmaciones heréticas. Había hurgado en los archivos de la
Lady Morwenna
, siguiendo sus líneas de investigación.
Las sombras le habían hablado de una teoría. No significaba nada para él, pero cuando buscó en los archivos más profundos informes transportados durante siglos en las deslavazadas y corruptas bases de datos de las naves mercantes de los ultras, encontró algo, ramalazos de sabiduría perdida, pistas provocadoras que hacían volar su imaginación. Pistas de algo llamando teoría de membranas. Era un modelo de universo, una antigua teoría cosmológica que había disfrutado de un breve interludio de popularidad setecientos años atrás. Por lo que Quaiche sabía, la teoría había sido más bien abandonada, pero no desacreditada. Había sido arrinconada cuando aparecieron nuevos y brillantes juguetes.
En aquella época no había una forma fácil de comprobar ninguna de estas teorías rivales, así que debían mantenerse o caer en desuso basándose estrictamente en su mérito estético y en la facilidad con la que se dejaran domar y manipular por los rudimentos de las matemáticas.
La teoría de membranas sugería que el universo del que hablaban los sentidos no era más que una pequeña porción de algo mayor, una lámina en un montón de capas apiladas de realidades adyacentes. Había, pensó Quaiche, algo seductoramente teológico en ese modelo. La idea del paraíso arriba y el infierno abajo, con el substrato mundano de la realidad que percibimos entre ambos. «Sea abajo como en las alturas». Pero la teoría de las membranas no tenía nada que ver con el paraíso y el infierno. Surgió como respuesta a algo llamando teoría de cuerdas y específicamente a un enigma de la teoría de cuerdas conocido como problema de jerarquía.
De nuevo, herejía. Pero no podía evitar seguir investigando más profundamente. La teoría de cuerdas proponía que los bloques de materia fundamentales eran, en la escala concebible más pequeña, simplemente lazos unidimensionales de masa y energía. Como una cuerda de guitarra, los lazos son capaces de vibrar, de oscilar de cierta forma diferenciada, correspondiéndose cada tipo de vibración con una partícula reconocible en la escala clásica. Quarks, electrones, neutrinos, incluso fotones, eran simplemente diferentes modos de vibración de estas cuerdas fundamentales. Incluso la gravedad resultaba ser una manifestación del comportamiento de las cuerdas. Pero la gravedad era también el problema. En la escala clásica (el universo conocido de gente, edificios, naves, y mundos), la gravedad era mucho más débil de lo que la gente pensaba. Sí, mantenía a los planetas en sus órbitas alrededor de las estrellas. Sí, mantenía a las estrellas en sus órbitas alrededor del centro de masa de la galaxia. Pero comparada con las otras fuerzas de la naturaleza, apenas si estaba presente. Cuando la
Lady Morwenna
bajaba sus ganchos electromagnéticos para levantar una pieza de metal de un tractor de reparto, el imán se oponía a toda la fuerza gravitacional de Hela, toda la que el mundo podía reunir. Si la gravedad fuese tan fuerte como las otras fuerzas, la
Lady Morwenna
habría quedado reducida a una tortita de un átomo de espesor, una plancha de metal aplastado sobre la superficie curva y lisa del planeta aplastado. Era precisamente la extrema debilidad de la gravedad en la escala clásica lo que permitía la existencia de la vida.
Pero la teoría de cuerdas pasaba entonces a decir que la gravedad era en realidad muy fuerte si se observaba con detenimiento. En la escala de Planck, el incremento más pequeño posible de medida, la teoría de cuerdas predecía que la gravedad crecía hasta su equivalencia con el resto de fuerzas. De hecho, a esa escala, la realidad se veía de forma diferente en otros aspectos también. Enroscadas como cochinillas había otras siete dimensiones: hiperespacios accesibles únicamente en la escala microscópica de las interacciones cuánticas.
Sin embargo, existía un problema estético con respecto a esta visión. Las otras fuerzas, juntas como una fuerza electrodébil unificada, se manifestaban con una energía característica. Pero la fuerte gravedad de la teoría de cuerdas solo se mostraba con energías diez millones de billones de veces mayores que las de las fuerzas electrodébiles. Tales energías estaban muy lejos del alcance de los procedimientos experimentales. Este era el problema de jerarquía, y se consideraba muy irritante. La teoría de membranas era un intento por resolver este evidente cisma.
La teoría de membranas, por cuanto Quaiche había comprendido, proponía que la gravedad era en realidad tan fuerte como la fuerza electrodébil, incluso en la escala clásica. Pero lo que le sucedía a la gravedad era que se filtraba antes de tener la oportunidad de enseñar las uñas. El resto que quedaba (la gravedad que experimentábamos en el día a día) era únicamente un flaco residuo de algo mucho más fuerte. La mayoría de la fuerza de gravedad se disipaba hacia los lados, hacia las membranas o dimensiones adyacentes. Las partículas que conformaban la mayoría del universo estaban pegadas a un mundo-membrana específico, a una particular capa del laminado de membranas a la que la teoría hacía referencia como volumen. Por eso, la materia ordinaria del universo solo podía ver la membrana en la que existía: no era libre para trasladarse hacia el volumen. Pero los gravitones, las partículas mensajeras de la gravedad, no sufrían tal restricción. Eran libres para desplazarse entre las membranas, navegando por el volumen con total impunidad. La mejor analogía que Quaiche había encontrado eran las palabras impresas en las páginas de un libro, cada una de ellas confinada para toda la eternidad a una página en concreto, sin saber nada de las palabras impresas en la página siguiente, a tan solo una fracción de milímetro de ella. Y ahora se imaginaba a la carcoma, royendo en ángulo recto los textos.
Pero ¿y qué pasa con las sombras? Aquí era donde Quaiche tenía que completar la información por sí mismo. Lo que las sombras parecían estar sugiriendo (el corazón de la herejía) era que ellas eran las mensajeras o algún tipo de forma de comunicación de un mundo membrana adyacente que podría estar completamente desconectado del nuestro, de forma que el único medio de comunicación entre ambos era a través del volumen. Sin embargo, había otra posibilidad. Las dos membranas aparentemente separadas podrían ser partes distanciadas de la misma membrana, que se plegaba sobre sí misma como una horquilla para el pelo. Si ese fuese el caso, y las sombras no se habían pronunciado ni a favor ni en contra, entonces ellas eran las mensajeras no ya de otra realidad, sino simplemente de un rincón alejado de su mismo universo, impensablemente remoto tanto en el espacio como en el tiempo. La luz y la energía de su región del espacio solo podían viajar por su propia membrana y eran incapaces de atravesar los diminutos huecos entre las superficies dobladas. Pero la gravedad atravesaba sin esfuerzo el volumen, llevando un mensaje de una membrana a otra. Las estrellas, galaxias y agrupaciones de galaxias en la membrana de las sombras arrojaban una sombra gravitacional en nuestro propio universo, influyendo en los movimientos de nuestras estrellas y galaxias. De la misma manera, la gravedad ocasionada por la materia en nuestra parte de la membrana se filtraba por el volumen hacia el territorio de las sombras.
Pero las sombras eran muy listas. Habían decidido comunicarse a través del volumen usando la gravedad como medio de señalización. Lo podían haber hecho de mil maneras diferentes, los detalles no importaban. Podían haber manipulado las órbitas de un par de estrellas degeneradas para producir una ondulación de ondas gravitacionales o podían haber aprendido a hacer agujeros negros en miniatura a voluntad. Lo único importante era que fuesen capaces de hacerlo e igualmente importante que alguien fuese capaz de captar la señal en este lado del volumen. Alguien como los scuttlers, por ejemplo.
Quaiche se rió para sí mismo. La repulsiva herejía tenía cierto sentido. Pero ¿qué otra cosa cabría esperar? Donde estaba la obra de Dios, ¿no cabía esperar encontrar también la obra del diablo, insinuándose en los esquemas del Creador, intentando envolver lo milagroso con lo mundano?
—¿Quaiche? —dijo el sarcófago—. ¿Sigues ahí?
—Sigo aquí —dijo—, pero no os estoy escuchando. No creo nada de lo que me decís.
—Si no lo haces, otro lo hará.
Señaló al sarcófago, con su mano huesuda flotando en su visión periférica como un miembro fantasma.
—No dejaré que envenenéis a nadie más con vuestras mentiras.
—A no ser que tengan algo que tú deseas desesperadamente —dijo el sarcófago—. Entonces quizás cambies de opinión.
Le tembló la mano. De pronto sintió frío. Estaba en presencia del mal y sabía más de sus planes de lo que debería. Apretó el control del intercomunicador de su diván.
—Grelier —espetó bruscamente—, Grelier, ven inmediatamente. Necesito sangre nueva.
Hela, 2727
Al día siguiente, Rashmika pudo ver por primera vez el puente. No hubo ninguna fanfarria. Estaba dentro de la caravana, en la plataforma de observación delantera de uno de los dos vehículos de cabecera tras desistir de sus excursiones al tejado después del incidente con el observador de cara de espejo.
Le habían advertido que se encontraban ya muy cerca del borde de la falla, pero durante los largos kilómetros siguientes no había apreciado ningún cambio en la topografía del paisaje. La caravana, que ahora era más larga que nunca al haber recogido a varias secciones más en su recorrido, avanzaba sinuosamente por cañones de paredes de hielo. Ocasionalmente, las máquinas arañaban las paredes entreveradas de azul del cañón, que eran el doble de altas que el vehículo más alto de la procesión, desplazando toneladas de hielo. Siempre era muy peligroso para los peregrinos que iban a pie hacia el ecuador, pero ahora que tenían que atravesar el mismo desfiladero que la caravana, debía de ser terrorífico. No había espacio para que las caravanas los adelantasen, así que tenían que pasarles por encima asegurándose de que no estaban bajo las ruedas, cadenas o patas mecánicas. Si las máquinas no los aplastaban, probablemente lo hiciesen los pedruscos de hielo que caían sobre ellos. Rashmika observaba con una mezcla de horror y compasión cómo los grupos desaparecían de la vista tras el enorme casco de la caravana. No había forma de saber si lograrían llegar al otro lado y dudaba mucho que la caravana se detuviese si había algún accidente.
Llegaron a un punto en el que el cañón giraba suavemente hacia la derecha, obstaculizando la visión del paisaje que les aguardaba durante varios minutos, y luego, de pronto, hubo una horrible y vertiginosa ausencia de paisaje. No se había dado cuenta de lo acostumbrada que estaba a ver peñascos blancos asomando en la distancia. Ahora el suelo descendía y el negro cielo caía mucho más abajo que antes, como una cortina cuyo enmarañado dobladillo se hubiese desplegado hasta su máxima extensión. El cielo mordía la tierra con avidez.
La carretera surgía del cañón y avanzaba por el borde de la cornisa que bordeaba uno de los lados de la falla Ginnungagap. A la izquierda de la carretera, las escarpadas paredes del cañón se elevaban aún más; a la derecha no había nada en absoluto. La carretera era lo suficientemente ancha como para acomodar a la procesión en doble fila de vehículos. La parte externa de la fila derecha nunca estaba a más de dos o tres metros del borde. Rashmika miró hacia atrás a lo largo del variopinto y alargado tren de la caravana, que ahora podía ver en su totalidad como no lo había podido hacer antes, y vio cómo las ruedas, las cadenas de oruga, los rodamientos, los miembros de pistones y los segmentos de caparazones flexibles avanzaban delicadamente junto al borde, arrojando toneladas de hielo al abismo con cada mal desplazamiento o impacto. Por toda la caravana, los jefes de cada vehículo viraban y corregían la ruta desesperadamente, intentando navegar por la delgada línea entre estrellarse con la pared de su izquierda o despeñarse por el precipicio de su derecha. No podían disminuir la marcha porque el único objetivo de este atajo era recuperar el valioso tiempo perdido. Rashmika se preguntaba qué pasaría si alguno de los vehículos se equivocaba y caía por el borde. Había observado las uniones entre las caravanas, pero no tenía ni idea de si eran muy fuertes. ¿Arrastraría esa máquina errante a las demás con ella, o caería galantemente en solitario, dejando que las otras ocupasen su lugar en la procesión? ¿Existiría algún tipo de dantesco protocolo para decidir estas cosas por adelantado?, ¿soltarían las uniones, quizás?
Bueno, ella estaba delante. Si había un lugar seguro, debía de ser el frente, donde los pilotos tenían la mejor vista del terreno. Transcurridos varios minutos sin que ocurriese ninguna calamidad, Rashmika comenzó a relajarse y por primera vez fue capaz de prestarle la atención debida al puente, que les aguardaba en la distancia desde el principio.
La caravana avanzaba hacia el sur, hacia el ecuador, por el flanco oriental de la falla Ginnungagap. El puente estaba aún más al sur. Quizás fuese su imaginación, pero le parecía que podía ver la curvatura del planeta conforme la alta pared de la falla se alejaba en la distancia. La cima era dentada e irregular, pero si en su imaginación alisaba esos detalles, parecían describir un suave arco, como la trayectoria de un satélite. Era muy difícil estimar la distancia a la que se encontraba el puente, o la anchura de la falla en ese punto. Aunque Rashmika recordaba que la falla tenía cuarenta kilómetros de ancho donde el puente la cruzaba, las reglas ordinarias de la perspectiva no podían aplicarse, ya que no había referencias visuales para ayudarla, ni objetos intermedios que ofreciesen una sensación de escala descendente, ni disminución de los detalles o los colores debido a la atmósfera. A pesar de que el puente y la pared más lejana parecían enormes y distantes, que podrían estar lo mismo a tan solo cinco kilómetros, que a cuarenta.