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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (68 page)

BOOK: El círculo mágico
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Por primera vez sonrió y observé un destello de esa sensualidad lánguida que le había dado fama, una cualidad que, por lo que recordaba, durante cuatro décadas había hecho hincar de rodillas a nobles y magnates, quienes depositaron riquezas a sus pies.

—¿Estabas muy unida a mi abuela? —pregunté. Entonces, me acordé de que Zoé era también mi abuela y añadí—: Me refiero a...

—Ya sé a lo que te refieres. No te disculpes —me cortó en seco Zoé—. Un día quizás aprendas la lección más importante que podría enseñarte: en esta vida podrás hacer y decir lo que quieras siempre y cuando no te disculpes por ello.

Tuve la sensación de que, en el caso de Zoé, esta regla general le había resultado muy útil en más de una ocasión.

Pidió al camarero que sirviera champán en dos copas más que estaban en la mesa, a la espera de nuestra llegada. Ya estaban medio llenas con una misteriosa mezcla púrpura que el camarero convirtió en una nube al verter el líquido.

—Esta bebida se llama
la Zoé
—nos informó—. Como mi nombre, significa «vida». Ideé este mejunje una noche en Maxim's hace... ¡madre mía, hace tantos años! En París, todos los que querían estar a la moda lo bebían. Quería conocerte aquí, en Les Deux Magots, para brindar por la vida. Como nadie viene tan temprano también podemos hablar en privado. Me gustaría hablarte del
magot
que falta y cómo se relaciona con nosotros.

»Luego, como también se da el caso de que nadie almuerza hasta las dos, más o menos, he reservado una mesa en la Closerie des Lilas, dentro de unas horas. Espero que en el hotel donde os hospedáis os hayan servido un buen desayuno.

Adopté una expresión impávida e intenté desesperadamente que mi rostro delator no se sonrojara al recordar el «desayuno» que habíamos tomado esa mañana. Wolfgang me estrujó la mano bajo la mesa.

—Una ración de aceitunas —indicó Wolfgang al camarero en francés. Cuando éste se marchó, comentó a Zoé—: En América no toman alcohol tan temprano sin comer nada para acompañarlo.

«Excepto mi disipada familia», pensé. Levantamos las copas y brindamos por la vida. Con el primer sorbo, el gusto embriagador y oscuro de esa bebida me supo a peligro.

—Ariel... —pronunció Zoé con un tono casi de propiedad, que quedó explicado por sus siguientes palabras—, puesto que tu madre ha mantenido siempre nuestra relación en secreto, quizá no te hayan dicho que fui yo quien elegí tu nombre. ¿Imaginas por qué te llamé así?

—Wolfgang me contó que Ariel era uno de los nombres de Jerusalén y que significa «leona de Dios» —dije—. Pero siempre había imaginado que me llamaba así por Ariel, el pequeño espíritu que el mago Próspero tenía esclavizado en
La tempestad
de Shakespeare.

—No, de hecho es por el nombre de otro espíritu que más adelante tomó como modelo a ése —afirmó Zoé, que citó en alemán:

Ariel bewegt den Sang in himmlisch reinen Tonen;

viele Fratzen lockt sein Klang, doch lockt er auch die Schónen...

Gab die liebende Natur, gab der Geist euch Flügel,

Folget meiner leichten Spur!
Aufzum Rosenhügel!

—«Ariel canta y toca el, esto, el arpa —traduje—. Si la naturaleza te dio alas, sigue mis pasos hacia una colina de rosas.» ¿De dónde es?

—De
Fausto
—respondió Wolfgang—. Es la escena que se desarrolla en la cima de la montaña Brocken, la noche llamada
Walpurgisnacht,
una antigua fiesta germana que Goethe invoca en esta obra. La palabra significa «la noche en que limpian los bosques con fuego».

Zoé observó a Wolfgang como si lo que acababa de mencionar tuviese algún significado tácito. Luego, mi siempre encantadora abuelita quitó la espoleta de la granada de mano.

—Esa parte de
Fausto,
la escena de la limpieza, es cuando el espíritu Ariel limpia a Fausto de la amargura y el sufrimiento que ha causado a los demás —nos informó—. Ten en cuenta que muchas veces Fausto los había dañado sin querer, en su búsqueda de una mayor sabiduría como mago. Era el fragmento favorito de Afortunado, ¿sabes? Le caían las lágrimas cada vez que lo oía. —Después de tal afirmación, añadió—: La gente no cae en la cuenta de que la noche en que murió, el 30 de abril de 1945, era la víspera del primero de mayo, lo que equivale a decir que él y Eva se suicidaron en la
Walpurgisnacbt.

—¿Afortunado? —exclamó Wolfgang, confundido—. Pero el 30 de abril de 1945 es una fecha famosa: es el día en que Hitler se suicidó. ¿Era él «Afortunado»?

Entonces me acordé de que Wolfgang no había estado presente cuando Laf contó la historia en la que reveló el simpático mote con que mi familia apodaba al tirano más cruel del mundo.—Pues claro —le comenté con cinismo—, un amigo de la familia, por lo visto. Me sorprende que no te hayas enterado.

Pero había algo que todavía no me habían contado y que habría preferido no saber.

—No exactamente un amigo —aclaró Zoé con una notable sangre fría—. Se podría decir que era casi un miembro de la familia.

Mientras me recuperaba de ese comentario, añadió:

—Lo conocía desde que era una niña. Lo cierto es que Afortunado era un hombre corriente con habilidades, orígenes y formación corrientes, pero consciente de que su gran fortaleza radicaba precisamente en la simplicidad. Eso era lo que muchos consideraban más aterrador, porque debajo había algo primario que resonaba en el interior de las personas sin que tuvieran consciencia de ello. Lo de Afortunado era más que mera hipnosis, como muchos quieren creer. Todo lo que lo rodeaba era arquetípico: tocaba un punto genuino en todos. —Hizo una pausa y añadió de forma espeluznante—: Al fin y al cabo él no apretó en persona el gatillo trece millones de veces, ni tampoco dio órdenes por escrito para que lo hicieran otros. Afortunado sabía que bastaba con que la gente sintiera que tenía permiso para hacer lo que estaba oculto en su interior, lo que acechaba en su corazón.

Me sentía enferma de verdad. Zoé me miraba con frialdad con esos ojos azules mientras seguía sorbiendo su champán teñido de color ciruela, con aspecto de sangre. De repente, la luz del sol era fría. Era cierto, Laf y todos los demás me habían advertido de que Zoé era una colaboradora nazi. Pero eso había sido antes de estar ahí sentada, tomando una bebida que llevaba su nombre y escuchando la espeluznante noticia de sus propios labios. ¡Y había sido antes de saber que esa mujer fría que tenía ante mí era mi abuela! No me extrañaba que Jersey renunciara a ella. Aunque sentía náuseas, me limité a apretar los dientes y a mantener la compostura. Dejé con cuidado el vaso de veneno púrpura y me erguí para enfrentarme a ella cara a cara.

—A ver si lo entiendo: ¿crees que hay algo «primario» y «arquetípico» que hace que la gente corriente «resuene» ante la idea del genocidio? —le pregunté—. ¿Crees que tu amiguito Afortunado era un tipo cualquiera con una idea cuya hora había llegado? ¿Crees que sólo necesitamos el permiso de una persona con autoridad para que la mayoría de gente juegue a «sigamos al Führer y hagamos lo mismo que él»? Pues déjame que te diga, señora mía, que no hay nada primario, arquetípico, metafórico ni genético que me impulsara a emprender una acción sin el conocimiento total y consciente de mis actos y mis motivaciones.

—He vivido lo bastante —prosiguió Zoé con calma— para ver qué fuerzas se desencadenan al establecer contacto a niveles tan profundos, incluidos los que has visto desencadenarse por los manuscritos de Pandora. Así que permíteme que te pregunte una cosa: ¿no fuiste tú quien pidió esta cita de hoy? ¿Eres «plenamente consciente» entonces de que la fecha que has elegido, el 20 de abril de 1989, conmemora el centésimo aniversario del nacimiento de Adolf Hítler? ¿Es eso una simple coincidencia?

Sentí un escalofrío horrible, pero que muy horrible, mientras miraba esos ojos gélidos y claros de mi terrible, pero que muy terrible abuela. Por desgracia para mí, todavía no había terminado.

—Ahora, te voy a contar algo que tendrás que creer. Quien no comprenda la mente de Adolf Hitler, nunca entenderá a Pandora Bassarides ni sus manuscritos ni los motivos reales durante
die Familie Behn.

—Esperaba que Wolfgang te lo hubiera dejado claro —le dije con frialdad—. He venido a París por un motivo. Creía que podías ser la única persona viva que me explicaría el misterio del legado de Pandora y que me desentrañaría los muchos secretos referentes a su relación con nuestra familia. No he venido a oír propaganda nazi; he venido por la verdad.

—Ya veo, jovencita: quieres que todo sea cierto o falso, bueno o malo, blanco o negro. Pero la vida no es así, ni lo ha sido jamás. Las semillas están en todos nosotros. Se riegan ambos aspectos a la vez y crecen uno al lado del otro. Y en lo que respecta a nuestra familia, tu familia, hay muchas cosas que sería insensato no contemplar sólo porque no puedes clasificar las cosas en compartimientos. No siempre es fácil separar el grano de la paja, incluso después de haber cosechado.

—Caray, nunca he sido un genio para descifrar parábolas —solté—. Pero si tu idea de la «verdad» es que todos somos posibles asesinos en serie a no ser que tropecemos con la gente adecuada, no estoy de acuerdo contigo. ¿Qué provoca que la gente «civilizada» se levante una mañana, vaya a ver a los vecinos, los meta en vagones de carga, los tatúe con números de serie y los embarque a algún sitio para exterminarlos de forma metódica?

—Ésa no es la pregunta adecuada —dijo Zoé, como si fuera el eco de Dacian Bassarides.

—Muy bien, ¿cuál es entonces? —quise saber.

—La pregunta adecuada es: ¿Qué provoca que crean que no pueden hacer eso?

Me quedé mirándola largo rato. Tenía que admitir, aunque sólo fuera en mi interior, que ésa era la pregunta adecuada. Aun así estaba claro que el punto de vista de Zoé y el mío partían de premisas muy distintas. Yo Había adoptado el supuesto, algo ingenuo, de que todas las personas eran buenas por naturaleza, pero capaces de ser conducidas hacia actos malvados a gran escala a través de las manipulaciones hipnóticas y oscuras de un solo hombre. Por otra parte Zoé, que, no lo olvidemos, había conocido a ese hombre, sostenía que todos estábamos provistos con semillas del bien y del mal, y que lo único que bastaba para inclinar la balanza hacia el lado negativo era un ligero empujón. ¿Cuál era el ingrediente secreto que yacía a gran profundidad en todas las sociedades cuerdas, que nos impide matar a nuestros vecinos porque no nos gusta el corte de pelo que llevan o cómo cortan el césped de su jardín? ¿Acaso no era eso lo que Hitler más detestaba de los gitanos, eslavos, mediterráneos y judíos: que eran distintos?

Y de hecho, yo tendría que saber mejor que nadie que el odio tribal y el genocidio no eran una leyenda perdida entre las nieblas de lo remoto y lejano. Todavía retumbaba en mi mente, del primer día en la escuela en Idaho. Sam me había acompañado y cuando pasamos delante de otros chicos por el pasillo, uno había susurrado lo bastante alto para que Sam lo oyera: «El único indio bueno es un indio muerto.»

Dios mío.

Me ponía enferma que cada vez que arañaba un poco más en la superficie de la historia familiar encontrara algo desagradable, espeluznante o inaceptable, pero comprendía que fuera lo que fuese lo que mi recién encontrada abuela fascista tenía que contarme, podría resultar necesario para acercarme al centro que Dacian había denominado verdad, como mínimo respecto a la familia. Así que me tragué mi amargura y asentí a Zoé para que prosiguiera. Dejó la copa y entornó los ojos.

—Para que captes algo de esto, tanto si te gusta como si no, debes entender primero que la naturaleza de las relaciones que nuestra familia tenía con Afortunado diferían de las que éste tenía con otros.

«Algunos creían que lo conocían bien. Como Rudolph Hess, que bautizó a su hijo con el apodo "secreto" de Afortunado: Wolf, es decir, lobo. Más en sintonía estaba Joseph Goebbels, que tuvo seis preciosos hijos rubios. Un número interesante, el seis. Se llamaban Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedde y Heidi.

Me miró intensamente y luego, añadió:

—¿Sabes qué les sucedió a esos niños rubios de Goebbels cuyos nombres empezaban por H? También fueron sacrificados en la
Wa-purgisnacht:
envenenados con cianuro en el bunker de Hitler en Berlín por sus propios padres, quienes mataron a su perro Blondi del mismo modo y luego se suicidaron.

—¿Sacrificados? ¿Qué demonios quieres decir? —exclamé.

—La víspera del primero de mayo es la noche del sacrificio y la purgación —me explicó Zoé—. El día siguiente recibía antes el nombre de
beltaine,
los fuegos de Bel o Baal, la sexta estación del calendario celta y el punto central del año pagano. La noche en que Hitler se suicidó, el 30 de abril, recibía en tiempos remotos el nombre de Noche de la Muerte. Se trata del único día santo pagano que no se convirtió nunca al calendario cristiano y que posee aún su poder primario original intacto.

—¿Así que la gente que murió en el bunker de Hitler sacrificó a sus hijos en algún tipo de... rito pagano? —pregunté horrorizada.

Zoé no me respondió directamente.

—El acontecimiento más importante de esa noche fue el primero: un matrimonio entre dos personas que sabían que pronto estarían muertas —dijo Zoé—. El novio era Adolf Hitler, por supuesto. Pero, ¿quién era la novia en esta boda celebrada en un momento tan peculiar? Una mujer insignificante que cumplía una función importante y que de forma muy interesante se llamaba Eva, como la primera mujer de la Biblia, la madre de la humanidad. Su apellido describe el color de la tierra, l
a prima materia
que sirve de base a todas las transmutaciones alquímícas. Era Eva Braun.

Y con ese comentario, Zoé empezó su relato...

EL SEÑOR BROWN


Y hay un hombre cuyo nombre desconocemos, que trabaja en la sombra para sus propios fines... ¿Quién es?No lo sabemos. Se refieren a él con el poco comprometido nombre de «señor Brown». Pero una cosa sí es cierta: es el mayor genio criminal de su época. Controla una organización extraordinaria. Originó y financió gran parte de la propaganda pacifista durante la guerra. Tiene espías en todas partes...


¿Podría describirlo?

—No
me fijé. Era muy corriente, como cualquier otro.

AGATHA CHRISTIE,

El misterioso señor Brown
(1922)

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