Dolly parpadeó.
—Conmigo. —Jimmy sonrió, pasándose un mechón por detrás de la oreja—. Vamos a vencerla juntos al casarnos, ahorrar y mudarnos a la costa o al campo, lo que prefieras, como siempre hemos soñado; vamos a vencerla siendo felices para siempre. —La besó en la punta de la nariz—. ¿Verdad?
Pasó un momento y Doll asintió despacio, un poco vacilante, pensó Jimmy.
—¿Verdad, Doll?
Esta vez ella sonrió. Si bien de forma sutil y la sonrisa desapareció con la misma celeridad con que había aparecido. Suspiró y posó la mejilla en la mano.
—No quiero ser desagradecida, Jimmy. Ojalá pudiésemos hacerlo antes, desaparecer ya mismo y comenzar de nuevo. A veces pienso que es la única manera para que me ponga mejor.
—No tardará mucho, Doll. Trabajo todo el tiempo, tomo fotografías cada día y mi editor es optimista acerca de mi futuro. Creo que si…
Dolly dio un grito ahogado y lo agarró de la muñeca. Jimmy se detuvo en seco.
—Fotografías —dijo Doll, con la respiración entrecortada—. Oh, Jimmy, me has dado una idea, un modo de tenerlo todo y ahora mismo (la costa y todo lo demás), y podemos dar una lección a Vivien al mismo tiempo. —Tenía los ojos resplandecientes—. Eso es lo que quieres, ¿no? Irnos juntos, iniciar una nueva vida.
—Ya sabes que sí, pero el dinero, Doll, yo no tengo…
—No me estás escuchando. ¿Es que no ves que eso es exactamente lo que digo, que sé cómo conseguir el dinero?
Tenía los ojos clavados en él, resplandecientes, casi ardientes, y aunque no le había contado el resto de la idea, algo dentro de él comenzó a hundirse. Jimmy se negó a permitirlo. No iba a consentir que nada echase a perder este día feliz.
—¿Recuerdas —preguntó, sacando uno de los cigarrillos de Jimmy del paquete— que una vez me dijiste que harías cualquier cosa por mí?
Jimmy observó cómo encendía la cerilla. Recordaba haberlo dicho; recordaba haberlo dicho muy en serio. Pero ese brillo en los ojos de Doll, mientras los dedos no atinaban con la caja de cerillas, lo llenó de aprensión. No sabía qué iba a decir a continuación, pero sospechaba que no quería oírlo.
Dolly dio una calada al cigarrillo y dejó escapar una densa columna de humo.
—Vivien Jenkins es una mujer muy rica, Jimmy. También es una mentirosa y una adúltera que se empeñó en hacerme daño, en volver a mis seres queridos en mi contra y robarme la herencia que me prometió lady Gwendolyn. Pero la conozco, y sé que tiene una debilidad.
—¿Sí?
—Un marido apasionado a quien destrozaría el corazón descubrir que ella le es infiel.
Jimmy asintió como si fuese una máquina programada para responder.
—Sé —prosiguió Dolly— que suena extraño, Jimmy, pero escúchame. ¿Y si alguien se hiciese con una fotografía que mostrase a Vivien y a ese hombre juntos?
—¿Qué pasaría? —Su voz era inexpresiva, no parecía suya.
Dolly lo miró y una sonrisa nerviosa se dibujó en sus labios.
—Sospecho que pagaría un montón de dinero para quedarse la foto. Lo bastante para que dos jóvenes enamorados que merecen un poco de suerte se puedan escapar juntos.
Se le ocurrió a Jimmy entonces, mientras se esforzaba por comprender lo que le estaba diciendo, que todo esto formaba parte de uno de los juegos de Dolly. Que en cualquier momento iba a abandonar el personaje, se moriría de la risa y diría: «¡Jimmy, es una broma, por supuesto! Pero ¿qué piensas que soy?».
Pero no lo hizo. En vez de eso, cogió su mano y la besó con ternura.
—Dinero, Jimmy —susurró, llevando la mano de él a su mejilla caliente—. Es lo que solías decir. Bastante dinero para casarnos y comenzar de nuevo, y vivir felices para siempre… ¿Acaso no es eso lo que siempre has deseado?
Lo era, por supuesto, Dolly lo sabía bien.
—Se lo merece, Jimmy. Tú mismo lo has dicho: se merece pagar por lo que ha hecho. —Dolly dio una calada al cigarrillo y habló rodeada de humo con un ritmo febril—: Ella fue quien me convenció para que rompiese contigo, ¿lo sabías? Me indispuso en tu contra, Jimmy. Me hizo pensar que no deberíamos estar juntos. ¿Es que no lo ves, todo el daño que nos ha hecho?
Jimmy no sabía qué sentir. Despreciaba lo que estaba proponiendo. Se despreció a sí mismo por no decírselo. Se oyó decir:
—Supongo que quieres que sea yo el que tome la fotografía, ¿verdad?
Dolly le sonrió.
—Oh, no, Jimmy, qué va. Eso conlleva demasiados riesgos, y habría que esperar a sorprenderlos en el acto. Mi idea es mucho más sencilla, es un juego de niños en comparación.
—Bueno —dijo Jimmy, mirando fijamente la banda de metal que cruzaba la mesa—. ¿De qué se trata, Doll? Dime.
—Yo voy a sacar la fotografía. —Tiró de un botón de Jimmy, juguetona, y el botón se quedó entre sus dedos—. Y tú vas a salir en ella.
Londres, 2011
No había tráfico en la autopista y, antes de las once, Laurel conducía por Euston Road en busca de un lugar donde aparcar. Lo encontró junto a la estación, donde dejó el Mini verde. Perfecto: la Biblioteca Británica estaba a un paso, y había vislumbrado la marquesina azul y negra de un Caffè Nero a la vuelta de la esquina. Toda la mañana sin cafeína y su cerebro amenazaba con derretirse.
Veinte minutos más tarde, una Laurel mucho más concentrada avanzaba por el vestíbulo gris y blanco de la biblioteca hacia la Oficina de Registro del Lector. Una joven, con una tarjeta de identificación que decía «Bonny», no pareció reconocerla y, viendo su reflejo al entrar por la puerta de cristal, Laurel lo interpretó como un cumplido. Tras haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, entre una maraña de conjeturas acerca de lo que su madre habría tomado de Vivien Jenkins, se despertó tarde y apenas dispuso de diez minutos para ir de la cama al coche. Su velocidad fue encomiable, pero era consciente de que no salía en su mejor estado. Intentó arreglarse un poco el pelo y cuando Bonny dijo: «¿Puedo ayudarla en algo?», Laurel respondió: «Querida, eso espero». Sacó el trozo de papel en el que Gerry había escrito su número de lectora.
—Creo que me espera un libro en la sala de lectura de Humanidades.
—Vamos a comprobarlo, ¿vale? —dijo Bonny, que escribió algo en el teclado—. Voy a necesitar un carné de identidad con su dirección actual para completar el registro.
Laurel se lo entregó y Bonny sonrió.
—Laurel Nicolson. Como la actriz.
—Sí —concedió Laurel—. Ni más ni menos.
Bonny le entregó un pase y señaló hacia una escalera de caracol.
—Tiene que ir a la segunda planta. Vaya al escritorio, el libro debería estar ahí.
Así lo hizo. Aunque lo que encontró fue un caballero de lo más solícito, ataviado con un chaleco de punto rojo y una poblada barba blanca. Laurel explicó lo que estaba buscando, le mostró la hoja que le habían dado en la recepción y enseguida el hombre se dirigió a los estantes detrás de él y dejó sobre el mostrador un fino tomo encuadernado en cuero negro. Laurel leyó el título entre dientes y experimentó un escalofrío expectante:
Henry Jenkins: La vida, el amor y la pérdida de un escritor
.
Encontró un asiento en un rincón y se sentó, abrió el libro e inhaló el glorioso aroma polvoriento del papel, lleno de posibilidades. No era un libro demasiado largo. Lo había publicado una editorial que Laurel no conocía y el diseño era muy poco profesional: la tipografía y su tamaño, los márgenes inexistentes y las fotografías escasas y de mala calidad; en gran medida, también parecía que los extractos de las novelas de Henry Jenkins servían de relleno. Pero era un punto de partida, y Laurel estaba impaciente por comenzar. Echó un vistazo al índice y su corazón latió con fuerza cuando vio un capítulo titulado «Vida de casado», que había despertado su interés en el listado de internet.
Pero Laurel no se dirigió directamente a la página noventa y siete. Últimamente, cada vez que cerraba los ojos, aparecía la oscura silueta del hombre de sombrero negro, grabada en su retina, recorriendo el camino iluminado por el sol. Tamborileó con los dedos en la página del índice. Aquí estaba su oportunidad de conocerlo mejor, de añadir color y detalles a esa silueta que le ponía los pelos de punta, tal vez incluso descubrir el motivo de lo que hizo su madre ese día. Laurel había tenido miedo antes, cuando buscó a Henry Jenkins en la red, pero esto, este librito más bien insignificante, no le imponía el mismo respeto. La información que contenía se había publicado hacía mucho tiempo (en 1963, según vio en la página de créditos), lo cual significaba, debido a un desgaste natural, que probablemente quedaban muy pocos ejemplares, la mayoría perdidos en rincones oscuros y poco frecuentados. Este ejemplar en concreto había permanecido oculto durante décadas entre miles y miles de libros olvidados; si Laurel encontraba algo en su interior que no le gustase, simplemente lo cerraría y lo devolvería a su lugar. Y nunca más hablaría de él. Vaciló, pero solo un instante, antes de hacer acopio de valor. Con un hormigueo en los dedos, se dirigió rápidamente al prólogo. Tras respirar hondo, para contener una emoción súbita y extraña, comenzó a leer acerca de ese desconocido del camino.
Cuando Henry Ronald Jenkins tenía seis años de edad, vio a un hombre recibir una paliza a manos de policías que casi le costó la vida, en una calle de Yorkshire, su aldea. El hombre, según se cuchicheaba entre los aldeanos, vivía cerca, en Denaby, un «infierno en la tierra» ubicado en el valle de los Riscos, la que muchos consideraban «la peor aldea de Inglaterra». Fue un incidente que el joven Jenkins no olvidaría jamás, y en su primera novela
, A merced de los diamantes negros,
publicada en 1928, dio vida a uno de los personajes más memorables de la literatura británica de entreguerras: un hombre de sinceridad y dignidad inquietantes, cuyo sufrimiento generó una enorme empatía tanto entre el público como en la crítica
.
En el capítulo inicial de
Diamantes negros,
la policía, equipada con botas con punteras de acero, se lanza contra el desafortunado protagonista, Walter Harrison, un hombre analfabeto pero trabajador cuyas frustraciones personales le han llevado a promover el cambio social, lo cual, en última instancia, es la causa de su muerte prematura. Jenkins habló del evento real y la profunda influencia en su obra —«y en mi alma»— durante una entrevista radiofónica con la BBC en 1935: «Ese día comprendí, al ver a un hombre reducido a la nada por agentes uniformados, que en nuestra sociedad existen los débiles y los poderosos, y que la bondad no interviene al decidir a qué grupo pertenecemos». Era un tema que apareció en muchas obras posteriores de Henry Jenkins
. Diamantes negros
fue declarada una obra maestra y, debido a las entusiastas críticas iniciales, se convirtió en un éxito editorial. Sus primeras obras, en particular, recibieron elogios por su verosimilitud y por los retratos inquebrantables de la vida de la clase obrera, que incluía descripciones implacables de la pobreza y la violencia física
.
El propio Jenkins creció en una familia de clase obrera. Su padre era un supervisor de bajo nivel en las minas Fitzwilliams; era un hombre severo que bebía en exceso («pero solo los sábados») y que trataba a su familia «como a los subordinados en las minas». Jenkins fue el único de los seis hermanos que salió de la aldea y rebasó las expectativas sociales. Acerca de sus padres, Jenkins dijo: «Mi madre fue una mujer bella, pero vanidosa también, y decepcionada por su suerte; carecía de una idea realista respecto a cómo mejorar su situación, y su frustración la convirtió en una persona amargada. Acosaba a mi padre, a quien importunaba sin cesar por lo primero que se le ocurría; él era un hombre de gran fuerza física, pero demasiado débil en otros sentidos para estar casado con una mujer como ella. La nuestra no era una familia feliz». Cuando el entrevistador de la BBC le preguntó si la vida de sus padres le había proporcionado material para sus novelas, Jenkins se rio y dijo: «Más que eso: me dieron un ejemplo perfecto de un mundo del cual quería huir fuese como fuese»
.
Y logró huir. A pesar de esos orígenes humildes, Jenkins, gracias a su precoz inteligencia y tenacidad, consiguió salir de las minas y conquistar el mundo literario. Cuando
The Times
le preguntó acerca de ese ascenso meteórico, Jenkins reconoció el mérito de un maestro de escuela, Herbert Taylor, por alentar su capacidad intelectual y animarle a presentarse a los exámenes para lograr becas en las mejores escuelas privadas. A los diez años de edad, Jenkins obtuvo una plaza en el pequeño pero prestigioso colegio Nordstrom, en Oxfordshire. Dejó la casa familiar en 1911, para subir solo a bordo de un tren hacia el sur desconocido. Henry Jenkins jamás volvería a Yorkshire
.
Si bien ciertos antiguos alumnos de colegios privados, en especial aquellos cuyo origen social era distinto del resto, hablan de una horrible experiencia escolar, Jenkins nunca se explayó sobre el tema y se limitó a decir: «Ser admitido en un colegio como Nordstrom cambió mi vida en el mejor de los sentidos». Su maestro, Jonathan Carlyon, dijo de Jenkins: «Era increíblemente trabajador. Aprobó los exámenes finales con notas brillantes y fue a la Universidad de Oxford al año siguiente, la primera universidad que había escogido». Aun reconociendo la inteligencia de Jenkins, Allen Hennessy, compañero en Oxford y también escritor, habló en tono jocoso de otros talentos a los que recurría: «Nunca he conocido a un hombre con tanto carisma como Jenkins —afirmó—. Si te gustaba una chica, enseguida aprendías que lo mejor era no presentársela a Harry Jenkins. Solo tenía que clavar en ella una de sus famosas miradas y tus posibilidades se desvanecían». Lo cual no quiere decir que Jenkins abusase de sus «poderes»: «Era guapo y encantador, disfrutaba de la atención de las mujeres, pero nunca fue un rompecorazones», declaró Roy Edwards, editor de Jenkins en Macmillan
.
Fuese cual fuese el efecto de Jenkins sobre el sexo débil, su vida personal no gozó de la misma trayectoria que su carrera editorial. En 1930, su compromiso con la señorita Eliza Holdstock se rompió, sobre lo cual se negó a hablar en público, antes de casarse finalmente, en 1938, con Vivien Longmeyer, la sobrina de su maestro en el colegio Nordstrom. A pesar de una diferencia de edad de veinte años, Jenkins consideró que ese matrimonio fue «el momento más sublime de mi vida», y la pareja se instaló en Londres, donde disfrutaron de una feliz vida doméstica antes de la Segunda Guerra Mundial. Durante los sucesos previos a la declaración de la guerra, Jenkins comenzó a trabajar para el Ministerio de Información; cumplió con su función de forma sobresaliente, hecho que no sorprendió a quienes lo conocían bien. Como dijo Allen Hennessy: «Todo lo que hacía [Jenkins], lo hacía a la perfección. Era deportista, inteligente, encantador… El mundo está hecho para hombres como él»
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En cualquier caso, el mundo no siempre es amable con hombres como Jenkins. Tras la muerte de su joven esposa en un ataque aéreo durante las últimas semanas del bombardeo de Londres, Jenkins sufrió un dolor tan profundo que su vida comenzó a desmoronarse. No volvió a publicar más libros; de hecho, junto a otros muchos detalles de la última década de su vida, sigue siendo un misterio si volvió a escribir. Cuando murió en 1961, la fama de Henry Ronald Jenkins había caído tan bajo que el suceso apenas se mencionó en esos periódicos que antaño lo describieron como «un genio». A principios de la década de 1960 se rumoreó que Jenkins era responsable de los actos de ultraje contra la moral pública cuyo autor era conocido como «el acosador del picnic»; sin embargo, las acusaciones nunca han sido probadas. Independientemente de si Jenkins era culpable o no de semejante obscenidad, que este hombre antes célebre fuese objeto de esas conjeturas ilustra la profundidad de su caída. El muchacho de quien su maestro dijo ser «capaz de lograr todo lo que se propusiese» murió sin nada ni nadie. La pregunta eterna para los admiradores de Henry Jenkins es cómo pudo acabar así un hombre que lo tuvo todo; un final con trágicas semejanzas al de su personaje Walter Harrison, cuyo destino fue también una muerte solitaria y silenciosa tras una vida en la cual el amor y la pérdida llegaron a entrelazarse
.