—Laurel —dijo en voz baja.
—Estoy aquí, no te preocupes.
Los delicados párpados de Dorothy se estremecieron por el esfuerzo de permanecer abiertos.
—Parecía… —Su respiración era poco profunda—. Parecía inofensivo.
—¿El qué?
Más que caer, las lágrimas habían comenzado a filtrarse por sus ojos. Las profundas arrugas de su rostro se llenaron de luz. Laurel sacó un pañuelo de la caja y lo pasó por las mejillas de su madre, con la ternura con que limpiaría a una niña pequeña atemorizada.
—¿Qué parecía inofensivo, mamá? Dímelo.
—Era una oportunidad, Laurel. Yo tomé… Yo tomé…
—¿Qué tomaste? —¿Una joya, una fotografía,
la vida de Henry Jenkins
?
Dorothy apretó la mano de Laurel con más fuerza y abrió los ojos llorosos tanto como pudo. Había una nueva nota de desesperación en su voz cuando continuó, y decisión, como si hubiera estado esperando mucho tiempo para decir estas cosas y, a pesar del esfuerzo sobrecogedor, iba a decirlas.
—Era una oportunidad, Laurel. No pensé que fuese a hacer daño a nadie, la verdad es que no. Solo quería…, pensé que merecía… lo que era justo. —Al oír la respiración ronca de Dorothy, un escalofrío recorrió la espalda de Laurel. Sus siguientes palabras se extendieron como una tela de araña—: ¿Crees en la justicia, en que si nos roban deberíamos poder tomar algo para nosotros mismos?
—No lo sé, mamá. —A Laurel le dolía ver a su madre, esa mujer anciana y enferma que había expulsado monstruos y disipado lágrimas, consumida por la culpa y el arrepentimiento. Quería desesperadamente reconfortarla; con la misma intensidad, deseaba saber qué había hecho. Dijo con ternura—: Supongo que depende de lo que nos hayan robado y de lo que nos proponemos tomar.
La intensidad de la expresión de su madre se disolvió y sus ojos bañados en lágrimas se dirigieron a la luz de la ventana.
—Todo —dijo—. Sentí que lo había perdido todo.
Esa misma tarde, Laurel se sentó a fumar en medio de la buhardilla de Greenacres. El suelo de madera era suave bajo ella, sólido, y el último sol de la tarde caía por la diminuta ventana de cuatro cristales iluminando como un foco el baúl cerrado de su madre. Laurel dio una lenta calada al cigarrillo. Llevaba sentada allí media hora, a solas con el cenicero, la llave del baúl y su conciencia. Fue muy sencillo encontrarla, guardada donde dijo Rose, al fondo del cajón de la mesilla de su madre. Laurel no tenía más que introducirla en el candado, girar, y lo sabría.
Pero ¿qué es lo que sabría? ¿Más acerca de esa oportunidad que Dorothy había vislumbrado? ¿Qué era lo que había tomado o había hecho?
No era que esperase encontrar una confesión por escrito; nada de eso. Solo que era un lugar importante, casi obvio, donde buscar pistas respecto al misterio de su madre. Sin duda, si ella y Gerry estaban dispuestos a recorrer el país molestando a la gente en busca de información que les ayudase a rellenar los espacios en blanco, sería un descuido evidente no empezar por casa. Y, en realidad, no suponía una mayor invasión de la intimidad de su madre que las indagaciones que ya habían hecho en otros lugares. Abrir el baúl no era peor que hablar con Kitty Barker o perseguir las notas del doctor Rufus o ir a la biblioteca mañana en busca de Vivien Jenkins. Aun así, sentía que era peor.
Laurel observó el candado. Con su madre fuera de casa, Laurel casi logró convencerse de que no era tan importante: al fin y al cabo, mamá había dejado a Rose que le buscase el libro, y ella no tenía favoritos (excepto en lo que se refería a Gerry, pero era una debilidad que todas ellas compartían); por tanto, a mamá no le importaría que Laurel echase un vistazo. Un razonamiento endeble, tal vez, pero era todo lo que tenía. Y una vez que Dorothy volviese a Greenacres todo se echaría a perder. Era del todo imposible, Laurel lo sabía, proseguir la búsqueda mientras su madre estuviera abajo. Era ahora o nunca.
—Lo siento, mamá —dijo Laurel, que apagó el cigarrillo con un gesto decidido—, pero tengo que saberlo.
Se levantó despacio y, al acercarse al borde inclinado de la buhardilla, se sintió gigantesca. Se arrodilló para meter la llave y abrir el candado. Había llegado el momento, lo sintió en lo más hondo; aunque no abriera la tapa, ya había cometido el crimen.
Ya puestos, ¿no sería mejor hacerlo del todo? Laurel se levantó y comenzó a levantar la tapa del viejo baúl; aun así, no miró. Las bisagras de cuero chirriaban por el poco uso y Laurel contuvo el aliento. Era de nuevo una niña que quebrantaba una regla escrita a fuego. Se mareó un poco. Y la tapa se abrió, tanto como era posible. Laurel apartó la mano y las bisagras se tensaron por el peso. Tras respirar hondo para hacer acopio de valor, cruzó el Rubicón y miró.
Había algo encima, un sobre, viejo y un poco amarillento, dirigido a Dorothy Nicolson, en Greenacres. El sello era de color verde oliva y mostraba a una joven Isabel durante su coronación; Laurel sintió un temblor repentino al ver esa imagen de la reina, como si fuera importante aunque no supiese el motivo. No figuraba la dirección del remitente y se mordió el labio cuando abrió el sobre y una tarjeta color crema cayó del interior. Había una palabra escrita en tinta negra: «Gracias». Laurel le dio la vuelta y no vio nada más. Sacudió la tarjeta a un lado y otro, pensativa.
A lo largo de los años muchas personas habrían tenido motivos para dar las gracias a su madre, pero hacerlo así, de forma tan anónima (sin dirección, sin nombre alguno), era, sin duda, extraño; que Dorothy la guardase bajo llave, más extraño todavía. Y eso probaba, pensó Laurel, que su madre sabía muy bien quién la había enviado; más aún, que el motivo por el cual esa persona estaba agradecida era un secreto.
Todo ello era sumamente misterioso (tanto que el corazón de Laurel se aceleró), pero no necesariamente significativo en su búsqueda. (Por otra parte, existía la posibilidad de que fuese la pista crucial, pero Laurel no tenía manera alguna de saberlo, no por ahora; no a menos que le preguntase a su madre directamente, y no tenía intención de hacerlo. De momento). Devolvió la tarjeta al sobre, que deslizó por un lado del baúl, donde cayó junto a una pequeña figurilla de madera; Laurel comprendió con una sonrisa que se trataba del títere Mr. Punch, lo que le recordó las vacaciones en la pensión de la abuela.
Había otro objeto en el baúl tan grande que casi ocupaba todo el espacio. Parecía una manta, pero cuando Laurel lo sacó y lo extendió, vio que era un abrigo de piel ajado que antaño sería blanco. Laurel lo sostuvo por los hombros, al igual que habría mirado una chaqueta en una tienda.
Al otro lado de la buhardilla había un armario con espejo. Solían jugar dentro de ese armario cuando eran niños, al menos Laurel; a los otros les daba miedo, con lo cual era el lugar ideal para esconderse cuando necesitaba la libertad de desaparecer dentro de sus historias inventadas.
Laurel llevó el abrigo hacia el armario y deslizó los brazos dentro de las mangas. Se contempló a sí misma, girando lentamente de un lado a otro. El abrigo caía por debajo de las rodillas, con botones al frente y un cinturón en medio. Por la atención a los detalles, por la línea, era de un corte bello, a pesar de lo que pensaba de los abrigos de pieles. Laurel estaba dispuesta a apostar que alguien había pagado mucho dinero por este abrigo, cuando era nuevo. Se preguntó si fue su madre y, en ese caso, cómo se lo habría podido permitir una joven que trabajaba como doncella.
Al observar su reflejo, la asaltó un recuerdo lejano. No era la primera vez que Laurel se ponía el abrigo. Fue un día de lluvia, cuando era niña. Habían vuelto loca a su madre toda la mañana, subiendo y bajando las escaleras, y Dorothy las desterró a la buhardilla para que jugaran a disfrazarse. Las niñas Nicolson disponían de un enorme vestidor que su madre reponía con viejos sombreros, camisetas y bufandas, cosas curiosas que encontraba por ahí y que la magia infantil podía convertir en algo fascinante.
Mientras sus hermanas se vestían con los favoritos de siempre, Laurel vio una bolsa en un rincón de la buhardilla, de la que salía algo blanco y peludo. Sacó el abrigo y se lo puso al instante. Se situó ante este mismo espejo, a admirarse, sorprendida de lo majestuosa que se veía: como una pérfida pero maravillosa Reina de las Nieves.
Laurel era una niña y, por tanto, no se fijó en los claros de la piel, ni en las manchas oscuras en torno al dobladillo; pero sí reconoció el suntuoso poder inherente a semejante prenda. Pasó unas horas maravillosas ordenando a sus hermanas que entrasen en las jaulas, bajo la amenaza de soltar los lobos contra ellas si no obedecían, a lo que seguía una carcajada maléfica. Cuando su madre las llamó para que bajasen a comer, Laurel estaba tan encariñada con el abrigo y su curioso poder que ni pensó en quitárselo.
La expresión de Dorothy cuando vio a su hija mayor llegar a la cocina fue difícil de interpretar. No se mostró satisfecha, pero tampoco gritó. Fue peor que eso. Su rostro perdió el color y habló con voz temblorosa. «Quítatelo —dijo—. Quítatelo ahora mismo». Como Laurel no reaccionó, su madre se acercó enseguida y comenzó a quitarle el abrigo por los hombros, murmurando acerca del calor que hacía, del abrigo tan largo, de la escalera a la buhardilla, demasiado inclinada para llevar tal cosa. Vaya, tenía suerte de no haber tropezado y haberse matado. Se quedó mirando a Laurel entonces, el abrigo de piel entre los brazos, y su mirada fue casi una acusación, mezcla de angustia y de traición, casi miedo. Durante un momento único y terrible, Laurel pensó que su madre iba a llorar. No lo hizo; mandó a Laurel que se sentase a la mesa y desapareció, llevándose el abrigo consigo.
Laurel no volvió a verlo. Una vez preguntó por él, unos meses más tarde, cuando necesitaba un disfraz para la escuela, pero Dorothy se limitó a decir, sin mirarla a los ojos: «¿Esa cosa vieja? La tiré. No era más que comida para las ratas de la buhardilla».
Pero ahí estaba, oculto en el baúl de su madre, bajo llave durante décadas. Laurel suspiró pensativa y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Uno de ellos tenía un agujero y sus dedos se colaron en la parte de dentro. Tocó algo; parecía la esquina de un trozo de cartón. Laurel lo agarró y lo sacó a través del orificio.
Era un trozo de cartulina blanca, limpio, rectangular, con algo impreso. La tinta estaba descolorida y Laurel tuvo que acercarse al último rayo de sol para descifrar las palabras. Era un billete de tren, comprendió, con un trayecto solo de ida desde Londres hasta la estación más cercana al pueblo de la abuela Nicolson. La fecha que figuraba en el billete era el 23 de mayo de 1941.
Londres, febrero de 1941
Jimmy recorría Londres apresurado, con un brío poco habitual en su caminar. Habían pasado semanas desde que supo de Dolly por última vez (se había negado a recibirlo cuando intentó visitarla en Campden Grove y no había respondido a sus cartas), pero ahora, por fin, esto. Podía sentir la carta en el bolsillo, el mismo donde llevaba el anillo esa noche horrible… Deseó que no fuese un mal augurio. La carta llegó a la oficina del periódico a principios de semana: era una sencilla nota que imploraba verlo en el banco de un parque en Kensington Gardens, cerca de la estatua de Peter Pan. Necesitaba hablar con él acerca de un asunto, un asunto que sería de su agrado.
Había cambiado de opinión y quería casarse con él. Tenía que ser eso. Jimmy trató de ser cauteloso, pues odiaba llegar a conclusiones precipitadas, no cuando había sufrido tanto tras su rechazo, pero no lograba refrenar sus pensamientos (ni, admitió, sus esperanzas). ¿Qué otra cosa podía ser? Un asunto que sería de su agrado: solo se le ocurría una posibilidad. Por Dios, a Jimmy le vendría muy bien una buena noticia.
Habían sido bombardeados diez días antes. Fue un acto inesperado. Últimamente había reinado la calma, lo cual resultaba más inquietante que el peor de los bombardeos (toda esa quietud y paz lograban enervar a la gente), pero el 18 de enero una bomba solitaria cayó sobre el apartamento de Jimmy. Volvía a casa tras pasar la noche trabajando y vio los estragos al girar la esquina. Dios, cómo contuvo el aliento al correr hacia el incendio y las ruinas. No percibía nada salvo su propia voz y su cuerpo, que respiraba y bombeaba sangre, mientras se abría paso a través de los escombros, llamando a su padre a gritos, y se maldijo por no haber encontrado un lugar más seguro, por no haber estado ahí cuando el viejo más lo necesitaba. Cuando Jimmy encontró la jaula aplastada de Finchie, prorrumpió en un insólito ruido animal de dolor y tristeza, un grito del que Jimmy no se sabía capaz. Y a continuación vivió la espantosa experiencia de habitar una de sus fotografías, pero esta vez la casa en ruinas era su casa, los bienes destruidos, sus bienes, el ser querido que se había ido para siempre, su padre, y supo entonces, a pesar de los elogios encendidos de sus editores, que había fracasado miserablemente en su intento de capturar la verdad de estos momentos: el miedo, el pánico y la sorprendente realidad de haberlo perdido todo súbitamente.
Se apartó y cayó de rodillas, como un peso muerto, y vio a la señora Hamblin, la vecina de al lado, que lo saludaba aturdida desde el otro lado de la calle. Se acercó a ella, la tomó entre sus brazos y dejó que sollozara en su hombro, y él también lloró, lágrimas ardientes, de impotencia, ira y dolor. Y entonces ella levantó la cabeza y preguntó: «¿Has visto ya a tu padre?», y Jimmy respondió: «No lo he encontrado», y ella señaló calle abajo. «Se fue con la Cruz Roja, creo. Un médico joven y encantador le ofreció una taza de té, ya sabes cuánto le gusta el té, y él…».
Jimmy no se quedó para oír el resto. Comenzó a correr hacia la iglesia, donde sabía que se encontraba la Cruz Roja. Irrumpió por la puerta principal y vio a su padre casi de inmediato. El anciano estaba sentado a la mesa, una taza de té frente a él y Finchie en el antebrazo. La señora Hamblin lo había llevado al refugio a tiempo, y Jimmy creyó que jamás volvería a sentirse tan agradecido. Le habría regalado el mundo si pudiese, así que era una lástima no poseer nada digno de ser regalado. Había perdido todos sus ahorros en la explosión, junto con todo lo demás. Lo único que le quedaba era la ropa que vestía y la cámara que llevaba consigo. Y gracias a Dios… ¿Qué habría hecho sin ella?
Jimmy se apartó el pelo de los ojos al acercarse. Tenía que dejar de pensar en su padre, en ese alojamiento angosto y temporal. El viejo lo volvía vulnerable y hoy no quería ser débil. No podía permitírselo. Hoy debía mantener el control, la dignidad, quizás incluso mostrarse un poco distante. Quizás era un rasgo de orgullo excesivo, pero quería que Dolly lo viese y supiese que había cometido un error. Esta vez no se había engalanado torpemente con el traje de su padre (imposible), pero había hecho un esfuerzo.