Detrás de la Lluvia (17 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Sus modales no intimidan a todo el mundo. Deberían saber medir sus pasos en ciertas ocasiones. Y ahora, antes de marcharse, quizá podrían explicar su especial interés por mi primo. Si han identificado a los estrangulados, poco les valdrá su testimonio.

El inspector jefe se tomó un tiempo para digerir su cólera. Habló como si tuviera un flemón en la boca.

—Los dos hermanos no murieron estrangulados. Recibieron un tiro en la cabeza.

—¿Un tiro? ¿Y qué tiene eso que ver con mi primo?

—No descartamos que él sepa algo y nos lo haya ocultado, como ocultó conocer al hombre estrangulado cuya foto le enseñamos en el hospital.

—¿Están seguros de que le conocía?

—Lo hemos confirmado. No sólo eso sino que, además de trabajar juntos, eran amigos. Por eso queremos saber en qué lugar está para hacerle unas preguntas.

—Tendrán que esperar cinco años a que vuelva. O a que venga de permiso.

* * *

Al caer la noche, a solas Alfonso con su madre, ella dijo:

—¿Crees que Carlos tiene algo que ver con esos muertos?

—No, de ninguna manera.

—¿Por qué no les has dicho que Carlos está en la Legión?

—Son policías. Que lo averigüen.

—Todavía no entendí por qué marchó a la Legión.

—Te lo expliqué. Fue llamado a filas porque no había hecho la mili. Prefirió ir a un cuerpo donde se come mejor y se gana más. Menuda diferencia. Si yo tuviera que hacer la mili también iría al Tercio. Aparte de ello, sabes que Carlos es algo extraño, quizá por haber estado solo muchos años. No deja nada atrás. Lleva consigo todo lo que tiene.

—¿Qué me dices de Cristina?

Alfonso miró a su madre y movió la cabeza.

—Demos tiempo al tiempo.

Más tarde Alfonso volvió a pensar en lo ocurrido con los policías. No le extrañó su comportamiento porque era la forma que tenían de señalarse, pero sí el cabreo que mostraba el jefe. Dejó la sensación de que creía que Carlos era o podría ser el asesino de los dos capataces. Qué estupidez. Estuvo un rato pensando. Luego miró en el dormitorio de su madre y comprobó que dormía. Fue a la habitación utilizada por su primo. En el armario había un traje con chaleco, un par de zapatos, dos corbatas, un pantalón y dos camisas, todo limpio y bien conservado. Carlos le había encomendado que lo vendiera todo y le enviara el dinero en la primera ocasión. Constituían todos sus bienes, además de la pequeña maleta situada encima del mueble. La cogió y la puso encima de la cama. Estaba cubierta por una funda de tela abotonada. La quitó y apareció una pieza bella, de buena madera, hecha sin duda por un esmerado ebanista. Tenía unas artísticas cerraduras, que abrió. Había varias cajas de regular tamaño. Manipuló en los cierres y levantó las tapas. Fue mirando en su interior. Cartas y fotografías, dos estrellas de cinco puntas, dos medallitas doradas, trece monedas de peseta, las «rubias» de la República, y un bulto envuelto en una tela. Se sentó en la cama y estuvo un rato pensando. Desenvolvió el bulto. Miró la pistola durante un largo rato antes de empuñarla. Era pequeña, negra y plana, muy manejable. Unos 800 gramos. Era una FN modelo 1921 fabricada en la ciudad belga de Herstal, bajo patente Browning, por la Industria Nacional de Armas de Guerra. Como gran aficionado a las armas y a la Historia sabía que era reglamentaria en el ejército belga y en distintas policías europeas, tal como la española, y que fue usada durante la guerra civil por los capitanes y comisarios de la República. También que con una del modelo 1910 un patriota serbio asesinó en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, junto a su esposa Sofía en junio de 1914, lo que fue el detonante para el comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Capítulo 22

Recuérdame cómo era yo entonces

cuando te rescaté de tus naufragios

y lamía tus heridas cada tarde.

PURA SALCEDA

Tauima, Protectorado de Marruecos, abril de 1941

La diana floreada desperezó a los doscientos cincuenta hombres de cada compañía para pasar la primera lista. Luego, todos en tropel a los lavabos. Después del desayuno a los reclutas de todas las compañías les hicieron formar en ropa de faena a un lado del patio de armas, tan grande como dos campos de fútbol. Un capitán, respaldado por un teniente y dos sargentos, les dio la bienvenida y les explicó lo que era el Credo legionario y lo que se esperaba de ellos. También les explicó los servicios que habían de realizar, incluidos los de cocina, talleres y jardinería, que se harían en orden rotatorio porque nadie dejaría de acudir a instrucción, todos con armas.

Más tarde fueron pasando por la oficina para contestar a un cuestionario sobre estudios, oficios, deportes, habilidades y conocimientos para saber en qué lugar habrían de ser destinados hasta y después de la Jura de Bandera. Entre los nuevos había médicos, practicantes, abogados y estudiantes, aunque predominaban los labriegos, albañiles y otros sin oficio o con profesiones ocultadas.

El acuartelamiento del Tercio ocupaba una enorme extensión. Carlos nunca había visto unas instalaciones militares tan grandes y con tantos servicios. Guiados por un veterano, los aprendices de legionario visitaron los pabellones de tropa y suboficiales, las oficinas y cuartos de oficiales, los talleres mecánicos, de pintura, de carpintería y guarnicionería, los espaciosos comedores, el gran salón de entretenimiento con biblioteca para la soldadesca, la cantina, la academia-escuela para oficiales y suboficiales, la piscina, las cocheras, cuadras de caballos y acémilas, los almacenes y otros pabellones. El patio de armas era el centro de la actividad cuartelaria. Fuera del recinto se extendían exentos de límites el inmenso campo de instrucción y el de deportes. En los comedores, la sorpresa de los reclutas fue total al ver que las mesas eran reducidas, como en los restaurantes, y tenían manteles, vajilla y cubertería, y que los camareros eran legionarios con chaquetilla blanca y guantes haciendo juego, servicio que se renovaba mensualmente como en las cocinas. Era como estar en otro ejército. Y desde esa perspectiva parecía un acierto el integrarse en la milicia como profesión.

—¿Has visto? —comentó Javier a su amigo—. Esto es de puta madre. Hemos hecho bien en engancharnos.

—Normalmente nada es lo que parece.

—Venga, compáralo con los cuarteles de allá.

El cuartel estaba situado junto al río Zeluán, que se arrastraba perezosamente hacia la mar y donde muchos soldados se bañaban. Muy cerca estaba el aeródromo militar, de una hectárea de extensión, y que sustituyó al antiguo de Zeluán y al provisional de Cabrerizas Altas cuando se pacificó el Rif. Era el aeródromo de Melilla y a él llegaban los vuelos desde la Península. Los nuevos legionarios, con prohibición de abandonar el área, no tenían muchos lugares donde pasear por lo que llenaban los cafetines y tascas del poblado. Tauima era la Legión. Sin ella seguiría siendo el mísero aduar que encontró el ejército español al elegir el terreno. Ahora tenía casas de madera y de ladrillo y había una industria casera de fabricación de tortas, bollos, tortillas y fritangas de carne y pescado bajo una sinfonía ruidosa de perros, burros, corderos y cabras, todo ello sepultado en una bacanal de moscas peleadoras. Había sastrería, venta de ropas y uniformes, tiendas de calzado y diversos, algunas pensiones y oficinas, y dos burdeles con chicas controladas por médicos militares.

Luego vinieron días iguales en los que la actividad era fundamentalmente matutina, con los inevitables incidentes derivados de la concentración de los cuatro mil hombres que se acumulaban en el Tercio. Aunque les dijeron que siete banderas habían sido eliminadas, a Carlos le extrañaba esa enorme exhibición de hombres y medios, a los que había que sumar los de otros Cuerpos diseminados por la zona. Juntos representaban un ejército excesivo cuando no existía peligro de guerra con nadie.

Capítulo 23

Per aspera ad astra.

(El camino del cielo está sembrado de espinas.)

LA BIBLIA

Valdediós, Asturias, noviembre de 1932

—Padre, no sé si podré seguir. Hay cosas que no me cuadran en cuanto a la fe, el sacerdocio y a mí mismo —dijo José Manuel.

—Qui non cogitat non dubitat
, quien no piensa no duda.

—Cierto, pero
Ad impossibilia nemo tenetur.
; nadie está obligado a hacer lo imposible —respondió José Manuel.

El rector que dirigía cuando él llegó había sido sustituido un año antes por el actual, don Fermín Rodríguez Fernández. Ya habían tenido varias conversaciones que permitieron al mandante obtener información suficiente sobre el pensamiento del alumno.

—La fe, como la vocación, es un regalo divino, un don. Te alcanza o no.

—No me siento alcanzado.

—Debes confiar en que te llegará. Estás en quinto y has superado grandes pruebas. Sé todo sobre ti. En unos meses entrarás en Filosofía. Por nuestra parte no hay motivos para que abandones.

—Los monjes pasan la vida enclaustrados, hacen vida monástica auténtica. Pero los curas salen del convento donde estudiaron y se instalan en una feligresía. Allí están rodeados del mundo que se les impidió conocer durante los estudios. Es muy difícil que no se vuelvan mundanos. De hecho, no hay ninguna garantía de que ello no suceda.

Don Fermín le miró con intensidad.

—¿Por dónde van tus pensamientos? Los monjes son siervos que abandonan el mundo por un amor infinito a Dios. Pero Dios necesita maestros que divulguen sus leyes a los legos. Los curas son esos maestros, como soldados de un ejército sin armas, sólo la palabra para propalar los mandamientos del Señor y lograr que haya bondad y amor en el mundo. Sin curas, ¿quién cumpliría esa misión?

—Entiendo que los que se ordenan sacerdotes deben hacer vida libre de pecados y ser ejemplo de virtudes. —El director seguía mirándole con interés—. Pero he visitado parroquias, allá en Lena y también en este Concejo, y me desconcierta que la mayoría de los curas sean gordos, se den a la comida, lo que es más que el simple pecado de gula porque se produce en una tierra de hambrunas. Y me han dicho que a otros les gusta el dinero y los hay que fornican con las sirvientas, por lo que han caído en los pecados de avaricia y lujuria. ¿Cómo es posible si fueron alcanzados por la gracia de Dios? ¿Por qué esa contradicción?

El rector se quedó helado.

—Y tú, ¿dónde dejaste tu sentido de la ecuanimidad? ¿Crees que lo que oyes es verdad? ¿Qué tiene que ver la gordura con la gula?

—Mucho que ver. No hay un solo chico gordo en el seminario. Usted mismo es delgado. Los que engordan lo hacen fuera.

—Existen esos curas y los que caen en la tentación de la carne, mas son casos esporádicos. Porque el Diablo acecha y las tentaciones son constantes.
Errare humanum est
, y los clérigos también lo somos.

—Se nos enseña que debe prevalecer el espíritu sobre el cuerpo.

—Sí. Por ello la Iglesia reprueba esos comportamientos. Debe reconfortarte el ejemplo de tantos miles que cumplen con sus preceptos e incluso han muerto por defenderlos.

—Morir... Tengo una falta nunca confesada, que me atormenta. Se trata de que hace unos años busqué en una cueva...

—Lo sé. Me lo dijo el anterior rector. Ya dije que sé todo sobre ti.

—¿Qué le dijo?

—Que un hombre que vino con tu familia hace tres años le habló de ello. —José Manuel le miró con sorpresa. El rector sonrió—. ¿Había un tesoro?

—No lo sé con certeza. Pero no es ese el asunto. El pecado es no haber indicado exactamente el lugar para que mi padre pudiera comprobarlo y, de existir, haberlo sacado.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Nunca me dejaba hablarle, me despreciaba. Esperé a ser mayor y fuerte para intentarlo yo. Ahora es tarde. Ya no me interesa si lo hay o no. Me consume la pena del tiempo desperdiciado.

—Séneca dijo que
Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat
, es decir, que importa distinguir entre el que no quiere pecar y el que no sabe. —Le miró tratando de esconder su simpatía—. Eso no es exactamente un pecado. Es una acción dudosa, de la que estás arrepentido. No es motivo para abandonar tu formación. Lo otro, tu pensamiento sobre la vida de los sacerdotes, sí es grave y me preocupa porque atañe a principios básicos. Debes recordar que la prueba para los que aspiran al sacerdocio se resume en tres contraindicaciones. La primera, ser crítico con la Iglesia católica. La segunda, no ser gustoso con la liturgia. La tercera, ser complaciente con la sexualidad. Quien alberga estos sentimientos no puede pasar a formar parte de los elegidos. Hoy vuelves a manifestar tus constantes dudas sobre dos cuestiones, sin haberte expresado en esta ocasión sobre el sexo. Encuentras dificultades para que te llegue la vocación. Concedámonos más tiempo. Estoy seguro de que lo superarás y encontrarás el camino.

Capítulo 24

Existió una naranja

pequeña como el mundo de tus ojos

Fui incapaz de comerla

y la devolví al árbol nuevamente

por no verla morir entre mis manos.

ANA MARTÍN PUIGPELAT

Madrid, abril de 1941

Tía Julia llegó a casa con el devocionario y el rosario en la mano, y el velo protegiendo sus cabellos. Como cada día, venía de rezar el rosario en el templo de los Paúles. Había un gran trecho, mas eso le ayudaba a mantener a raya sus kilos. Al entrar en su cuarto sorprendió a Alfonso buscando en los cajones de la coqueta. Quedó sorprendida porque nunca antes había ocurrido cosa igual.

—¿Qué buscas, hijo?

Alfonso se conturbó. Entendió que era una falta de respeto hacer lo que estaba haciendo sin haberle pedido permiso. Pero consideraba que no tenía otra opción.

—Perdona, mamá. He estado viendo las fotos de Carlos de pequeño y las cartas de la tía, lo que te mostró cuando vino.

—¿Buscas algo en particular?

—Mamá, ¿qué sabes de Carlos?

Los cansados ojos de tía Julia mostraron su desconcierto.

—¿A qué te refieres?

—Sí. ¿Qué te ha dicho, dónde ha estado en tantos años?

—Bueno, no sé... La verdad es que no habla mucho. Ya le conoces.

—Precisamente por eso, porque no le conozco.

—Lleva con nosotros desde...

—Y seguimos sin saber nada relevante de él.

—Bueno, tampoco él nos hace preguntas.

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