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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (41 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—Y entonces fue cuando se llevó el dinero —supuso Catherine—. Para poder escapar los dos.

—A lo largo de las semanas siguientes, sí —confirmó Anita—. Rellenó cheques para hacerlos efectivos y falsificó la firma de mi padre. Fue Stan quien lo descubrió. Mi padre ya estaba viejo por aquel entonces, e intentó cuadrar la chequera, pero no le salían los números. Stan acudió en su ayuda y sospechó...

—¿Y la denunciaste a la policía?

—¿A mi propia hermana? Jamás. En cambio, no perdí ni un minuto en irle con el soplo a mi padre. ¡Lo que ahora me horroriza es lo virtuosa que me sentí al hacerlo! Pero la sorpresa me la llevé yo: a mi padre le subió tanto la tensión que acabó en el hospital con dolores en el pecho.

—¿Y luego sufrió un infarto?

Se encontraban cerca de un café y Catherine enarcó una ceja mientras le preguntaba a Anita si necesitaba una dosis de cafeína. Anita asintió con la cabeza, agradecida, y la siguió al interior del establecimiento, donde se sentó a una mesa pequeña y redonda y esperó a que Catherine trajera dos cafés expresos.

—Sarah vino a casa en mitad de la noche, maleta en mano, y allí estaba yo, levantada mientras mi madre dormía en el piso de arriba —reanudó Anita—. Le habían dado Valium y no sé qué más para que pudiera descansar.

—¿Y te encaraste con ella?

—¿Si me encaré con ella? Le arrojé una tonelada de ladrillos —repuso Anita, quien al ver la expresión alarmada de Catherine aclaró—: Con palabras, querida. Le dije muy claramente que era un desecho de persona. Le dije que había matado a nuestro padre, que estaba agonizando en una cama de hospital.

—Bueno, en todo eso más bien tenías razón.

—Le dije a mi propia hermana menor que debería subir a un autobús, largarse de allí y no volver nunca más. «Para mí estás muerta —le dije—. A partir de este momento, nunca he tenido una hermana.» Y lo único que hizo fue echarse a llorar. Verás, le había dado el dinero al chico y él lo trincó. Y se marchó sin ella. Sarah quería volver a casa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Catherine—. Ese tipo la utilizó.

—Visto desde la perspectiva actual, no creo ni que lo llamaran a filas. Era un artista del timo, y ella, una chica ingenua. Pero hace cuarenta años yo no lo sabía. En muchos sentidos, yo también seguía siendo una niña. Pero lo que sí sabía, me dije, era que Sarah era una ladrona que estaba destruyendo a mi familia —continuó Anita—. Bueno, desde entonces he tenido mucho tiempo para analizar lo sucedido y no fui precisamente un dechado de honorabilidad.

Anita guardó silencio y estuvo mirándose las manos largo rato antes de levantar la mirada.

—Estuve un rato gritando y luego le di dinero —explicó—. Vacié el contenido de mi monedero y se lo tiré. «¿Es esto lo que quieres, ladronzuela?», le pregunté. Le dije que nuestra madre había dicho que no quería volver a verla nunca más en casa. Pero no era cierto. Le mentí. Yo creía estar haciendo lo correcto, ¿sabes? Estaba protegiendo a mis padres.

—Siempre te había tenido por un ser perfecto, Anita, —comentó Catherine mientras se terminaba el café—. Pensaba que tú no cometías el mismo tipo de errores graves que el resto de nosotros.

—¡Ojalá no los hubiese cometido! No me correspondía a mí decirle que se fuera. Me arrogué más poder del que tenía derecho a ostentar, y eso me convirtió también en una ladrona. —Anita se desabrochó el botón superior de la blusa; tenía calor y le ardían las mejillas al recordar todo aquello—. Seguí a mi hermana al piso de arriba, metí alguna ropa suya en una bolsa y le dije que preferiría no volver a saber nada más de ella: «No olvides nunca que aquí no eres bienvenida», le dije. Ésas fueron mis últimas palabras.

—Entonces, ¿estaba embarazada? —preguntó Catherine—. Porque da la impresión de que se pasó por alto un gran problema.

Anita rompió a llorar.

—No lo sé —admitió.

—¿Y las postales?

—Son de Sarah —afirmó Anita—. Lo sé. Siempre lo he intuido. ¡Quién sabe lo que estará diciendo con eso! Durante años me dije que sólo quería que supiera que estaba bien. Que me había perdonado. En los momentos más sombríos me he preguntado si se está burlando de mí a sabiendas de que no podría encontrarla aunque quisiera.

—Anita, eres humana —le dijo Catherine en tono pensativo y un tanto sorprendido—. Siempre pensé que tenías todas las respuestas.

—Ah, sí, ahora sé muchas cosas, querida, no te engañes —repuso Anita mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de papel—. Ahora soy mucho más lista que entonces.

—Viste a Georgia en el parque —comentó Catherine, que entonces lo entendió todo—. Viste a Georgia en el banco del parque y fue tu oportunidad para redimirte.

—Sí —reconoció Anita, aliviada de decirlo en voz alta—. Y con ella lo hice bien. La quería como si fuera de la familia, y la escuchaba. Fuera lo que fuese lo que tuviera que decir, primero la escuchaba y dejaba de lado mis opiniones.

—Anita, tengo que decirte una cosa —confesó Catherine—. Llegó otra postal. La traspapelé. Y luego me propuse no contártelo. Pero me sentí fatal, y no quería enfrentarme a tu desaprobación.

—¿La tienes aquí?

—En la habitación, sí.

—Bueno, pues ya le echaremos un vistazo más tarde. No creo que hayamos dejado piedra sin mover. No creo que sirva de mucho.

—En ésta hay flores delante —señaló Catherine—. Camelias.

—No parece particularmente útil, creo.

—Acabo de caer en la cuenta de que si vendes el San Remo, entonces Sarah no sabrá cómo encontrarte —comentó Catherine de pronto.

—Lo sé, querida —repuso Anita—. Durante todo el verano no pienso en otra cosa. Aparte de en la boda, claro. Pero a veces llega un momento en que, sencillamente, hemos de aceptar las cosas y pasar página. No es lo ideal, pero en ocasiones es necesario. Y yo he decidido que ya es hora de que deje la obsesión de Sarah. No voy a seguir buscándola.

Unas horas más tarde, Anita sentía una honda sensación de alivio. Aparte de Stan y Marty, nunca había compartido con nadie su culpabilidad por lo de Sarah. Pero Catherine, quien tantos malos pasos había dado, lo comprendía. De hecho, a Anita le parecía que Catherine estaba más relajada que nunca en su compañía. No parecía tan nerviosa, ni que buscara su aprobación tanto como antes. Y le gustaba el cambio.

—Y, por si acaso te lo preguntas, no estoy saliendo con nadie —anunció Catherine. Anita se había probado doce vestidos en siete tiendas distintas; Catherine no se limitó a quedarse allí esperando, sino que también se miró una veintena de conjuntos—. Ni siquiera con Marco.

—Buena idea, querida —comentó Anita al tiempo que alisaba una arruga que había en la seda.

—¿Por qué dices eso?

—Porque quizá estés un poco centrada en los hombres. Bueno, un poco demasiado. Nathan me contó lo de Nueva York.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y no pasa nada, querida.

—¿No?

—Es un hombre atractivo —reconoció Anita—. Me contó que parecías estar chiflada por él, que con frecuencia ibas al apartamento cuando él estaba allí.

—Entiendo —repuso Catherine, que empezó a enfurecerse.

¿Qué pasaba ahora con la determinación de no decir nada al respecto? Su reacción natural fue delatarlo (no pudo sino admirar su estrategia solapada para comprobar qué sabría, o no sabría, su madre), pero ¿de qué iba a servirle eso a nadie? Pensó en Anita y en su historia sobre Sarah. El hecho de darle la versión verdadera sobre Nathan no iba a hacer que Catherine se sintiera mejor, y para Anita sólo supondría otro problema más que no necesitaba.

—Tal vez me hice ilusiones —le dijo en cambio a Anita—. Durante aquellos días estaba viendo a alguien en la ciudad, ¿sabes?, pero no salió bien. Por eso creo que Nathan tal vez confundió un poco las cosas.

Anita pareció alegrarse.

—Oh, estupendo, querida. No me gustaba nada imaginar que fueras a cifrar tus esperanzas en algo que no puedes tener.

A Catherine se le ocurrieron un millón de frases: «tu hijo es un tramposo», «tu hijo es un embustero», «tu hijo está tan enojado contigo que durmió conmigo en tu cama». Pero se limitó a inspirar profundamente y dejarlo pasar. Se felicitó diciéndose que aquel día estaba siendo una lince.

—Resulta que Lucie le dijo a la joven aspirante a estrella del rock preferida de todo el mundo, Isabella, que podría llevar mi vestido Fénix —comentó Catherine con la esperanza de cambiar de tema y a la vez conseguir que Anita pusiera su sello de aprobación a no prestar el vestido.

—Un tanto presuntuoso, ¿no?

—Sí, ésa es la palabra. Pagué mucho dinero por ese vestido.

—Lo recuerdo —repuso con una sonrisa en los labios, y aunque tenía aún los ojos hinchados, se estaba recuperando estupendamente.

—Bueno, pues no puedo dejar que se lo ponga —declaró Catherine—. ¿Y si lo estropea?

—Podrías considerarlo como esos diamantes que prestan para la ceremonia de los Oscar —sugirió Anita, que se puso de pie por un momento sobre unos zapatos blancos de tacón de aguja de diez centímetros—. Envía a Dakota y a su nuevo amigo Roberto como guardaespaldas.

—No quiero hacerlo —manifestó Catherine.

—Y yo tengo demasiada confianza en mí misma como para querer torturar mis pies de esta manera —dijo Anita, y se quitó los zapatos—. Quizá deberíamos casarnos descalzos en una playa de Hawai.

—¿Y tu abrigo de novia?

—Es lo bastante liviano para cualquier estación —respondió Anita con total naturalidad—. Me gusta estar preparada. El único problema es que me está costando una eternidad terminarlo.

—Entonces, ¿no crees que soy una estúpida por querer decir que no a Lucie y a Isabella? —preguntó Catherine.

—Si eso es lo que quieres hacer... Quiero decir que lo tienes expuesto en tu tienda, o sea, que no lo escondes. ¿Por qué ibas a querer compartir el talento de Georgia con el mundo? Deberías guardártelo para ti sola.

Catherine echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—De acuerdo, Anita. Lo consideraré.

—A Georgia le hubiese encantado que su diseño saliera en
Vogue.
—Anita la estaba incitando, pero a Catherine no le importó—. ¿Y qué me dices del otro vestido que te hizo Georgia?

—¿El rosa? También es precioso, con el cuello mandarín y el corte hasta el muslo, pero siempre me opuse a que Georgia lo llamara Borla.

Entonces le tocó a Anita el turno de echarse a reír.

—Pues cámbiale el nombre —sugirió, y le acarició la mejilla a Catherine—. Cámbialo por algo que refleje mejor la Catherine de hoy. Creo que deberías llamarlo Flor.

Capítulo 29

Un llanto era para pedir comida, otro por los pañales mojados, un tercero por aburrimiento, un cuarto por tener frío o demasiado calor. Los bebés poseían lo que parecía un millón de sonidos, todos bien diferenciados, y aun así se comunicaban en un idioma que nadie manejaba con más fluidez que Darwin. Ni siquiera su madre. Ni su suegra, quien había acudido en su segunda ronda para ayudarla a cuidar de los gemelos y para hacer constar su desaprobación sobre todas las decisiones que Darwin estaba tomando. Un golpe uno-dos.

Darwin pensó que, no obstante, ella disponía de la victoria privada de conocer a sus hijos mejor que nadie. Desde un punto de vista estrictamente académico resultaba fascinante: el instinto y el condicionamiento primario conquistándolo todo. Desde un ángulo emocional, resultaba muy satisfactorio.

Darwin amamantaba a sus hijos cuando lo reclamaban —y desde luego, Cady y Stanton eran exigentes—, pero eso no impresionó a la señora Leung. La madre de Dan, una mujer que imponía a pesar de su apariencia menuda, le dio a Darwin cuando se casó la opción de llamarla madre o señora Leung. Su nuera optó por la segunda alternativa.

—Necesitas tener un horario, Darwin Leung —declaró la señora Leung, que sabía perfectamente bien que Darwin no se había cambiado el apellido al casarse con Dan—. Los niños deben saber desde el principio quién manda. ¿Que tienen hambre? Bueno, pueden esperar hasta que sea la hora de comer.

Es una teoría —repuso Darwin, cuyos pechos rezumaban al menor movimiento. Ella no tenía ningún reparo en vaciarlos—. Pero no es eso lo que estamos haciendo nosotros.

—Te vas a encontrar con que muchas de esas teorías tuyas no son de gran utilidad con los niños de verdad —insistió la señora Leung—. Esto es lo que consigues leyendo todos esos libros sobre criar a los hijos: un montón de imaginación. Los métodos probados son los que funcionan mejor. En la crianza de los hijos no se trata de innovar.

—Es posible —admitió Darwin—. Pero eso es lo bueno de tener hijos propios. Experimentas con su psique tanto como hicieron tus padres contigo.

Sin embargo, la llegada de su suegra resultó más útil de lo previsto: la señora Leung molestaba a Darwin con tanta frecuencia que ésta a menudo abrigaba a los gemelos —necesitaban llevar capa sobre capa de ropa incluso en verano, para ponérsela y quitársela según su termostato interno— y se los llevaba a recorrer las calles de la ciudad. «Gracias, señora Leung —decía Darwin mentalmente—. Mi salud mejora y veo Nueva York con nuevos ojos.»

La lista de preocupaciones seguía metida en su bolsillo, pero la consultaba con mucha menos frecuencia a medida que el verano se acercaba a su fin.

—Ya no soy tan novata —le dijo a Dan—. Me estoy convirtiendo en una mamá que sabe lo que hace. Bueno, más o menos. Estoy elaborando mi propio patrón para la clase de madre, y de profesora, que quiero ser.

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