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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (53 page)

BOOK: El círculo mágico
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Cuando el padre Virgilio se dio la vuelta y se alejó por la larga habitación, las cosas empezaron a encajar en mi cabeza y no por esa mención del Cantar de los Cantares. Mientras seguíamos a nuestro pastor, repasé los libros alineados en los estantes situados a mi derecha y el contenido de las imponentes vitrinas de mi izquierda. Me devané los sesos para identificar qué me inquietaba sobre ese sacerdote vestido de negro. Para empezar, Wolfgang no había mencionado a ningún guía espiritual en los planes del día, ni tampoco ninguna orden de caballeros de la que tuviera que informarme a fondo. Examiné a Virgilio mientras lo seguíamos y de pronto me irrité profundamente.

Sin esos hábitos de monje, pero si le añadías un sombrero negro con pliegues, el padre Virgilio era la viva imagen de otra persona. Recordé también que esas palabras susurradas que oí en el viñedo la noche anterior eran en inglés y no en alemán. Para cuando el padre Virgilio se detuvo ante una gran vitrina cerca del fondo de la sala y se volvió hacia nosotros, yo estaba que echaba chispas, furiosa con Wolf-

—¿No le parece una obra de arte excelente? —preguntó, señalando el manuscrito pintado a mano de forma muy detallada y rica que había tras el cristal y dirigiendo la mirada de Wolfgang a mí con ojos húmedos mientras se acariciaba el crucifijo.

Asentí con una sonrisa irónica, y a continuación dije en mi defectuoso alemán:


Also, Vater, wenn Sie trun hier mit uns sind, was tut heute Hans Clausf
(«Así pues, si está aquí con nosotros ahora, padre, ¿qué hará hoy Hans Claus?»)

El sacerdote miró confundido a Wolfgang, que se volvió hacia mí y soltó:


Ich wusste nicht dass du Deutsch konntest.
(«No tenía ni idea de que supieras alemán.»)


Nicht sehr viel, aber sicherlicb mehr ais unser óstereichischer Archivar hier
—afirmé, con frialdad. («No mucho, pero seguro que más que nuestro archivero austríaco aquí presente.»)

—Supongo que nos ha ayudado bastante por ahora, padre —indicó Wolfgang al sacerdote—. ¿Le importaría esperar en el anexo mientras mi colega y yo comentamos unos detalles?

Virgilio hizo un par de reverencias, soltó un par de
scusas
rápidos y se apresuró a irse de la habitación.

Wolfgang se había inclinado sobre la vitrina con los brazos cruzados y observaba el manuscrito dorado. Sus rasgos patricios y atractivos se reflejaban en el cristal.

—Es espléndido, ¿no te parece? —observó, como si nada hubiera pasado—. Pero, por supuesto, esta copia fue elaborada varios cientos de años después de la muerte de san Bernardo...

—¡Wolfgang! —exclamé para interrumpir sus divagaciones.

Se irguió y fijó en mí esos ojos turquesa, claros y candidos.

—Esa mañana en mi piso de Idaho, recuerdo que me aseguraste que me contarías siempre la verdad. ¿Qué está pasando aquí?

La forma en que me miraba habría derretido el iceberg del Titanic y confieso que hizo estragos en mí, pero ésa no era toda la munición que escondía en la manga.

—Te quiero, Ariel —anunció, así de sencillo y directo—. Si te digo que hay cosas en las que tienes que confiar en mí sin más, espero que me creas, que creas en mí. ¿Lo comprendes? ¿No es eso suficiente? —inquirió.

—Me temo que no —aseguré con firmeza.

Para ser honesta con él, no mostró sorpresa, sino atención total, como si esperara algo. No estaba segura de cómo expresar lo inevitable.

—Ayer por la noche creía que me estaba enamorando de ti también —me sinceré.

Entornó los ojos, lo mismo que cuando se cruzó conmigo ese primer día en el vestíbulo del Anexo. Pero no podía contener mi desengaño, así que proseguí:

—¿Cómo pudiste hacerme el amor de esa forma —dije, tras echar un vistazo para asegurarme de que nadie nos oía— y luego darte la vuelta y mentirme como hiciste en el viñedo? ¿Quién es ese maldito «padre Virgilio» que nos sigue como si fuera un fantasma?

Wolfgang se frotó los ojos con una mano.

—Supongo que te mereces una explicación —concedió y me volvió a mirar con una expresión abierta—. El padre Virgilio es de verdad un sacerdote de Trieste; lo conozco desde hace años. Ha trabajado para mí, si bien no en lo que te dije antes. En los últimos tiempos, ha investigado para mí aquí, en esta biblioteca. Y quería que lo conocieras, pero no ayer por la noche cuando... cuando tenía otras cosas en mente. Al fin y al cabo, es sacerdote.

Sonrió con cierta timidez.

—Entonces ¿a santo de qué toda esa historia de Hans Claus esta mañana, si sabías que veníamos aquí a verlo?

—Ayer por la noche me preocupó que reconocieras a Virgilio —explicó Wolfgang—. Y esta mañana cuando me confundí y tú te diste cuenta, ya era demasiado tarde para cambiar de planes. ¿Cómo iba a imaginar que serías capaz de identificarlo, con sólo un vistazo en la oscuridad y a esa distancia?

Volvía a tener esa sensación de
déja-vu
mientras le daba vueltas a la cabeza para recordar por qué me sonaba «de antes» el padre Virgilio. Pero no tuve que preguntarlo.

—Tienes todo el derecho a despreciarme por lo que he hecho —se disculpó Wolfgang—. Pero tuve tan poco tiempo cuando supe que no comería contigo y con Dacian Bassarides... ¡ese hombre es tan imprevisible! No me habría sorprendido si se hubiera esfumado contigo y no te hubiera vuelto a ver. Por fortuna, había elegido un restaurante donde me conocen lo bastante como para aceptar a Virgilio como «empleado temporal» para que estuviera pendiente de ti durante esa tarde...

¡De modo que era eso! Ahora entendía que me hubiera sonado aquel hombre en el viñedo. En mi preocupación frenética del día anterior por la tarde en el Café Central, apenas observé las caras que me rodeaban y, sin embargo, debí de registrar esa misma figura que se acercó a la mesa para servirnos, quizás unas seis veces en total. Ahora, debatiéndose entre el alivio y la preocupación, me preguntaba qué parte de nuestra conversación habría oído el improvisado ayudante de camarero durante la comida. Aunque daba la impresión de que Wolfgang había procurado simplemente protegerme de las rarezas de mi misterioso abuelo, me maldije a mí misma por no haber sido más precavida, como Sam me había enseñado a lo largo de toda mi niñez.

Pero no tuve ocasión de profundizar en esos pensamientos. El padre Virgilio asomó la cabeza por la puerta de entrada y decidió que las aguas ya habían vuelto a su cauce y que ya podía regresar. Al verlo, Wolfgang se inclinó hacia mí y habló con rapidez.

—Si sabes leer latín la mitad de bien que hablas alemán, no tendría que comentar delante de Virgilio la primera línea de este manuscrito de san Bernardo: podría resultarle violento.

Bajé la vista hacia el libro y sacudí la cabeza.

—¿Qué pone? —pregunté.

—El amor divino se consigue a partir del amor carnal —tradujo Wolfgang con una sonrisa cómplice—. Después, cuando tengamos un momento libre, me gustaría comprobarlo.

El padre Virgilio llegó con un mapa actual de Europa y lo desplegó en una mesa situada ante nosotros.

—Es importante que desde tiempos remotos —afirmó—, una osa fuera el tótem de una tribu misteriosa de esta región que expresaba una reverencia casi mística por una sustancia con muchas propiedades alquímicas: la sal.

LAS OSAS

A los siete años, llevaba las vasijas sagradas... y cuando cumplí diez era una chica osa de Artemisa en Braurón, vestida con el atuendo de seda color azafrán.

ARISTÓFANES,

Lisístrata

Bernardo Sorrel (el apellido del santo) nació el año 1091 d.C, al inicio de las cruzadas. Descendía de nobles ricos del Franco Condado por parte de padre y de los duques borgoñones de Montbard («montaña del oso») por parte de madre. El castillo de la familia, Fontaine, estaba situado cerca de Dijon, al norte de Borgoña y Troyes, en la provincia de la Champagne, una región de viñedos plantados con cepas romanas que habían sido cultivados ininterrumpidamente desde tiempos remotos.

El padre de Bernardo murió en la primera cruzada. El joven sufrió un colapso nervioso cuando su madre murió también mientras él estaba en el colegio. A los veintidós años, Bernardo se unió a la orden benedictina. Su salud siempre había sido frágil y no tardó en caer enfermo, pero recibió una pequeña cabana en la finca cercana de su protector Hugo de Troyes, conde de Champagne, cuando se recuperó. Al año siguiente, el conde Hugo visitó Tierra Santa para contemplar en persona el reino cristianizado de Jerusalén que se había establecido al finalizar con éxito la primera cruzada. A su regreso, el conde cedió de inmediato parte de su propiedad a la Iglesia: el valle agreste de Claraval, a orillas del río Aube. En ese lugar, a los veinticuatro años, Bernardo Sorrel fundó una abadía y se convirtió en el primer abad de Claraval. En nuestra historia es pertinente mencionar que Claraval está situada en el corazón de la región que antiguamente comprendía las actuales zonas francesas de la Borgoña, Champagne, Franco Condado y Alsacia-Lorena y las porciones adyacentes de Luxemburgo, Bélgica y Suiza. En su día, esa región estuvo gobernada por los salios, cuyo nombre significa «pueblo de la sal».

Los francos salios, al igual que los emperadores romanos en época

Augusto, afirmaban que sus antepasados procedían de Troya, en Oriente Próximo, lo que queda atestiguado por topónimos como froyes o París. La antigua Troya posee asimismo conexiones profun das con la sal. Limitada al este por la cadena montañosa de Ida, sus llanuras estaban bañadas por el río Tuzla, cuyo nombre anterior al turco era Salniois, nombres que significan «sal».

Los salios afirmaban que su antepasado Meroveo, el Nacido en el Mar, era hijo de una virgen que había sido fecundada mientras nadaba en aguas saladas. Sus descendientes, los merovingios, vivieron en la época del rey Arturo. Se creía que al igual que ese rey británico poseía poderes mágicos relacionados con el eje polar y sus dos osas celestiales. El nombre de Arturo significa oso y los merovingios adoptaron como estandarte de combate la figura de una osa rampante en actitud de ataque.

Esta conexión entre la sal y las osas se remonta a dos diosas depositarías de un antiguo misterio. La primera es Afrodita quien, como Meroveo, surgió «nacida de la espuma» del agua salada del mar. Gobierna el amanecer y el lucero del alba. La segunda es Artemisa, la osa virgen, cuyo símbolo es la luna y que por la noche origina las mareas. Eso forma un eje entre la mañana y la noche y también entre el polo celestial de la osa y el mar insondable.

No es casualidad que muchos topónimos de la región describan aspectos de ambas cosas o estén relacionados con ellos. Claraval significa valle de luz y Aube, el río que cruza Claraval, quiere decir amanecer. De igual o mayor importancia son los nombres que empiezan por
are-, ark-, art-
o
arth,
como Ardenas, llamada así en honor de Arduinna, una versión belga de Artemisa, y el
bar
o
ber
alemán que figura en topónimos como Berna o Berlín. Por supuesto, todos esos nombres significan oso, lo mismo que Bernardo.

En sus primeros diez años como abad, Bernardo de Claraval ascendió con rapidez, se podría decir que milagrosamente, hasta convertirse en el eclesiástico más destacado de Francia y confidente de los papas. Cuando contingentes independientes de italianos y franceses eligieron a dos papas distintos, Bernardo evitó el cisma y consiguió sentar en el trono pontificio a su propio candidato, Inocencio II. Ese éxito fue seguido de la elección de un anterior monje de Claraval llamado Eugenio como siguiente papa, a quien Bernardo instruyó la preparación de la segunda cruzada. Bernardo desempeñó asimismo un papel decisivo en la obtención de la sanción de la Iglesia a la Orden del Temple, una orden fundada conjuntamente por su tío Andrés de Montbard y su protector el conde Hugo de Troyes.

Las cruzadas se habían iniciado un milenio después de Cristo y duraron unos doscientos años. Su misión consistía en reclamar la Tierra Santa a los «infieles»,
ai-Islam,
y unir las iglesias oriental y occidental, es decir Constantinopla y Roma, con un centro de interés común en Jerusalén. Poseía importancia específica conseguir el control occidental sobre los centros religiosos clave, como el templo de Salomón.

El Templo Real de Salomón, erigido hacia el año 1000 a.C, fue destruido por los caldeos unos quinientos años más tarde. A pesar de que fue reconstruido, se perdieron muchas reliquias santas, incluida el Arca de la Alianza de tiempos de Moisés, que había sido traída de vuelta a Jerusalén por el padre de Salomón, David. El segundo templo, restaurado por Herodes el Grande justo antes de la época de Cristo, fue arrasado por los romanos durante la rebelión de los judíos del año 70 d.C. y no se llegó a reconstruir. De modo que el «templo» custodiado por los templarios en las cruzadas era de hecho una de las dos estructuras islámicas levantadas en el sigloVIII: la
Masyid el-Aqsa,
o Mezquita Mayor y la algo anterior Cúpula de la Roca, lugar de la era de David y del primer altar hebreo en Tierra Santa.

Bajo ambos emplazamientos circulaba un sistema de conducciones de agua, cuevas y túneles, cuya construcción se inició antes de la época de David y que, según se menciona muchas veces en la Biblia, forman una estructura por toda la montaña del Templo. En esas catacumbas se sitúan también los «establos de Salomón», unas cuevas usadas por los templarios con capacidad para cobijar dos mil caballos. Uno de los manuscritos del mar Muerto, en Qumrán, el manuscrito de cobre, relaciona un inventario de tesoros que en su día se ocultaron en estas cuevas, incluidos muchos manuscritos y reliquias sagradas hebreas, así como la lanza que atravesó el costado de Cristo.

Esa lanza fue descubierta por los primeros cruzados mientras sitiaban Antioquía. Al quedar atrapados más de un mes por los sarracenos entre los dos recintos amurallados, recurrieron a la carne de caballo y de los animales de carga, y muchos murieron de hambre. Pero un monje tuvo la visión de que la famosa lanza estaba enterrada en la iglesia de San Pedro, bajo sus pies. Los cruzados exhumaron la lanza y la llevaron ante ellos como un estandarte. Sus poderes les permitieron conquistar Antioquía y avanzar con éxito para tomar Jerusalén.

El nombre de franco
(Franko,
en alto alemán), significaba lanza, mientras que los vecinos de los francos, los sajones, se llamaban
Sako,
es decir, espada. Esas tribus de guerreros germánicos demostraron ser tan formidables que los cronistas árabes llamaban francos a todos los cruzados.

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