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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (36 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Dolly dio un grito ahogado y se incorporó como un resorte. Era tan simple que podría haberse reído. Y se rio. Todo este tiempo mortificada por la injusticia, deseando poder arreglarlo todo, y siempre había tenido la oportunidad perfecta justo delante de las narices.

19

Greenacres, 2011

Dice que quiere volver a casa.

Laurel se frotó los ojos con una mano y tanteó la mesilla con la otra. Por fin encontró las gafas.

—¿Quiere qué?

La voz de Rose recorrió la línea de nuevo, más despacio esta vez y con una paciencia excesiva, como si hablase con alguien que aún estuviese aprendiendo a hablar inglés.

—Me lo dijo esta mañana. Quiere volver a casa. A Greenacres. —Otra pausa—. En vez de seguir en el hospital.

—Ah. —Laurel pasó las gafas por debajo del teléfono y echó un vistazo por la ventana. Dios, cuánta luz—. Quiere volver a casa. ¿Y el médico? ¿Qué dice?

—Voy a hablar con él cuando acabe las visitas, pero… Oh, Lol —bajó la voz—, la enfermera me ha dicho que cree que ya le ha llegado la hora.

Sola en la habitación de su niñez, observando cómo la luz de la mañana se extendía por el papel descolorido de las paredes, Laurel suspiró. La hora. No era necesario preguntar a qué se refería la enfermera.

—Entonces…

—Sí.

—Tiene que volver a casa.

—Sí.

—Y la cuidamos aquí. —No hubo respuesta y Laurel dijo—: ¿Rose?

—Estoy aquí. ¿Lo dices de verdad, Lol? ¿Te vas a quedar?, ¿tú también vas a estar ahí?

Laurel habló mientras intentaba encenderse un cigarrillo:

—Claro que lo digo de verdad.

—Estás rara. ¿Estás… llorando, Lol?

Sacudió la cerilla y se quitó el cigarrillo de los labios.

—No, no estoy llorando. —Otra pausa y Laurel casi oyó a su hermana retorcer, preocupada, las cuentas del collar. Dijo, más amable esta vez—: Rose, estoy bien. Va a salir bien. Lo vamos a hacer juntas, ya verás.

Rose emitió un pequeño ruido apagado, quizás para asentir, quizás para mostrar sus dudas, y cambió de tema:

—¿Volviste bien anoche?

—Sí. Un poco más tarde de lo que esperaba. —De hecho, eran ya las tres de la madrugada cuando volvió a casa. Había ido con Gerry a su habitación después de la cena y pasó gran parte de la noche formulando conjeturas acerca de su madre y Henry Jenkins. Decidieron que, mientras Gerry buscaba al doctor Rufus, Laurel investigaría a la evasiva Vivien. Al fin y al cabo, era la piedra angular entre su madre y Henry Jenkins, y quizás la razón por la cual él emprendió la búsqueda de Dorothy Nicolson en 1961.

Entonces, tuvo la impresión de que era una misión factible; ahora, sin embargo, a la luz del día, Laurel no estaba tan segura. El plan poseía la endeble consistencia de un sueño. Se miró la muñeca y se preguntó vagamente dónde habría dejado el reloj.

—¿Qué hora es, Rosie? Qué luz tan indiscreta.

—Son las diez pasadas.

¿Las diez? Oh, Dios. Se había quedado dormida.

—Rosie, voy a colgar, pero voy directa al hospital. ¿Vas a estar ahí?

—Hasta el mediodía, que voy a la guardería a recoger a la pequeña de Sadie.

—Vale. Te veo ahora… Vamos juntas a hablar con el médico.

Rose estaba con el médico cuando Laurel llegó. En la recepción una enfermera dijo a Laurel que la esperaban y le indicó la dirección de la cafetería. Rose habría estado buscándola con la mirada, pues la saludó con la mano incluso antes de que Laurel entrase. Laurel se abrió paso entre las mesas y, al acercarse, vio que Rose había estado llorando, y no poco. Había pañuelos de papel arrugados por toda la mesa y tenía manchas negras bajo los ojos húmedos. Laurel se sentó junto a ella y saludó al doctor.

—Le decía a su hermana —afirmó, precisamente en el tono profesional y atento que Laurel habría utilizado para interpretar a una doctora que debía dar noticias malas e inevitables— que, en mi opinión, hemos agotado todos los posibles tratamientos. No les sorprenderá, creo, si les digo que ahora lo importante es controlar el dolor y mantenerla tan cómoda como sea posible.

Laurel asintió.

—Mi hermana me ha dicho que nuestra madre quiere volver a casa, doctor Cotter. ¿Es eso posible?

—No nos parece un problema. —Sonrió—. Naturalmente, si desease quedarse en el hospital, nos gustaría complacer ese deseo… De hecho, la mayoría de nuestros pacientes permanecen con nosotros hasta el final…

El final. La mano de Rose buscó la de Laurel bajo la mesa.

—Pero si están dispuestas a cuidar de ella en casa…

—Lo estamos —dijo Rose en el acto—. Claro que sí.

—… En ese caso, creo que ahora es probablemente el mejor momento para hablar de la vuelta a casa.

Los dedos de Laurel le cosquillearon por la falta de un cigarrillo. Dijo:

—A nuestra madre no le queda mucho. —Más que una pregunta, era una afirmación, parte del proceso de asimilación de Laurel, pero el médico respondió de todos modos.

—Me he llevado sorpresas antes —dijo—, pero, para responder a su pregunta, no, no le queda mucho tiempo.

—Londres —dijo Rose, mientras caminaban juntas por el pasillo del hospital hacia la habitación de su madre. Habían pasado quince minutos desde que se despidieron del doctor, pero Rose aún empuñaba un pañuelo húmedo—. Una reunión de trabajo, ¿es eso?

—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Ya te lo he dicho, Rose, estoy de vacaciones.

—Ojalá no hablaras así, Lol. Me pones nerviosa cuando dices esas cosas. —Rose levantó una mano para saludar a una enfermera que pasaba.

—¿Qué cosas?

—Tú, de vacaciones. —Rose se detuvo y se estremeció; su pelo, lanoso y encrespado, tembló con ella. Llevaba una túnica vaquera con un broche en forma de huevo frito—. No es natural, no es normal. Ya sabes que no me gustan los cambios… Me preocupan.

Laurel no pudo contener la risa.

—No hay nada de qué preocuparse, Rosie. Solo voy a Euston a mirar un libro.

—¿Un libro?

—Para una investigación que estoy haciendo.

—¡Ja! —Rose comenzó a caminar de nuevo—. ¡Una investigación! Sabía que no habías dejado de trabajar del todo. Oh, Lol, qué alivio —dijo, pasándose la mano por la cara manchada de lágrimas—. Tengo que decirlo, me siento mucho mejor.

—Muy bien —dijo Laurel, sonriendo—, me alegra haber servido de ayuda.

Fue idea de Gerry iniciar las pesquisas en la Biblioteca Británica. Sus indagaciones nocturnas en Google solo habían proporcionado páginas del rugby galés y otros callejones sin salida en remotos y curiosos rincones de la red, pero la biblioteca, insistió Gerry, no les defraudaría. «Tres millones de artículos nuevos al año, Lol —dijo mientras rellenaba el formulario—. Eso son nueve kilómetros de estanterías; seguro que tienen algo». Se entusiasmó al describir el servicio en línea —«Te envían por correo copias de lo que encuentres»—, pero Laurel pensó (perversamente, aseguró Gerry con una sonrisa) que era más fácil ir en persona. La perversidad no tenía nada que ver: Laurel había actuado en series policiacas y sabía que a veces no quedaba más remedio que patear la ciudad para buscar pistas. ¿Y si la información que hallaba conducía a otras pistas? Mucho mejor encontrarse in situ que tener que hacer otro pedido electrónico y esperar; mucho mejor hacer que esperar.

Llegaron a la puerta de Dorothy y Rose la abrió. Su madre estaba dormida en la cama, aparentemente más delgada y débil que la mañana anterior, y a Laurel le impresionó que su deterioro fuera cada vez más rápido. Las hermanas se sentaron juntas un rato, observando el dulce movimiento del pecho de Dorothy, y Rose sacó un paño del bolso y comenzó a limpiar las fotografías enmarcadas.

—Supongo que deberíamos meterlas en una caja —dijo en voz baja—. Para llevarlas a casa.

Laurel asintió.

—Son muy importantes para ella estas fotos. Siempre lo han sido, ¿a que sí?

Laurel asintió de nuevo, pero no dijo nada. Al mencionar las fotografías sus pensamientos volvieron al retrato de Dorothy y Vivien en Londres durante la guerra. Databa de mayo de 1941, el mismo mes en que su madre empezó a trabajar en la pensión de la abuela Nicolson y Vivien Jenkins murió en un ataque aéreo. ¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó. ¿Y quién la hizo? ¿Era el fotógrafo alguien a quien las dos conocían? ¿Henry Jenkins, quizás? ¿O el novio de mamá, Jimmy? Laurel frunció el ceño. La mayor parte del enigma aún estaba fuera de su alcance.

La puerta se abrió en ese momento y los sonidos del mundo exterior irrumpieron tras la enfermera de su madre: gente que reía, timbres estridentes, llamadas de teléfono. Laurel miró a la enfermera, que se movía eficazmente por la habitación, comprobando el pulso de Dorothy, la temperatura, anotando cosas en el historial que colgaba de la cama. Sonrió amablemente a Laurel y a Rose cuando terminó y les dijo que iba a guardar el almuerzo de su madre por si acaso se despertaba con hambre. Laurel le dio las gracias y la enfermera se marchó, cerrando la puerta detrás de sí. La habitación se sumió de nuevo en la quietud y el silencio de una sala de espera. Pero ¿a qué esperaban? No era de extrañar que Dorothy quisiese volver a casa.

—¿Rose? —dijo Laurel de repente, observando cómo su hermana limpiaba los marcos de las fotografías.

—¿Hum?

—Cuando te pidió que le buscases ese libro, el de la fotografía, ¿se te hizo raro mirar dentro de su baúl? —O, para ser más precisos, ¿había algo ahí dentro que pudiese ayudar a Laurel a resolver el misterio? Se preguntó si habría alguna manera de indagar sin poner a Rose sobre aviso.

—En realidad, no. No lo pensé mucho, para serte sincera. Fui tan rápido como pude, por miedo a que subiera detrás de mí las escaleras si tardaba demasiado. Por fortuna, fue razonable y permaneció en la cama. —Rose se quedó sin aliento.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Rose suspiró aliviada, apartándose el pelo de la frente.

—No, nada —dijo, con un gesto de la mano—. Es que no podía recordar qué había hecho con la llave. Ella estaba un poco insufrible; se alteró mucho cuando vio que había encontrado el libro. Estaba contenta, creo (eso supongo, al menos fue ella quien pidió el libro), pero también estaba insolente, bastante irascible; ya sabes cómo se pone.

—Pero ¿al final lo recordaste?

—Ah, sí, claro… La volví a dejar en la mesilla. —Movió la cabeza y sonrió sin malicia—. De verdad, a veces me pregunto dónde tengo la cabeza.

Laurel le devolvió la sonrisa. Su querida e inocente Rose.

—Lo siento, Lol… ¿Me ibas a preguntar algo… sobre el baúl?

—Oh, no, no era nada. Era hablar por hablar.

Rose miró al reloj y anunció que tendría que irse a buscar a su nieta a la guardería.

—Vuelvo esta noche y creo que Iris viene mañana por la mañana. Entre las tres deberíamos tener todo preparado para llevárnosla el sábado… ¿Sabes? Casi me hace ilusión. —Pero en ese momento su gesto se ensombreció—. Imagino que es terrible sentir eso, dadas las circunstancias.

—No creo que haya reglas al respecto, Rosie.

—No, supongo que tienes razón. —Rose se agachó para besar a Laurel en la mejilla y se fue, dejando tras ella el rastro de su aroma de lavanda.

Con Rose en la habitación, otro cuerpo en movimiento, era distinto. Sin ella, Laurel fue incluso más consciente de lo apagada e inmóvil que se había quedado su madre. Su teléfono señaló la llegada de un mensaje y lo miró de inmediato, agradecida por estar en contacto con el mundo exterior de nuevo. Se trataba de un correo electrónico de la Biblioteca Británica, que confirmaba que el libro que había solicitado estaría disponible a la mañana siguiente y le recordaba que llevase su identificación para obtener un pase de lectora. Laurel lo leyó dos veces y guardó el teléfono a regañadientes en el bolso. El mensaje le había ofrecido un bienvenido momento de distracción; ahora estaba de vuelta al principio, en la quietud aletargada de una habitación de hospital.

No lo aguantaba más. El doctor había dicho que su madre probablemente dormiría toda la tarde debido a los sedantes, pero Laurel sacó el álbum de fotos de todos modos. Se sentó cerca de la cabecera y comenzó por el principio, por esa fotografía tomada cuando Dorothy era una mujer joven que trabajaba para la abuela Nicolson en una pensión junto al mar. Hizo un recorrido a lo largo de los años narrando la historia de la familia, escuchando el reconfortante sonido de su propia voz, con la vaga idea de que hablar así, en un tono normal, de alguna forma preservaría la vida dentro de la habitación.

Al fin, llegó a una fotografía de Gerry durante su segundo cumpleaños. Era temprano, mientras preparaban el picnic juntos en la cocina, antes de salir al arroyo. La adolescente Laurel (qué flequillo) tenía a Gerry apoyado en la cadera y Rose le hacía cosquillas en la barriguita, para hacerle reír y gorjear; el dedo de Iris aparecía en la fotografía señalando algo (enfadada, sin duda), y mamá estaba al fondo, con la mano en la cabeza contemplando el contenido de la cesta. En la mesa (el corazón de Laurel casi se detuvo, no lo había notado antes) se encontraba el cuchillo. Junto al jarrón de dalias. «No lo olvides, mamá —pensó Laurel—. Lleva el cuchillo y no tendrás que volver a casa. No ocurrirá nada. Yo bajaré de la casa del árbol antes de que el hombre recorra el camino y nadie sabrá que vino ese día».

Pero era una lógica infantil. ¿Quién podría asegurar que Henry Jenkins no habría vuelto si la casa se hubiese encontrado vacía? Y quizás su siguiente visita habría sido peor. Quizás hubiese muerto la persona equivocada.

Laurel cerró el álbum. Había perdido las ganas de narrar el pasado. Entonces alisó la sábana y dijo:

—Anoche fui a ver a Gerry, mamá.

De la nada, como si fuese un sonido traído por el viento:

—Gerry…

Laurel miró los labios de su madre. Aún estaban entreabiertos. Los ojos, cerrados.

—Eso es —dijo, ansiosamente—, Gerry. Fui a verlo a Cambridge. Está muy bien, siempre tan inteligente. Está haciendo un mapa del cielo, ¿lo sabías? ¿Alguna vez pensaste que ese pequeño nuestro haría cosas tan increíbles? Dice que están pensando en enviarlo a investigar durante algún tiempo a Estados Unidos, lo que sería una oportunidad magnífica.

—Oportunidad… —Mamá exhaló la palabra. Tenía los labios secos. Laurel buscó la taza de agua y llevó con delicadeza la pajita a su boca.

Su madre bebió trabajosamente, solo un poco. Abrió los ojos levemente.

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