Con el beneficio de un poco más de tiempo, la capa decidió que el evento podía explicarse como una disfunción perpetua. Simplemente era cuestión de revisar las cosas, observando cada componente desde la perspectiva adecuada, pensando desde otro ángulo. Como subpersona eso era exactamente lo que tenía que hacer. Si lo único que hiciera siempre fuera transmitir a ciegas cada anomalía que no supiera explicar inmediatamente, la tripulación podría remplazaría por otra capa lerda. O peor, modernizarla por algo más listo.
Borró el mensaje de la pantalla de la reina e inmediatamente lo sustituyó por los datos que estaba viendo antes. Siguió dándole vueltas al problema hasta que un minuto más tarde otra anomalía llegó a su bandeja de entrada. Esta vez era un claro desequilibrio, una preocupante oscilación del uno por ciento a estribor de la dirección de los combinados. Frente a esta nueva urgencia, decidió poner el asunto del planeta en la recámara. Incluso para las lentas comunicaciones de la nave, un minuto era mucho tiempo. Cada minuto que pasaba sin que el planeta hiciera algo extraño, todo este molesto asunto pasaría inevitablemente a un nivel de prioridad menor. La subpersona no se olvidaría de él, más bien era incapaz de olvidar nada, pero en una hora tendría otras muchas cosas de las que ocuparse.
Bueno, estaba decidido. La forma de tratar este asunto era simular que nunca había sucedido. La reina Jasmina había sido informada de la anomalía solo durante una fracción de segundo y por lo tanto ningún miembro humano de la tripulación de la
Ascensión Gnóstica
, ni Jasmina, ni Grelier, ni Quaiche, ni ninguno de los demás ultras era en absoluto consciente de que durante más de medio segundo el mayor gigante de gas del sistema al que se aproximaban, el sistema con el poco imaginativo nombre de 107 Piscium, había dejado de existir.
La reina Jasmina oyó los pasos del inspector general de Sanidad acercándose hacia ella por la escalerilla metálica que conectaba su sala de mando con el resto de la nave. Como siempre, Grelier parecía no tener prisa. ¿Había puesto a prueba su lealtad al adular a Quaiche? Puede que sí. En ese caso, era hora de que Grelier se sintiera valorado de nuevo.
Un parpadeo de la pantalla de la calavera llamó su atención. Por un momento, una línea de texto reemplazó los resúmenes que estaba revisando; algo acerca de una anomalía del sensor.
La reina Jasmina sacudió la calavera. Siempre había estado convencida de que esa horrible cosa estaba poseída, y además cada vez parecía volverse más senil. Si hubiera sido menos supersticiosa, la habría tirado, pero se rumoreaba que le habían pasado cosas horribles a los que desoían sus consejos. Un golpe educado sonó en la puerta.
—Pasa, Grelier.
La puerta blindada se abrió. Grelier entró en la sala con loa ojos muy abiertos, enseñando la parte blanca mientras se ajustaban a la oscuridad de la habitación. Grelier era delgado, un hombrecito pulcramente vestido coronado por un montón de pelo blanco brillante y apelmazado. Tenía los rasgos aplastados y minimalistas de un boxeador. Lleva una bata blanca limpia de médico y un delantal y sus manos siempre llevaban guantes. Su expresión divertía a Jasmina en todos los casos: siempre parecía estar a punto de romper a llorar o a reír. Era una ilusión: el inspector general tenía poco trato con ambos extremos emocionales.
—¿Mucho trabajo en la fábrica de cuerpos, Grelier?
—Un poquito, señora.
—Creo que se avecina un período de gran demanda. La producción no debe ralentizarse.
—No hay riesgo de que eso pase, señora.
—Mientras lo tengas en cuenta —suspiró—. Bueno, acabadas las formalidades, vayamos al grano.
—Veo que usted ya ha empezado —asintió Grelier.
Mientras esperaba su llegada, la reina había atado su cuerpo al trono con ataduras de cuero en sus tobillos y muslos y una banda ancha sobre su estómago. Su brazo derecho estaba atado al reposabrazos, quedando libre solo el brazo izquierdo. Sujetó la calavera con su mano izquierda, con la cara vuelta hacia ella de forma que podía ver las pantallas que sobresalían de las cuencas de los ojos. Antes de sujetar la calavera había insertado su brazo derecho en una máquina ósea sujeta a un costado de la silla. La máquina (el aliviador) era una jaula de hierro negro equipada con almohadillas de presión con tornillos que ya estaban presionando molestamente contra su piel.
—Hazme daño —dijo la reina Jasmina.
La expresión de Grelier se asimiló momentáneamente a una sonrisa. Se aproximó al trono y examinó la colocación del aliviador. Entonces comenzó a apretar los tornillos del aparato, ajustando cada uno secuencialmente con un cuarto de vuelta cada vez. Las almohadillas de presión empujaron la piel del antebrazo de la reina, que a su vez estaba sujeto con otras almohadillas por debajo.
El cuidado con el que Grelier apretaba los tornillos recordó a la reina a alguien afinando un espantoso instrumento de cuerda. No resultaba agradable. Era de eso de lo que se trataba.
Tras un minuto, aproximadamente, Grelier paró y se situó detrás del trono. La reina lo miró mientras cogía una bovina de tuberías del pequeño botiquín que siempre guardaba allí. Conectó un extremo a una enorme botella llena de algo amarillento y el otro a una jeringa hipodérmica. Tarareaba y silbaba mientras trabajaba. Levantó la botella y la sujetó a un gancho en el respaldo del trono, después introdujo la aguja en el brazo derecho de la reina, enredando un poco hasta encontrar una vena. Luego lo vio regresar frente al trono, de vuelta a la vista del cuerpo.
Esta vez era una hembra, pero no tenía por qué. Aunque los cuerpos se criaban con el material genético de la propia Jasmina, Grelier era capaz de intervenir en un estado primitivo del desarrollo para conducir al cuerpo a distintos estados sexuales. Normalmente eran niño o niña. Pero de vez en cuando, como diversión, creaba extrañas variantes neutras o intermedias. Todos eran estériles, pero solo porque hubiera sido una pérdida de tiempo equiparlos con sistemas reproductores funcionales. Ya era bastante molestia instalarles los implantes neuronales para el acoplamiento de forma que la reina pudiera manejar los cuerpos.
De pronto la reina notó que la agonía se disipaba.
—No quiero anestesia, Grelier.
—El dolor sin pausas intermitentes es como la música sin silencio —dijo Grelier—. Debe confiar en mi criterio en este asunto, como siempre ha hecho.
—Confío en ti, Grelier —dijo entre dientes.
—¿De verdad, señora?
—Sí, sinceramente. Siempre has sido mi favorito. ¿Sabes apreciarlo?
—Tengo un trabajo que hacer, señora. Simplemente lo hago lo mejor que sé. La reina colocó la calavera en su regazo. Con la mano libre acarició la blanca mata de pelo de Grelier.
—Estaría perdida sin ti, y lo sabes. Especialmente ahora.
—Tonterías, señora. Su experiencia amenaza con eclipsar la mía en cualquier momento.
Eran algo más que adulaciones por compromiso. Aunque Grelier había hecho del estudio del dolor el trabajo de su vida, Jasmina se estaba poniendo al día rápidamente. Sabía muchísimo sobre la fisiología del dolor. Sabía sobre nocicepción; sabía diferenciar entre dolor epicrítico y protopático; sabía sobre el bloqueo presináptico y sobre la propagación neoespinal. Sabía diferenciar entre sintetizadores de prostaglandina y sus agonistas GABA.
Pero la reina también conocía el dolor desde un ángulo desde el que Grelier nunca lo haría. Los gustos de él se limitaban a infligirlo. No lo conocía desde dentro, desde el punto de vista privilegiado del receptor. No importa lo preciso que llegara a ser su conocimiento teórico de la materia, la reina siempre le llevaría esa ventaja.
Como la mayoría de la gente de su época, Grelier tan solo podía imaginarse la agonía extrapolándola, multiplicando por mil la insignificante molestia de arrancarse un padrastro. No tenía ni idea.
—Puede que haya aprendido mucho —dijo la reina—, pero tú siempre serás el maestro del arte de la clonación. Antes lo decía en serio, Grelier: creo que se avecina un aumento de la demanda en la fábrica, ¿podrás satisfacerme?
—Dijo que la producción no debe ralentizarse. No es exactamente lo mismo.
—Pero seguro que no estás trabajando a pleno rendimiento ahora mismo…
Grelier ajustó los tornillos.
—Seré franco con usted: no estamos muy lejos de eso. Ahora puedo rechazar unidades que no cumplen nuestros niveles habituales. Pero si la fábrica debe aumentar la producción, los niveles deberán relajarse.
—Has descartado uno hoy, ¿no es así?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Suponía que te tomabas en serio tu compromiso de excelencia —dijo, levantando un dedo—. Y me parece bien. Por eso trabajas para mí. Estoy decepcionada, claro. Sé exactamente qué cuerpo has eliminado. Pero la calidad es la calidad.
—Ese siempre ha sido mi lema.
—Es una pena que no lo sea para todo el mundo en esta nave. Él siguió tarareando y silbando para sí durante un rato y después dijo, con estudiada naturalidad:
—Siempre he pensado que poseía una tripulación soberbia, señora.
—Mi tripulación de base no es el problema.
—Ah, entonces debe referirse a uno de los mandos. Imagino que no seré yo…
—Sabes bien de quién estoy hablando, así que no disimules.
—¿De Quaiche? No, seguro que no es él.
—Venga, no juegues conmigo, Grelier. Sé exactamente lo que piensas de tu rival. ¿Quieres saber lo más irónico de asunto? Los dos sois más parecidos de lo que imagináis. Ambos humanos de base, ambos desterrados de vuestras propias culturas. Tengo grandes esperanzas para los dos, pero por ahora debo despedir a Quaiche.
—Podría darle una última oportunidad, señora. Al fin y al cabo estamos acercándonos a un nuevo sistema.
—Eso es lo que te gustaría, verlo fracasar una última vez para que mi castigo fuera aún más severo.
—Estaba pensando únicamente en el bienestar de la nave.
—Claro, Grelier —sonrió, divirtiéndose con sus mentiras—.
Bueno, en realidad es que aún no he decidido qué hacer con Quaiche. Pero lo que está claro es que él y yo vamos a tener una charla. Me ha llegado información referente a él, cortesía de nuestros socios comerciales.
—¡Mira por dónde! —exclamó Grelier.
—Parece que no fue completamente sincero acerca de su experiencia anterior cuando lo contraté. Es culpa mía: tenía que haber comprobado sus datos con más atención. Pero eso no justifica que haya exagerado sus anteriores éxitos. Creía estar contratando a un negociador experto, a la vez que a un hombre con un conocimiento instintivo el entorno planetario. Un hombre que se encontrara cómodo entre los humanos de base y los ultras, alguien que pudiera negociar un trato a nuestro favor y encontrar un tesoro oculto donde nosotros no veíamos nada.
—Así es Quaiche.
—No, Grelier, así es el personaje que Quaiche quería representar ante nosotros. Una invención. En realidad su currículo es mucho menos impresionante. Con éxitos ocasionales, pero con el mismo número de fracasos. Es un oportunista: un presuntuoso, un aprovechado y un mentiroso. Y además, infectado.
Grelier arqueó una ceja.
—¿Infectado?
—Tiene un virus doctrinal. Comprobamos los más habituales, pero este se nos pasó porque no estaba en nuestra base de datos. Afortunadamente, no es demasiado contagioso; al menos no lo suficiente como para infectarnos a uno de nosotros.
—¿De qué tipo de virus doctrinal estamos hablando?
—Es un cruce primitivo: una mezcla a medio hacer de imaginería religiosa revuelta con tres mil años de antigüedad y sin ninguna base teísta. No le hace creer en algo coherente, simplemente le hace sentirse religioso. Obviamente puede controlarlo la mayor parte del tiempo; pero me preocupa, Grelier. ¿Qué pasa si empeora? No me gusta un hombre cuyos impulsos no puedo predecir.
—Lo despedirá, entonces.
—Todavía no. No hasta que hayamos dejado atrás 107
Piscium y haya tenido una última oportunidad para redimirse.
—¿Qué os hace pensar que encontrará algo ahora?
—No espero que lo haga, pero creo que es más probable que encuentre algo si le proporciono el incentivo adecuado. Puede huir.
—Ya lo había pensado. De hecho, creo que lo tengo todo cubierto en lo que a Quaiche se refiere, lo único que necesito es poner al personaje en cuestión es cierto estado de animación. ¿Podrías encargarte de eso?
—¿Ahora, señora?
—¿Por qué no? Hay que golpear cuando el hierro está caliente, como se suele decir.
—El problema —dijo Grelier—, es que está congelado. Tardará unas seis horas en despertarse, asumiendo que sigamos todos los procedimientos recomendados.
—¿Y si no lo hacemos? —Se preguntaba cuánto tiempo le quedaba a su nuevo cuerpo—. Siendo realistas, ¿cuántas horas podemos quitarle?
—Dos, como mucho, si no quiere correr el riesgo de matarlo. Incluso así puede ser un poquito desagradable.
Jasmina sonrió al inspector general.
—Estoy segura de que lo superará. Ah, y Grelier, otra cosa más…
—¿Sí, señora?
—Tráeme el sarcófago ornamentado.
Nave
Ascensión Gnóstica
, Espacio Interestelar, 2615
Su amante lo ayudó a salir de la arqueta. Quaiche temblaba tumbado en la camilla de resucitación, con ganas de vomitar, mientras Morwenna se encargaba de los múltiples enchufes y cables que se hundían en su magullada piel.
—Quédate tumbado —dijo.
—No me siento bien.
—No me extraña. ¿Qué esperabas, si estos cabrones te han descongelado tan rápido?
Era como si le hubieran dado una patada en la ingle, salvo que le dolía todo el cuerpo. Quiso acurrucarse en un espacio más pequeño que él mismo, plegarse en un diminuto nudo como si fuera una especie de origami. Pensó en vomitar, pero el esfuerzo que requería era demasiado desalentador.
—No tenían que haberse arriesgado —dijo—. Ella sabe que soy demasiado valioso. —Dejó escapar una arcada con un sonido horrible, como un perro que hubiera ladrado demasiado.
—Creo que su paciencia está bajo presión —dijo Morwenna mientras le aplicaba un ungüento médico.
—Ella sabe que me necesita.
—Ya se las ha apañado sin ti antes. Quizás se ha dado cuenta de que se las puede arreglar sin ti de nuevo.
La cara de Quaiche se iluminó: —Quizás haya una emergencia.
—Para ti puede que sí.