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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (34 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—No tengo ni idea, pero pienso averiguarlo.

—Yo me encargo —dijo Gerry de repente—. Hay gente a la que puedo preguntar.

—¿De verdad?

Gerry asentía con la cabeza, y sus palabras se atropellaron con entusiasmo al decir:

—Vuelve a Suffolk. En cuanto sepa algo, te llamo.

Era más de lo que Laurel se había atrevido a esperar… No, no lo era: era exactamente lo que estaba esperando. Gerry iba a ayudarla; juntos, averiguarían lo que realmente había ocurrido.

—Sabes que quizás descubras algo terrible. —No quería asustarlo, pero tenía que avisarle—. Algo que convertiría en mentira todo lo que creíamos saber acerca de ella.

Gerry sonrió.

—Actriz hasta los tuétanos. ¿No es ahora cuando me dices que las personas no son una ciencia, que los personajes son contradictorios y una nueva variable no refuta todo el teorema?

—Solo te aviso. Prepárate para lo peor, hermanito.

—Siempre estoy preparado —dijo con una sonrisa—, y aún confío en nuestra madre.

Laurel alzó las cejas, deseosa de compartir esa fe. Pero ella había visto lo sucedido ese día en Greenacres, sabía de qué era capaz su madre.

—No es muy científico por tu parte —le reprendió—, no cuando todo señala a la misma conclusión.

Gerry tomó su mano.

—¿Es que el hambre de las galaxias adolescentes no te ha enseñado nada, Lol? —dijo con ternura y Laurel sintió un arrebato de amor protector, pues veía en sus ojos lo mucho que necesitaba creer que todo saldría bien, y ella sabía en lo más hondo que eso no era muy probable—. Nunca descartes la posibilidad de una respuesta que no predicen las teorías actuales.

18

Londres, finales de enero de 1941

A Dolly no le cabía duda de que nunca la habían humillado tanto en toda su vida. Aunque llegase a los cien años, sabía que no olvidaría cómo la habían mirado Henry y Vivien Jenkins cuando se fue, esas expresiones burlonas que distorsionaban sus rostros bellos y espantosos. Casi habían logrado convencer a Dolly de que no era más que la criada de la vecina, de visita con un vestido viejo tomado del vestuario de su señora. Casi. Pero Dolly estaba hecha de buena madera. Como el doctor Rufus le decía siempre: «Eres una entre un millón, Dorothy, de verdad que sí».

En su último almuerzo, dos días después de lo sucedido, él se reclinó en su asiento en el Savoy y la observó tras un puro. «Dime, Dorothy —dijo—, ¿por qué crees que esa mujer, esa tal Vivien Jenkins, fue tan desdeñosa contigo?». Dolly negó con la cabeza, reflexiva, antes de decir lo que pensaba: «Creo que cuando nos vio a los dos juntos, al señor Jenkins y a mí, así, en el salón… —Dolly apartó la vista, un poco avergonzada por las miradas de Henry Jenkins—. Bueno, me había vestido con especial esmero ese día, ¿sabes?, y sospecho que Vivien no lo soportó». Él asintió, admirado, y sus ojos se estrecharon mientras se acariciaba el mentón. «Y ¿cómo te sentiste tú, Dorothy, cuando te despreció de ese modo?». Dolly pensó que iba a ponerse a llorar cuando el doctor Rufus formuló esa pregunta. No obstante, se contuvo; sonrió valerosa, clavándose las uñas en las palmas de la mano, orgullosa de su dominio de sí misma, y dijo: «Me sentí muy avergonzada, doctor Rufus, y muy, muy dolida. Creo que nunca me habían tratado tan vilmente, y menos aún alguien a quien solía considerar mi amiga. De verdad, me sentí…».

—¡Para! ¡Para ahora mismo! —En la soleada habitación del número 7 de Campden Grove, Dolly se sobresaltó cuando lady Gwendolyn soltó una pequeña patada y gritó—: Me vas a arrancar el dedo si no tienes cuidado, niña tonta.

Dolly observó con contrición el pequeño triángulo blanco donde tenía que encontrarse la uña del dedo meñique de la anciana. Había sido por estar pensando en Vivien. Dolly había empleado la lima más rápido y más fuerte de lo aconsejable.

—Lo lamento muchísimo, lady Gwendolyn —dijo—. Voy a tener más cuidado…

—Ya he tenido bastante. Tráeme mis golosinas, Dorothy. He pasado una noche nauseabunda. Malditas recetas… ¡Morcillo de ternera con lombarda guisada para cenar! No me extraña que diese vueltas y más vueltas y soñase cosas horrendas.

Dolly obedeció y esperó con paciencia mientras la anciana husmeaba en la bolsa en busca del caramelo de menta más grande.

La vergüenza no tardó en convertirse en humillación y escarnio para dar paso a la ira. Vaya, Vivien y Henry Jenkins casi la llamaron ladrona y mentirosa cuando solo pretendía devolver el precioso collar de Vivien. Era una ironía casi insoportable que Vivien (la que se escabullía a espaldas de su marido y mentía a todos los que se preocupaban por ella, rogando a los demás que no revelasen sus secretos) condenase así a Dolly, que siempre salía en su defensa cuando las otras hablaban mal de ella.

Bueno… (Dolly, el ceño fruncido, decidida, guardó la lima de uñas y limpió el tocador), eso se había acabado. Dolly tenía un plan. No había hablado con lady Gwendolyn, aún no, pero cuando la anciana supiese lo que había sucedido (que su joven amiga había sido traicionada, igual que ella), Dolly estaba segura de que recibiría su bendición. Iban a dar una gran fiesta cuando la guerra terminase, una gran mascarada con trajes, faroles y tragafuegos. Acudirían las personas más fabulosas, publicarían fotografías en
The Lady
y se hablaría de ello en los años venideros. Dolly podía ver a los invitados que llegaban a Campden Grove, vestidos de punta en blanco, desfilando ante el número 25, donde Vivien Jenkins miraría desde la ventana, excluida.

Mientras tanto, hacía lo posible para rehuirlos. A ciertas personas, sabía ahora Dolly, habría sido mejor no haberlas conocido. Evitar a Henry Jenkins no era difícil (Dolly apenas lo veía en el mejor de los casos) y logró mantenerse alejada de Vivien al retirarse del SVM. En realidad, había supuesto un alivio: de golpe se había librado de la señora Waddingham y podía dedicar más tiempo a mantener feliz a lady Gwendolyn. Menos mal, habida cuenta de los eventos. La otra mañana, a una hora en que normalmente habría estado trabajando en la cantina, Dolly masajeaba las piernas doloridas de lady Gwendolyn cuando sonó el timbre. La anciana giró la muñeca hacia la ventana y dijo a Dolly que echara un vistazo para ver quién había venido a molestarlas esta vez.

Al principio a Dolly le preocupó que se tratase de Jimmy (había venido ya unas cuantas veces, gracias a Dios cuando no había nadie más en casa, por lo que había evitado una escena), pero no era él. Al mirar por la ventana, cuyo cristal cruzaba la cinta contra las explosiones, Dolly vio a Vivien Jenkins, que miraba por encima del hombro, como si fuese indigno de ella llamar al número 7 y la avergonzase incluso encontrarse ante su puerta. La piel de Dolly se acaloró, pues supo al instante por qué había venido Vivien. Era justo el tipo de crueldad mezquina que Dolly esperaba de ella: iba a informar a lady Gwendolyn de los hábitos de ladronzuela de su «criada». Dolly podía imaginarse a Vivien, sentada elegantemente en el polvoriento sillón de cretona, junto a la cabecera de la anciana, las piernas cruzadas, inclinada hacia delante con aire de conspiradora, para lamentar la calidad del servicio. «Qué difícil es encontrar a alguien en quien se pueda confiar, ¿no es así, lady Gwendolyn? Vaya, nosotros también hemos sufrido contratiempos últimamente…».

Mientras Dolly observaba a Vivien, que aún lanzaba miradas a sus espaldas, de pie ante el umbral, la gran dama ladró desde la cama:

—Bueno, Dorothy, no voy a vivir para siempre. ¿Quién es?

Dolly contuvo los nervios y señaló, con un tono tan despreocupado como le fue posible, que era solo una mujer de aspecto antipático que recogía ropa para la caridad. Cuando lady Gwendolyn dio un resoplido y dijo: «¡Que no entre! No va a poner sus dedos mugrientos en mi vestidor», Dolly obedeció con gusto.

Pum
. Dolly se sobresaltó. Sin darse cuenta, se había acercado a la ventana y contemplaba distraída el número 25.
Pum, pum
. Se dio la vuelta para ver a lady Gwendolyn con la mirada clavada en ella. Las mejillas de la anciana estaban hinchadas para dar cabida al caramelo enorme y golpeaba el suelo con el bastón para llamar la atención.

—¿Sí, lady Gwendolyn?

La anciana se pasó los brazos alrededor del cuerpo y fingió tiritar, helada.

—¿Tiene un poco de frío?

Asintió una vez, dos veces.

Dolly disimuló un suspiro con una sonrisa condescendiente (acababa de retirar las mantas porque se quejaba del calor) y se dirigió a la cabecera.

—Vamos a ver si podemos ponernos cómodas, ¿vale?

Lady Gwendolyn cerró los ojos y Dolly comenzó a extender las mantas, pero era más fácil decirlo que hacerlo. La vieja mujer se retorcía con el bastón, de modo que la cama era una maraña, y la manta estaba atrapada bajo su otra pierna. Dolly fue a toda prisa al otro lado de la cama y tiró con todas sus fuerzas para soltarla.

Más tarde, al recordar la escena, culparía al polvo de lo que sucedería a continuación. En ese momento, sin embargo, estaba demasiado ocupada empujando y dando tirones para notarlo. Por fin, la manta quedó libre y Dolly la sacudió, tras lo cual la subió hasta arriba para cubrir la barbilla de la mujer. Mientras recogía el dobladillo, Dolly estornudó con un ímpetu inusualmente llamativo. ¡Aaa-chúúúús!

La sacudida estremeció a lady Gwendolyn, que abrió los ojos de par en par.

Dolly pidió disculpas, frotándose la nariz, cosquilleante. Parpadeó para aclararse la vista y, entre brumas, vio que la gran dama agitaba los brazos; sus manos aleteaban como un par de pajarillos atemorizados.

—¿Lady Gwendolyn? —dijo, acercándose. La cara de la anciana estaba roja como una remolacha—. Lady Gwendolyn, querida, ¿qué ocurre?

De la garganta de lady Gwendolyn surgió un ruido áspero y la piel se oscureció como una berenjena. Se señalaba la garganta con aspavientos desmedidos. Algo le impedía hablar…

El caramelo de menta, comprendió Dolly con angustia; se había atravesado en la garganta de la anciana como un tapón. Dolly no supo qué hacer. Estaba desesperada. Sin pensar, metió los dedos en la boca de lady Gwendolyn, en un intento de extraer el dulce.

No lo consiguió.

Dolly sufrió un ataque de pánico. Tal vez si le diese unas palmaditas en la espalda o le apretase la tripa…

Intentó ambas cosas, el corazón desbocado, los latidos retumbando en los oídos. Trató de levantar a lady Gwendolyn, pero era tan pesada, el camisón de seda tan resbaladizo…

—Todo va bien —se oyó decir Dolly a sí misma mientras forcejeaba para no soltarla—. Todo va a salir bien.

Lo dijo una y otra vez, apretando con todas sus fuerzas, mientras lady Gwendolyn bregaba y se retorcía en sus brazos.

—Todo va bien, todo va a salir bien, todo va bien.

Hasta que al fin Dolly se quedó sin aliento y dejó de hablar, momento en el que reparó en que la anciana se había vuelto más pesada, que ya no agonizaba ni boqueaba en busca de aire, que reinaba una calma muy poco natural.

Todo quedó en silencio en el majestuoso dormitorio, salvo por la respiración de Dolly y el inquietante chirrido de la cama que salió de debajo de su señora muerta, y dejó que el cuerpo aún cálido se sumiese en su postura habitual.

Cuando llegó el médico, se situó al borde de la cama y decretó que se trataba de «un caso claro de extinción natural». Miró a Dolly, quien sostenía la fría mano de lady Gwendolyn y se limpiaba los ojos con un pañuelo, y añadió:

—Siempre había padecido de una debilidad del corazón. Tuvo escarlatina de niña.

Dolly contempló la cara de lady Gwendolyn, más severa aún tras la muerte, y asintió. No había mencionado ni el caramelo ni el estornudo; no le pareció necesario. Las cosas no cambiarían, ya no, y habría parecido una necia balbuceando sobre caramelos y polvo. De todos modos, el dulce ya se había disuelto antes de que el médico se abriese camino entre los escombros de los últimos bombardeos.

—Vamos, vamos, chiquilla —dijo el doctor, que dio unas palmaditas en la mano de Dolly—. Sé que le tenía cariño. Y ella a usted, debo decir. —Y se caló el sombrero, cogió el maletín y dijo que dejaría el nombre de la funeraria preferida de la familia Caldicott en la mesa de abajo.

La lectura del testamento de lady Gwendolyn tuvo lugar en la biblioteca del número 7 de Campden Grove el 29 de enero de 1941. En sentido estricto, no había necesidad alguna de una lectura pública; el señor Pemberly habría preferido una discreta carta a los herederos (el abogado sufría de un terrible miedo escénico), pero lady Gwendolyn, con su instinto para el drama, había insistido. No sorprendió a Dolly, quien, como una de los beneficiarios, recibió la invitación de asistir a la lectura. El odio de la anciana contra su único sobrino no era ningún secreto, y qué mejor manera de castigarlo desde la tumba que despojarlo de la herencia y obligarlo a asistir a la humillación pública de ver el legado en manos de otra persona.

Dolly se vistió con esmero, tal como habría querido lady Gwendolyn, deseosa de interpretar el papel de digna heredera, pero sin aparente esfuerzo.

Estaba nerviosa mientras esperaba a que el señor Pemberly comenzase. El pobre hombre tartamudeaba y balbuceaba durante los artículos preliminares, la marca de nacimiento más roja que nunca al recordar a los presentes (Dolly y lord Wolsey) que los deseos de su cliente, ratificados por él mismo, abogado titulado e imparcial, eran definitivos e inapelables. El sobrino de lady Gwendolyn era un bulldog enorme y Dolly deseó que estuviese escuchando con atención esas pomposas advertencias. Por lo que se imaginaba, no iba a estar demasiado feliz cuando cayese en la cuenta de lo que había hecho su tía.

Dolly tenía razón. Lord Peregrine Wolsey estaba a punto de sufrir una apoplejía cuando se terminó de leer el testamento. En el mejor de los casos, era un caballero impaciente y, mucho antes de que el señor Pemberly acabase el preámbulo, ya le salía humo de las orejas. Dolly lo oía rezongar y resoplar ante cada frase que no empezaba: «A mi sobrino, Peregrine Wolsey, lego…». Al final, sin embargo, el abogado respiró hondo, sacó un pañuelo para secarse la frente y pasó a administrar la generosidad de su cliente.

—«Yo, Gwendolyn Caldicott, que por el presente revoco todos los testamentos previos por mí realizados, lego a la esposa de mi sobrino, Peregrine Wolsey, la mayor parte de mi vestuario, y a mi sobrino, el contenido del vestidor de mi difunto padre».

—¿Qué? —rugió tan de repente que escupió el puro—. ¿Qué diablos significa esto?

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