—Su infancia parece idílica.
—Supongo que lo fue.
—Perfecta, incluso.
—Ninguna familia es perfecta. —Laurel tenía la boca seca.
—¿Cree que su infancia la moldeó como actriz?
—Eso creo. A todos nos moldea nuestro pasado. ¿No es eso lo que dicen? Los expertos, los que parecen saberlo todo.
Mitch sonrió y garabateó en el cuaderno que tenía en la rodilla. Su pluma rasgaba la superficie del papel y, al verlo, a Laurel le asaltó un recuerdo. Tenía dieciséis años y estaba sentada en la sala de estar de Greenacres mientras un policía anotaba sus palabras…
—Es la mayor de cinco hermanos: ¿se enzarzaban en batallas para llamar la atención? ¿Tuvo que idear estratagemas para hacerse notar?
Laurel necesitaba un poco de agua. Miró a su alrededor en busca de Claire, quien se había desvanecido.
—No, qué va. Al tener tantas hermanas y un hermano pequeño aprendí a desaparecer en un segundo plano. —Con tal habilidad, que podía escabullirse de un picnic familiar mientras jugaban al escondite.
—Como actriz no se dedica precisamente a desaparecer en un segundo plano.
—Pero el secreto de actuar no reside en llamar la atención o en lucirse, sino en la observación. —Una vez un hombre le había dicho eso a la entrada de artistas. Laurel salía de una obra, aún estremecida por las emociones de la actuación, y él la esperó para decirle cuánto le había gustado. «Tiene un gran talento para la observación —dijo—. Oídos, ojos y corazón, todo al unísono». Esas palabras le resultaron familiares. Sería una cita de alguna obra, pero Laurel no podía recordar cuál.
Mitch ladeó la cabeza.
—¿Es usted una buena observadora?
Qué extraño recordarlo ahora, a ese hombre en la puerta. Esa cita que no lograba ubicar, tan familiar, tan esquiva. Casi la había vuelto loca durante un tiempo. También ahora estaba a punto de lograrlo. Sus pensamientos eran un embrollo. Tenía sed. Ahí estaba Claire, observando en la penumbra, junto a la puerta.
—¿Señora Nicolson?
—¿Sí?
—¿Es usted una buena observadora?
—Oh, sí. —Sí, claro. Escondida en la casa del árbol, en completo silencio. El corazón de Laurel se aceleró. El calor de la habitación, todas esas personas mirándola, las luces…
—Ha dicho antes, señora Nicolson, que su madre era una mujer fuerte. Sobrevivió a la guerra, perdió a su familia en un bombardeo, comenzó de nuevo. ¿Cree que heredó esa fortaleza? ¿Es eso lo que le permitió sobrevivir, e incluso prosperar, en un oficio tan difícil?
La línea siguiente era sencilla; Laurel la había dicho muchas veces antes. Sin embargo, las palabras no salían. Se sentó como un pez aturdido en cuya boca seca las palabras se convertían en serrín. Sus pensamientos se desbordaban —la casa de Campden Grove, la fotografía de Dorothy y Vivien, ambas sonrientes, su vieja madre en la cama de un hospital— y el tiempo se espesó de tal modo que los segundos parecían años. El cámara se enderezó, los asistentes comenzaron a cuchichear, pero Laurel seguía atrapada bajo esas luces deslumbradoras, incapaz de ver más allá del resplandor, y en su lugar veía a su madre, la joven de esa foto que había dejado Londres en el año 1941, huyendo de algo, en busca de una segunda oportunidad.
Sintió un toque en la rodilla. Mitch, con expresión preocupada: ¿necesitaba un descanso?, ¿quería tomar agua?, ¿aire fresco?, ¿le podía ayudar en algo?
Laurel atinó a asentir.
—Agua —dijo—. Un vaso de agua, por favor.
Y Claire apareció a su lado.
—¿Qué pasa?
—Nada, solo que hace un poco de calor aquí.
—Laurel Nicolson, soy tu agente y, más importante, una de tus mejores amigas. No me hagas preguntártelo de nuevo, ¿vale?
—Mi madre —dijo Laurel, mordiéndose un labio que comenzaba a temblar— no está bien.
—Vaya, cariño… —La mujer tomó la mano de Laurel.
—Se está muriendo, Claire.
—Dime qué necesitas.
Laurel dejó que los párpados se cerrasen. Necesitaba respuestas, la verdad, saber con certeza que su familia feliz, su infancia entera, no fueron mentira.
—Tiempo —dijo al cabo—. Necesito tiempo. No queda mucho.
Claire le estrechó la mano.
—Entonces, tómate un tiempo.
—Pero el rodaje…
—No lo pienses más. Ya me ocupo yo de todo.
Mitch llegó con un vaso de agua fresca. Se quedó ahí, nervioso, mientras Laurel bebía.
—¿Todo bien? —dijo Claire a Laurel y, cuando asintió, se giró hacia Mitch—. Una pregunta más y luego, por desgracia, tenemos que irnos. La señora Nicolson tiene otro compromiso.
—Por supuesto. —Mitch tragó saliva—. Espero no haber… Por supuesto, no pretendía ofender…
—No seas tonto, claro que no nos has ofendido. —Claire sonrió con la misma calidez de un invierno ártico—. Vamos a continuar, ¿vale?
Laurel dejó el vaso y se preparó. Tras quitarse ese gran peso de encima, halló la claridad de una decisión firme: durante la Segunda Guerra Mundial, mientras las bombas caían sobre Londres y los esforzados habitantes se las arreglaban como podían y pasaban las noches amontonados en refugios con goteras, se morían de ganas de comer una naranja, maldecían a Hitler y anhelaban el fin de la devastación, al tiempo que unos descubrían un valor que no sabían que tenían y otros experimentaban un miedo que antes ni imaginaban, la madre de Laurel había sido uno de ellos. Había tenido vecinos, y probablemente amigos, había cambiado cupones por huevos y se había emocionado al encontrar un par de medias, y en medio de todo esto su camino se había cruzado con el de Vivien y Henry Jenkins. Una amiga a la que perdería y un hombre al que acabaría matando.
Algo terrible había sucedido entre ellos (era la única explicación de ese hecho aparentemente inexplicable), algo tan horrible que justificase lo que hizo su madre. En el poco tiempo que quedaba, Laurel tenía intención de descubrirlo. Era posible que no le gustase lo que iba a averiguar, pero era un riesgo que estaba dispuesta a asumir. Era un riesgo que necesitaba asumir.
—Última pregunta, señora Nicolson —dijo Mitch—. La semana pasada hablamos acerca de su madre, Dorothy. Dijo usted que era una mujer fuerte. Sobrevivió a la guerra, perdió a su familia en un bombardeo de Coventry, se casó con su padre y comenzó de nuevo. ¿Cree que heredó esa fortaleza? ¿Es eso lo que le permitió sobrevivir, e incluso prosperar, en un oficio tan difícil?
Esta vez Laurel estaba preparada. Dijo su parte a la perfección, sin necesidad del apuntador:
—Mi madre fue una superviviente; todavía es una superviviente. Si he heredado la mitad de su valor, me puedo considerar una mujer muy afortunada.
DOLLY
Londres, diciembre de 1940
Demasiado fuerte, niña tonta. ¡Demasiado fuerte, maldita sea! —La vieja descargó el mango del bastón, que produjo un golpe sordo a su lado—. ¿Necesito recordarte que soy una
dama
y no un caballo de tiro al que hay que herrar?
Dolly sonrió con dulzura y se alejó un poco, fuera del peligro. Había varias cosas de su trabajo que no le gustaban, pero no se lo habría pensado dos veces si le hubieran preguntado qué era lo peor de ser la señorita de compañía de lady Gwendolyn Caldicott: limpiarle las uñas de los pies. Esa tarea semanal parecía sacar lo peor de ambas, pero era un mal necesario, así que Dolly lo llevaba a cabo sin queja. (Al menos, en el momento; más tarde, en la sala de estar, junto a Kitty y las otras, se quejaba con tal lujo de detalles que tenían que rogarle, con lágrimas de tanto reír, que parase).
—Ya está —dijo, guardando la lima en su funda y frotándose los dedos—. Perfecto.
—¡Ejem! —Lady Gwendolyn se enderezó el turbante con una mano, de tal modo que derramó la ceniza de la colilla que sostenía olvidada en la mano. Miró por encima del hombro a lo largo del vasto océano de su cuerpo ataviado con gasas mientras Dolly levantaba esos pulcros piececitos para examinarlos—. Espero que así esté bien —dijo, tras lo cual refunfuñó acerca de los viejos tiempos, cuando una tenía una criada de verdad a su entera disposición.
Dolly adhirió una sonrisa a la cara y fue a buscar los periódicos. Hacía poco más de dos años que había salido de Coventry y el segundo año prometía ser mucho mejor que el primero. Qué ingenua era cuando llegó… Jimmy la ayudó a encontrar una pequeña habitación (en un barrio mejor que el suyo, añadió él con una sonrisa) y un puesto en una tienda de vestidos; al poco tiempo, comenzó la guerra y Jimmy desapareció. «La gente quiere historias del frente —le explicó antes de partir hacia Francia, sentados juntos cerca del lago Serpentine, mientras él jugaba con barquitos de papel y ella fumaba taciturna—. Alguien tiene que contarlas». Para Dolly lo más emocionante o sofisticado de ese primer año fueron los vistazos ocasionales a las mujeres elegantes que pasaban por John Lewis de camino a Bond Street, y las miradas absortas de los otros inquilinos en la pensión de la señora White cuando, acabada la cena, se reunían en el salón y rogaban a Dolly que les contase una vez más cómo su padre le había gritado cuando se fue de casa, cómo le dijo que nunca más mancharía esa puerta. Se sentía interesante e intrépida al describir cómo había cerrado la puerta detrás de sí, cómo se había pasado la bufanda sobre el hombro y se había dirigido a la estación sin mirar atrás, hacia la casa de su familia, ni una sola vez. Pero más tarde, ya en la cama estrecha de su pequeña habitación a oscuras, los recuerdos la estremecían tanto como el frío.
Todo cambió, sin embargo, cuando perdió el puesto de vendedora en John Lewis. (Un estúpido malentendido, en realidad: ¿qué culpa tenía Dolly si algunas personas no apreciaban la sinceridad? Y era indiscutible que las faldas cortas no sientan bien a todo el mundo). Fue el doctor Rufus, el padre de Caitlin, quien acudió al rescate. Al conocer el incidente, mencionó que un conocido buscaba una señorita de compañía para una tía suya.
—Una anciana tremenda —dijo durante un almuerzo en el Savoy. Cada mes, cuando visitaba Londres, invitaba a Dolly a un festín, por lo general cuando su esposa andaba de compras con Caitlin—. Un tanto excéntrica, creo, solitaria. Nunca se recuperó una vez que su hermana se mudó para casarse. ¿Te llevas bien con los ancianos?
—Sí —dijo Dolly, concentrada en su cóctel de champán. Era la primera vez que bebía uno y estaba un poco mareada, si bien de una forma inesperadamente agradable—. Eso creo. ¿Por qué no? —Lo cual fue respuesta más que satisfactoria para el risueño doctor Rufus. Le escribió una recomendación y habló con su amigo; incluso se ofreció a llevarla en coche a la entrevista. El sobrino habría preferido cerrar la casa solariega durante la guerra, explicó el doctor Rufus al acercarse a Kensington, pero su tía lo había impedido. Ese vejestorio obstinado (en verdad había que admirar su espíritu, dijo) se había negado a ir con la familia de un sobrino a la seguridad de una casa de campo, se negó en redondo y amenazó con llamar a su abogado si no la dejaban en paz.
Desde entonces, durante los diez meses que había trabajado para lady Gwendolyn, Dolly había escuchado esa historia muchísimas veces. La anciana, quien se regodeaba evocando las pequeñas ofensas que había sufrido, dijo que esa rata de sobrino trató de llevársela —«en contra de mi voluntad»—, pero insistió en permanecer «en este lugar, donde siempre he sido feliz. Aquí es donde crecimos Henny Penny y yo. Tendrán que sacarme con los pies por delante si quieren que me vaya de aquí. Me atrevo a decir que, incluso en ese caso, sabría cómo atormentar a Peregrine, si tuviese la osadía». A Dolly, por su parte, le emocionaba la postura de lady Gwendolyn, pues, gracias a esa insistencia en quedarse, Dolly vivía ahora dentro de esa maravillosa mansión en Campden Grove.
Y era sin duda maravillosa. La fachada del número 7 era clásica: tres pisos y un sótano, estuco blanco con acabados en negro, separada de la acera por un pequeño jardín; el interior, sin embargo, era sublime. Paredes empapeladas con diseños de William Morris, espléndido mobiliario que soportaba la mugre divina de generaciones, estantes que gruñían bajo el peso exquisito del cristal, la plata y la porcelana. No podía ser mayor el contraste con la pensión de la señora White, en Rillington Place, donde Dolly había entregado más de la mitad de su salario semanal de vendedora a cambio del privilegio de dormir en lo que antes era un armario, impregnado de un olor permanente a picadillo de carne. En cuanto cruzó por primera vez el umbral de la casa de lady Gwendolyn, Dolly supo que haría todo lo posible, que se entregaría por completo, con tal de vivir entre esos muros.
Y lo logró. La única pega fue lady Gwendolyn: el doctor Rufus estaba en lo cierto cuando la calificó de excéntrica; se le olvidó mencionar que había estado marinándose en los amargos jugos del abandono durante casi tres décadas. Los resultados eran un tanto aterradores, y los primeros seis meses Dolly no dudó de que su patrona tenía la tentación de enviarla a B. Cannon & Co. para que la convirtieran en cola de pegar. Ahora la comprendía mejor: lady Gwendolyn podía ser brusca en ocasiones, pero era su forma de ser. Dolly también había descubierto recientemente, con gran satisfacción, que, en cuanto a la señorita de compañía se trataba, esa rudeza enmascaraba un afecto real.
—¿Leemos los titulares de la prensa? —preguntó Dolly en tono jovial, de vuelta al pie de la cama.
—Como quiera. —Lady Gwendolyn se encogió de hombros y dio unos golpecitos con una zarpa húmeda a la otra, sobre la panza—. A mí me da igual una cosa que la otra.
Dolly abrió la última edición de
The Lady
y buscó las páginas de sociedad; se aclaró la garganta, adoptó un tono de reverencia adecuado y comenzó a leer las andanzas de personas cuyas vidas eran como sueños. Era un mundo desconocido para Dolly; ah, había visto casas grandiosas a las afueras de Coventry y en ocasiones su padre hablaba, dándose importancia, acerca de un pedido especial para una de las «mejores familias», pero las historias que contaba lady Gwendolyn (cuando estaba de humor) sobre las aventuras vividas junto a su hermana, Penelope (visitaban el Café Royal, vivieron juntas un tiempo en Bloomsbury, posaron para un escultor enamorado de ambas), no estaban al alcance de las fantasías más alocadas de Dolly, lo cual era mucho decir.
Mientras Dolly leía sobre la actualidad de los mejores y más brillantes, lady Gwendolyn, recostada placenteramente sobre las almohadas de satén, fingía desinterés mientras escuchaba absorta cada palabra. Era siempre lo mismo; tal era su curiosidad que nunca resistía mucho tiempo.