Authors: Katherine Neville
Leyenda Aurea
La leyenda dorada: Lecturas de
los santos
por Jacobus de Voraigne
1260 d.C.
Contenía horripilantes grabados de hombres y mujeres en distintas fases de tortura o crucifixión. Fui donde estaba el punto: santo número 146, san Jerónimo. Me sorprendió saber que su nombre en latín era Hieronymus, como el hombre que, hasta hacía poco, creía que era el padre de mi padre.
Aparte de su renombre por revisar la liturgia eclesiástica hace mil quinientos años bajo el reinado del emperador Teodosio, san Hieronymus, como Androcles, su antecesor en el famoso relato romano, curó la pata de un león herido. Eso me recordaba algo que había mencionado antes Dacian, pero en ese momento no conseguía recordar exactamente qué.
Entonces, Wolf gang entró cargado con una bandeja llena de frascos de medicinas, un recipiente con instrumental quirúrgico sumergido en desinfectante, una botella de coñac y una copita. Se había subido las mangas de la camisa y llevaba la corbata desabrochada alrededor del cuello abierto. En el brazo sostenía un montón de toallas. Dejó la bandeja en la mesita, delante del sofá donde me había sentado y puse el libro junto a ella. Cuando Wolf gang lo vio, sonrió y comentó:
—Ya veo, algo de lectura como preparación al martirio.
Acercó una lámpara de pie al sofá, extendió unas cuantas toallas en los cojines y se sentó a mi lado. Luego, con un rápido movimiento, soltó el cinturón del albornoz, que se abrió. Yo sólo llevaba puesta la ropa interior, bastante escasa. Al ver mi cara, me sonrió con ironía.
—¿Debería cerrar los ojos para proceder? —preguntó con educación burlona mientras me sacaba el brazo de debajo del albornoz y lo volvía a cerrar con discreción—. Y ahora deja que el doctor Hauser lo examine de cerca.
Me levantó el brazo hacia la luz y observó con atención la herida. Estaba tan cerca que podía oler la fragancia de pino y limón, pero también vi la expresión de su rostro.
—Siento tener que decírtelo, pero tiene muy mal aspecto —comentó—. Ha cicatrizado demasiado deprisa y la piel ha crecido en exceso en muchos sitios. Si no te sacamos los puntos ahora no hará mas que empeorar. Pero, por desgracia, tardaré un poco más de lo que me había imaginado y puede que también te vaya a doler más. Te los tengo que extraer con cuidado para asegurarme de que la herida no vuelva a abrirse. Bebe un poco de coñac. Si te duele demasiado, muerde una toalla.
—]sj
o
sería mejor que lo dejáramos? —sugerí esperanzada.
Wolfgang sacudió la cabeza. Me soltó el brazo con suavidad, sirvió coñac de la licorera que había en la bandeja y me pasó la copa.
__Mira, he traído muchas toallas para envolverte, pero tendrás
nue acostarte de lado en el sofá para disponer de un buen ángulo de ataque. Bebe antes un poco de esto; te calmará.
Tenía el estómago revuelto, pero me tomé el coñac como me pedía. Luego, me eché en el sofá cubierto de toallas, tan mullido que parecía que tuviera brazos para mecerme, y dejé que Wolfgang me tapara con más toallas. Puso mi brazo en la parte superior. Cerré los ojos; el fuego era tan cálido que notaba como si las llamas me acariciaran los párpados. Intenté relajarme.
Al principio, el dolor fue una sensación distante y fría gracias al antiséptico que me cubría la piel, pero pronto se volvió punzante. Cuando noté el ligero tirón de las pinzas en el primer punto, me pregunté si un pez tendría esa misma sensación cuando se traga el anzuelo y se lo clava en la carne: no un dolor intenso ni miedo aún, sólo la ligera impresión de que algo va mal, muy mal.
Desde el primer tirón fue como rayar un cristal con una aguja. El dolor me penetraba hasta los huesos con una sensación lenta y molesta. Procuré no estremecerme para no empeorar la situación, pero las punzadas sordas y rítmicas eran casi imposibles de soportar. Aunque tenía los ojos cerrados, notaba que las lágrimas se me agolpaban tras las pestañas. Respiraba hondo para armarme de valor frente a cada nuevo ataque.
Después de lo que pareció una eternidad, los tirones cesaron. Abrí los ojos y las lágrimas contenidas se deslizaron a borbotones por mis mejillas para caer sobre la toalla que cubría el sofá. Tenía aún los dientes apretados por el dolor y el estómago hecho un nudo. Sabía que si intentaba hablar, estallaría en sollozos. Inspiré y solté el aire despacio.
—El primero ha sido difícil, pero he conseguido quitarlo limpiamente —dijo Wolfgang.
—¡El primero! —protesté, intentando incorporarme en el codo bueno—. ¿Por qué no me cortas el brazo de un hachazo y acabamos antes?
—No me gusta hacerte daño —me aseguró—. Pero te los tengo que quitar. Ya llevan ahí demasiado tiempo.
Wolfgang me llevó el coñac a los labios. Tomé un gran trago y me atraganté un poco. Me secó una lágrima con el dedo y me miró en silencio mientras yo bebía algo más. Le devolví la copa.
—Cuando Bettina y yo éramos pequeños, si tenía que hacer algo desagradable, nuestra madre solía decirnos que un beso lo cura todo —me contó.
Se inclinó y acercó los labios al lugar de donde había extraído el punto. Cerré los ojos y sentí que el calor me subía por el brazo.
—¿Qué tal? —me preguntó en voz baja.
Asentí sin decir nada.
—Pues los demás también tendrán que recibir un beso. Será mejor que acabemos, ¿no te parece?
Volví a echarme en el sofá, preparada para que reiniciara el ataque. Para cada punto, se producía un dolor demoledor cuando tiraba con cuidado con las pinzas para liberar la sutura de la piel y luego el ruido de tijeras que anunciaba el último tirón. Tras cada tijeretazo, Wolfgang se agachaba para besar el lugar de donde había salido el punto. Intenté llevar la cuenta, pero pasados cinco o diez minutos no sabía si había atacado treinta o trescientos en lugar de los trece restantes. Sin embargo, los besos me aliviaban misteriosamente.
Tras la última arremetida, Wolfgang me dio un ligero masaje en el brazo hasta que la sangre regresó para eliminar el dolor. Después limpió la zona con un desinfectante de olor muy fresco. Una vez que hubo terminado, me senté a su lado, me ayudó a poner el brazo en la manga y me cerró de nuevo el albornoz.
—No habrá sido nada agradable. Has sido muy valiente esta última semana, pero ya se acabó —dijo, acariciándome el hombro sano—. Sólo son algo más de las siete, así que tienes tiempo de sobra para bañarte y descansar un poco si te apetece, antes de que tengamos que pensar en la cena. ¿ Cómo estás?
—Bien, un poco cansada —comenté. Pero aunque quería hacerlo, de hecho no me movía del sitio.
Wolfgang me miró preocupado con una expresión que no conseguí descifrar. Era cierto que estaba algo aturdida por los tragos de coñac mezclados con la megadosis de endorfinas naturales que había liberado durante la media hora de dolor intenso y continuado. Me recliné contra los cojines mientras intentaba sobreponerme. Wolfgang alargó la mano y rizó un mechón de mis cabellos entre las puntas de sus dedos, pensativo. Pasado un momento, habló, como si hubiera llegado a una conclusión en privado.
—Soy consciente de que no es el mejor momento, Ariel, pero no sé cuándo llegará el momento oportuno. Si no es ahora, quizá nunca... —Se detuvo y cerró los ojos un instante—. Dios mío, no sé cómo plantearlo. Dame un sorbo de ese coñac.
Se inclinó por delante de mí, cogió la copa medio llena de la mesa y dio un trago. Luego, dejó la copa de nuevo y se volvió hacia mi con esos increíbles ojos turquesa y dijo:
—La primera vez que te vi en el Anexo de Ciencia Tecnológica, en el complejo nuclear, ¿oíste lo que te dije al pasar? —me pregunto. __No del todo —afirmé, aunque recordaba a la perfección que esperaba que hubiera dicho «encantadora» o «deliciosa», lo que quedaba algo lejos de mi aspecto o estado de ánimo actual. Sin embargo no me esperaba lo que vino a continuación.
—Dije «éxtasis». En ese momento, tuve la tentación de abandonar toda la misión. Y te aseguro que a algunos les gustaría que lo hiciera, incluso ahora. Mi reacción hacia ti ha sido tan... no sé muy bien cómo decirlo, ha sido inmediata. Supongo que sabes hacia dónde va encaminada esta incómoda confesión.
Se detuvo porque me puse en pie de golpe, nerviosa. Ahí me tenías, una chica que rehuía hundir los esquís en la nieve en polvo, y me invitaban una vez más a saltar sin pensármelo desde otra altura peligrosa. Sentí que me invadía el pánico a pesar de mis esfuerzos por combatirlo. Podía estar confusa, pero no hacía falta ser Albert Einstein para adivinar lo que quería que Wolfgang hiciese en aquel momento, y lo que al parecer también él deseaba.
Intenté analizar la situación. ¿Qué otro hombre me llevaría al otro lado del mundo y me invitaría a pasar la noche en su propio castillo? ¿Qué otro hombre me miraría como lo hacía Wolfgang en ese instante, en mi penoso estado, mugrienta y magullada por mis periplos y peripecias, y seguir deseándome? ¿Qué otro hombre rezumaba esa fragancia embriagadora de pino, limón y cuero que me hacía sentir deseos de embeberme y ahogarme en ella? ¿Cuál era mi problema?
Pero en el fondo, sabía muy bien cuál era.
Wolfgang se levantó y se puso frente a mí sin tocarme. Me observó con esos ojos de rayos X que me producían los mismos efectos que la kriptonita a Superman: rodillas flojas y cabeza hueca. Teníamos los labios algo entreabiertos.
Sin otra palabra me rodeó con sus brazos y enterró sus manos en mis cabellos. Mis labios tocaron los suyos; con su boca en la mía parecía bebérseme el alma y llevarse todo lo que había en mi mente excepto el calor de sus labios que me descendía por la garganta. El albornoz me resbaló de los hombros y cayó para formar un estanque alrededor de mis pies desnudos. Sus dientes me arañaban el hombro y sus manos recorrían mi cuerpo donde había retirado la ropa interior. No podía respirar.
Me aparté.
—Tengo miedo —susurré.
Me cogió por la muñeca y me besó la palma de la mano.
—¿Acaso crees que yo no? —me preguntó, muy serio—. Pero sólo tenemos que recordar algo, Ariel. No mires atrás.
«No mires atrás, la única norma que los dioses dictaron a Orfeo antes de que se adentrara en los infiernos para recuperar a su gran amor, Eurídice», pensé con un escalofrío.
—No estoy mirando atrás —mentí. Luego bajé los ojos, demasiado tarde.
—Ya lo creo que sí, amor mío —dijo Wolfgang, mientras me levantaba la cara—. Estás mirando a una sombra que se ha interpuesto entre nosotros desde que nos conocimos, la sombra de tu fallecido primo, Sam. Pero después de esta noche, se habrá acabado y espero que nunca, ni una sola vez, vuelvas a mirar atrás.
De acuerdo, quizás estaba loca. Esa noche pensé que quizás había perdido un poco la razón. Wolfgang había abierto una herida distinta a la que unían esos puntos del brazo, una herida que era profunda y que sangraba en silencio en mi interior, por lo que no sabía con exactitud el daño que me había causado. Ese trauma no superado, que hasta entonces había conseguido esconderme a mí misma, era el hecho de que podía estar algo más que enamorada de mi primo Sam. ¿Y en qué me convertía eso? En una chica atómica hecha un lío.
Pero esas emociones contradictorias que se dedicaban a luchar bajo mi pecho quedaron olvidadas esa noche, como mínimo en parte, junto con todo lo demás, por algo que Wolfgang desató y que no sabía, ni tan sólo sospechaba, que hubiera en mí. Cuando nuestros dos cuerpos se encontraron y se unieron en el calor de la pasión, se despertó en mí una mezcla de dolor, ansia y anhelo que actuó en mis venas como una droga, de forma que con cada nuevo sabor aumentaba mi deseo por él. Alimentamos mutuamente nuestros fuegos con obsesión hambrienta hasta que todos los músculos de mi cuerpo temblaron agotados.
Por fin, Wolfgang se echó inmóvil, con la cara recostada en mi estómago, y permanecimos así sobre la suave alfombra turca frente a la chimenea. Teníamos la piel impregnada de humedad y el brillo centelleante del fuego bruñía su cuerpo musculoso y terso como si estuviera bañado en bronce. Deslicé mi mano por la curva de su espalda, desde los hombros hasta la cintura, y se estremeció.
—Ariel, por favor. —Levantó la cabeza despeinada con una sonrisa—. Será mejor que estés segura de lo que haces si empiezas de nuevo. Eres una hechicera que me ha embrujado.
—Eres tú el que tiene la varita mágica —dije, entre risas.
Wolfgang se apoyó en las caderas y me incorporó. El fuego había quedado reducido a ascuas. A pesar de nuestros ejercicios recientes, la habitación se estaba enfriando.
—Alguien tiene que usar el sentido común un momento —afirmó Wolfgang, que me volvió a poner el albornoz sobre los hombros—. Necesitas algo que te relaje.
—Lo que estabas haciendo hasta ahora funcionaba de maravilla —le aseguré.
Wolfgang sacudió la cabeza
, y
sonrió. Me puso de pie, me abrazó y me condujo a mi habitación, hacia el cuarto de baño, donde me volvió a dejar y nos preparó un baño caliente. Echó muchas sales, cogió ropas limpias y las dejó cerca de la bañera. Cuando nos sumergimos en las aguas aromáticas, Wolfgang empapó una esponja de mar y dejó caer el agua caliente sobre mis hombros y mis pechos.
—Eres la mujer más deseable que he visto —sentenció, y me besó el hombro desde atrás—. Pero tenemos que ser prácticos. Sólo son las nueve. ¿Tienes mucho apetito?
—Un hambre canina —respondí. Hasta entonces no me había dado cuenta.
Después de habernos bañado y secado, nos pusimos las ropas cálidas y bajamos a pie por los viñedos hasta el restaurante que había mencionado, con vistas al río. Cuando llegamos, otro fuego quemaba alegre en la chimenea.
Tomamos una sopa caliente y una ensalada verde junto con una
raclette,
ese plato de queso fundido con un sabor muy rico, las patatas al vapor y pepinillos en vinagre. Lo tomamos del plato con trocitos de pan crujiente, lamimos el jugo avinagrado de los dedos del otro y lo acompañamos todo con un Riesling seco excelente.
Cuando regresábamos a través de los viñedos eran algo más de las diez. Una ligera bruma se elevaba desde el río, y parte de la neblina se deslizaba como un espectro entre las hileras de viñas recortadas que empezaban a brotar. El aire tenía un toque gélido, pero la tierra olía fresca y nueva con ese aroma especial de las noches frías y húmedas que anuncia la llegada de la primavera. Wolfgang me sacó un guante y me cogió la mano entre las suyas. Sentí que su calor me invadía como cada vez que me tocaba. Me sonrió mientras andábamos, pero en ese momento la niebla cruzó por delante de la luna y nos envolvió la oscuridad.