El círculo mágico (44 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Intenté calmarme mientras Dacian, que seguía acariciándome la mano, me conducía por las calles estrechas hacia donde el Graben desembocaba en la Kárntner Strasse, otra avenida de tiendas de moda, y la Stephansplatz se abría en abanico para mostrar la vistosa joya de su centro: San Esteban, la catedral dorada de múltiples agujas, que constituye el corazón del anillo de Viena.

Wolfgang andaba arriba y abajo en la esquina donde confluían las dos calles. Se miraba el reloj y buscaba entre la gente. Me vino a la cabeza la primera vez que lo vi, con ese mismo elegante abrigo de piel de camello, la bufanda de seda y los guantes de piel, en el Anexo de Ciencia Tecnológica del complejo nuclear, en Idaho, Dios mío, ¿hacía sólo una semana? Parecía como si hubiese transcurrido un millón de años desde entonces.

—¿Conoces el significado de la palabra «eón», o dicho de modo más correcto, de
aion
en griego? —me preguntó Dacian—. Guarda relación con la razón de traeros a ambos a esta esquina.

—Es un margen amplio de tiempo —respondí—. Mayor que un milenio.

Wolfgang nos divisó y cruzó por entre la multitud en movimiento con expresión de alivio. Pero tras echarme un simple vistazo, sus ojos mostraron preocupación.

—Lamento haber aceptado dejaros solos —me dijo—. Ya estabas agotada antes. —Luego, se volvió hacia Dacian y le espetó—: Tiene un aspecto horrible, ¿qué le has dicho?

—Vaya, hombre, muchas gracias —comenté con una sonrisa irónica. Pero sabía que si mi tensión era tan palpable, tenía que reponerme deprisa.

—Vamos, vamos. Ariel ha sobrevivido al trance de pasar una hora con un miembro de su propia familia. Una experiencia no muy agradable pero que ha superado a la perfección —tranquilizó Dacian a Wolfgang.

—Nos hemos atiborrado de comida y de filosofía —comenté a Wolfgang—. Ahora empezábamos a abordar el milenio; Dacian estaba a punto de explicarme lo que significa la palabra griega
aion.

Wolfgang observó a Dacian sorprendido.

—Pero si Ariel y yo hablábamos de eso mismo ayer en Utah —manifestó—. La llegada de este nuevo siglo será también el inicio de una nueva «era» o eón; un ciclo de dos mil años.

—Ésa es la opinión generalizada: un amplio margen, un ciclo recurrente, de
aévum,
un círculo completo o eje —afirmó Dacian—.
i sro
para los antiguos griegos la palabra
aion
quería decir algo más: humedad, el ciclo de la vida misma que empieza y termina en agua. Imaginaban un río de aguas vivas que rodeaba la tierra como una serpiente que se muerde la cola. El
aion
de la tierra estaba formado por ríos, manantiales, pozos y aguas subterráneas que manaban de las profundidades y brotaban al exterior para crear y alimentar todas las formas de vida. Los egipcios creían que nacimos de las lágrimas de los dioses y que el propio Zodíaco era un río circular, cuyo eje era la cola de la Osa Menor, lo que nos lleva a lo que os quería mostrar, aquí mismo.

De vuelta en la esquina donde Wolfgang nos esperaba, Dacian señaló un recipiente cilindrico de cristal montado en la pared de un discreto edificio gris. Contenía un objeto retorcido de aproximadamente un metro de largo, con la piel llena de bultos negros, como si estuviera afectado de hongos. Parecía enroscarse, lleno de vida. Incluso al otro lado del cristal, noté un escalofrío de repulsión al mirarlo.

—¿Qué es? —pregunté a Dacian.

Fue Wolfgang quien respondió:

—Es muy famoso: se trata del
Stock-im-Eisen. Stock
significa cepa y
Eisen,
hierro. Es el tronco de un árbol de quinientos años de antigüedad, tachonado con tantos clavos de carpintero anticuados, de cabeza cuadrada, que ya no se ve la madera. Según se dice, formaba parte de la tradición de algún gremio de herreros. Naglergasse, el callejón de los fabricantes de clavos, no queda lejos. Esta cepa se encontró hace poco, cuando se construía el
U-bahn.
También encontraron una capilla antigua, que se puede admirar, perfectamente restaurada, en el mismo metro. Nadie ha llegado a saber por qué los enterraron a tanta profundidad hace siglos, ni quién lo hizo.

—Casi nadie —sentenció Dacian con una sonrisa misteriosa—. Pero es tarde, y os tengo que enseñar otro clavo en el tesoro del Hofburg. Por el camino os contaré algo de árboles y clavos.

Nos dirigimos a pie por la amplia Kárntner Strasse, llena de turistas que nos rodeaban en medio de la luz del crepúsculo.

—En muchas culturas —empezó Dacian—, se creía que el clavo poseía una propiedad sagrada de enlace, que unía entre sí reinos opuestos: el fuego y el agua, el espíritu y la materia. Dado que en los primeros textos el árbol solía considerarse como el Eje del mundo, que canalizaba la energía entre el cielo y la tierra, el clavo recibía el nombre de bisagra o pivote de Dios, que sujetaba esa energía. En hebreo, el nombre del mismo Dios contiene la palabra clavo: una palabra de seis letras
Yahweh,
que se deletrea
Yod-He-Vau-He,
donde
vau
significa «clavo». Y en alemán,
Stock
no sólo significa «cepa» o «tronco», sino también, «palo», «varilla», «vid» y «colmena». Y las abejas están relacionadas con los árboles huecos. La relación que vincula estos elementos es de vital importancia. No sé si sería por las abejas, pero me zumbaba la cabeza. El Zodíaco era un zoológico de animales arquetípicos, pero el nuevo eón del que hablábamos tenía que estar simbolizado por un hombre, Acuario, el portador de agua, que vertía un chorro de ese líquido en la boca de un pez. Y según Dacian, existía algo que lo conectaba todo: el cielo giratorio, los árboles y los clavos, las aguas en movimiento, las Osas y puede que hasta Orion, el cazador poderoso. De pronto me pareció entenderlo todo.

—¿La diosa Diana? —pregunté.

Dacian me dirigió una mirada sorprendida.

—Exacto —corroboró con aprobación—. Pero retrocede por el camino que has seguido. El recorrido suele ser tan importante como la conclusión.

—¿Qué conclusión? —exclamó Wolfgang, que se volvió hacia mí—. Perdonadme si no consigo ver qué relación guarda una diosa romana con los árboles y los clavos.

—Diana, o Artemisa en griego, correspondía a la Osa Mayor y la Osa Menor, las osas que giran alrededor del polo celeste, es decir, el eje —le expliqué—. También conducía el carro de la luna, mientras que su hermano, Apolo, guiaba el del sol. Era una cazadora virgen, que seguía a sus presas de noche con su propia jauría de perros. En las primeras religiones, el acto de cazar y devorar un animal establecía una unidad con ese animal. Por lo tanto, Artemisa era la patrona de todos los animales totémicos. Hoy en día sigue gobernando los cielos, como su nombre índica:
arktos
es oso y
themis
es ley.

—Más que ley,
themis
es justicia —me corrigió Dacian—. Es una distinción importante. El oráculo de Delfos era Temistos, quien no sólo sabía la verdad, sino que podía profetizar y traducir la justicia suprema de los dioses.

—Esto explicaría su conexión con las abejas —empecé a añadir.

—Por favor, no tengo ni idea de qué estáis hablando —interrumpió Wolfgang, descorazonado.

—Las abejas eran profetisas —continué—. Débora, del Antiguo Testamento, y Melisa, un nombre para el oráculo de Delfos y también para Artemisa, significan «abeja». Las abejas se identificaban también con la virgen porque se creía que se creaban a sí mismas a través de la partenogénesis, sin cópula.

—Cierto —asintió Dacian—. La virgen es importante en el eón que estamos finalizando. Hace dos mil años, cuando esta era empezó, la diosa virgen era adorada en todo el mundo. Los romanos la llamaban Diana de Éfeso: su templo griego en Éfeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo. La famosa estatua de la diosa, a cuyo culto se opuso de forma tan acalorada san Pablo por considerar lo idolátrico, sigue en pie hoy en día, con sus vestiduras grabadas con animales y aves, así como con sus proféticas abejas. Una nueva encarnación de esa misma diosa forma junto con su hijo, el «pescador de almas de hombres», el eje del eón que termina: la era de Piscis, el pez. La constelación situada frente a Piscis en el círculo zodiacal es Virgo, la virgen.

—¿Jesús y la Virgen María forman dúo debido a que esas constelaciones están una frente a la otra en el Zodíaco? —pregunté, intrigada como siempre que se descifraba ante mí una clave que yo no había visto. Intuía que Wolfgang también estaba interesado.

—Las doce constelaciones del Zodíaco son, en realidad, de tamaños muy variables —indicó Dacian—. Los astrólogos dividen el cielo en doce partes iguales sin más, como si fuera un pastel, y adjudican una constelación a cada porción, que constituye su «dominio». Dado que la Tierra está inclinada sobre su eje, cada eón de dos mil años, durante los equinoccios de primavera y de otoño, los dos días del año en que el día y la noche duran lo mismo, la salida del sol parece cambiar de una de estas franjas del cielo a otra, retrocediendo por los signos del Zodíaco. Es decir que en cada nueva era el sol aparece en el signo que precede al que debería seguir si el sol dibujara su recorrido normal en el margen de un año corriente. Por ese motivo la sucesión de eones se denomina precesión de los equinoccios.

»A lo largo del último ciclo de dos mil años, hemos presenciado durante los equinoccios que el sol sale contra las constelaciones duales que dominan de forma conjunta esta era: Piscis en el equinoccio de primavera y Virgo, en el de otoño. En este sentido, el carácter de la era está definido por las constelaciones que la rigen. Lo que podría definirse como mitología celestial.

»Resulta muy interesante que las leyendas de todos los pueblos guarden una relación tan estrecha con las imágenes arquetípicas vinculadas a cada nuevo eón. La era de Géminis, por ejemplo, constituyó un período histórico notable por las leyendas de gemelos: Rómulo y Remo, Castor y Pólux. La era siguiente, la de Tauro, el toro, estaba representada de forma simbólica por el dios buey egipcio Apis, el becerro de oro de Moisés y el toro blanco del mar que engendró al Minotauro, en Creta. La era de Aries, el carnero, está vinculada con el vellocino de oro que buscaban los argonautas de Jasón, con los cuernos de carnero de Alejandro Magno y otros iniciados de los misterios egipcios posteriores. Y por supuesto, Jesús el Cordero, que fue el pivote principal de la transición entre la era de Aries y la que ahora acaba: la de Piscis.

»Los símbolos de peces han penetrado también a lo largo de este eon. Está el Rey Pescador, quien custodiaba el Santo Grial que busca ba el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Aunque el cáliz del Grial sería un símbolo más adecuado para la nueva era entrante, por lo de verter líquido, ¿comprendes?

Habíamos acortado camino cruzando por una plaza abierta con una fuente barroca, que salpicaba agua por todas partes. Sabía que nos acercábamos al Ring.

—¿Qué sabes de la era de Acuario? —pregunté a Dacian.

—Desde el principio, la imagen de esta era ha sido la de una inundación —me informó Dacian—. No un diluvio como el que vivió Noé en el Génesis, en que la tierra quedó sumergida bajo el agua como castigo de los cielos por los pecados de la humanidad, sino que será, en cambio, una época de sacudidas inesperadas en el tejido de todo el orden social. El líquido que vierte el portador de agua adopta la forma de una ola de mar gigantesca de liberación: las aguas de la tierra aumentarán de nivel y fluirán manantiales de libertad desatados contra todos los lazos de la tiranía, como mínimo para aquellos que buscan tal liberación. Por lo tanto, no es casualidad que Urano, el planeta que rige esta era entrante, fuera descubierto en los albores de la Revolución Francesa.

»Según los antiguos, el inicio de la siguiente era vendrá marcado por las aguas que avanzarán sin barreras. Aquellos que construyan diques para contenerlas, que levanten muros para resistirse al cambio, que sean represivos, inflexibles o intolerantes, aquellos que quieran dar marcha atrás al reloj y regresar a una era dorada que nunca existió serán destruidos por la ola gigante de transformación. Sólo aquellos que aprendan a bailar sobre las aguas sobrevivirán.

—Lo que el agua se llevó —dije, con una sonrisa—. Pero se han escrito tantos libros, canciones y obras de teatro sobre la era de Acuario desde la generación de mi madre. La mostraban como una época de... ¿cómo lo llamaban? «El poder de la paz y el amor.» Lo que tú describes tiene más el aspecto de una revolución real.

—Una revolución también describe un círculo —señaló Dacian—. Pero las ideas que has mencionado son fantasías más decadentes que los bombones espolvoreados con azúcar: sus valores no se amoldan en absoluto a la era. De hecho, son esos conceptos «utópicos» los que resultan extremadamente peligrosos dadas las circunstancias. Recuerda que utopía,
OU
topos,
equivale a «no lugar». Y si lo analizas con atención, es ahí donde existe cada «era dorada» legendaria.

—¿ Cómo puede ser peligroso soñar con un mundo mejor? —quise saber.

—No lo es, siempre que el mundo sea de verdad mejor para todos. Y siempre que se trate del mundo real, no sólo de un sueño —respondió Dacian—. En este año, 1989, se cumplen dos siglos desde que losideales utópicos de Jean-Jacques Rousseau marcaron el inicio de la Revolución Francesa que acabamos de mencionar. La salida del sol en el equinoccio de primavera se situaba entonces a cinco grados de la cúspide, el punto del círculo zodiacal que indica la entrada del sol en el signo de Acuario, lo bastante cerca para sentir el tirón de la era entrante. Sin embargo, veinticinco años después del derramamiento de sangre, se restableció la monarquía francesa, seguida de más décadas de desórdenes.

»Más adelante, 1933, el año en que Hitler ascendió al poder, nos situó a un grado de la cuenta atrás hacia la nueva era. Ahora mismo nos encontramos a una décima parte de grado de la cúspide de la era de Acuario: ya está sucediendo.

—¿O sea que Napoleón y Hitler están conectados con el nuevo eón? —comenté—. Pues no encajarían en la imagen de idealistas utópicos de nadie.

—¿Ah, no? —Dacian arqueó una ceja—. En cambio, es eso lo que fueron.

—¡Un momento! —exclamé—. ¡No me dirás que admiras a esos individuos!

—Sólo te comento lo peligroso que puede llegar a ser el idealismo, incluso la espiritualidad, si se cultivan en el invernadero equivocado —añadió Dacian con cierta prevención—. Los idealistas que empiezan queriendo crear una civilización superior suelen acabar convenciéndose de que tienen que mejorar las culturas y las sociedades. Y de forma invariable, la cosa termina como está mandado, separando el grano de la paja a través de la genética, de la eugenesia, sea lo que sea, para crear una raza mejor de seres humanos.

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