Despertando al dios dormido (15 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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Uno, dos, tres, cuatro. Cada vez estaba más cerca. El trueno que siguió retumbó por toda la casa, tan largo y potente, que le hizo encoger instintivamente la cabeza entre los hombros.

En la segunda habitación el hedor era tan intenso que no tuvo más remedio que retroceder, sacar un pañuelo, mojarlo con agua en el lavabo y respirar a través de él para no vomitar lo poco que había comido. Parecía un dormitorio reconvertido en estudio, con la cama atiborrada de papeles y fotografías que la luz del pasillo no le permitía distinguir, un archivador metálico de cuatro cajones y un armario ropero cerrado.

Entró en la habitación, se pegó a la pared y se mantuvo inmóvil, aunque el sentido común le indicó poco después que había estado recortada estúpidamente en el marco de la puerta, ofreciendo un blanco perfecto a un hipotético agresor. Un tanto apaciguada por el hecho de no oír ningún ruido excepto el de la lluvia, encendió la luz que había sobre la mesa y trató de buscar el origen de la pestilencia.

Unos momentos más tarde, descubrió con horror el origen del hedor. En un rincón del despacho había algo parecido a un fósil marino, tan sólo unos huesos cartilaginosos parcialmente cubiertos con una manta andrajosa y que podían ser confundidos con los de algún enorme animal acuático, pero que Julia identificó con rapidez. Cerca de la base del cuello sobresalía una jeringa hipodérmica vacía.

Al echarse hacia atrás, horrorizada, Julia fue a dar contra el escritorio. Marcada con claridad espeluznante sobre uno de los muchos documentos que lo atestaban se podía distinguir una huella de mano parecida a las que exhiben las cuevas prehistóricas. Pero aquélla tenía tejidos interdigitales que
no
eran humanos.

Julia siguió retrocediendo y topó con la ventana cerrada. Al mirar hacia abajo para evitar tropezar y caer, vio que en los papeles caídos que había bajo el alféizar se podían asimismo distinguir un par de huellas de pies, también palmípedas. Saltó como si hubiera pisado lava ardiente y salió andando de espaldas, golpeándose de nuevo contra la pared del pasillo. El poco aire que le quedaba en los pulmones le salió disparado al chocar y allí se quedó, clavada a la pared con el bastón coralino en alto, mirando alocadamente en todas direcciones, intentando simplemente respirar.

Un súbito relámpago le hizo proferir un grito inarticulado y el trueno que lo acompañó de inmediato la hizo volver a gritar.

De repente, todo cobró sentido. Supo con inusitada certeza que el desdichado Grosshinger había sufrido la terrible visita de un ser horripilante que habría llegado hasta allí en busca de… ¿qué? ¿El cuadro? ¿O simplemente había ido a eliminar a otro infortunado testigo de la monstruosa conjura? Ahora ya no estaba tan segura de que los seres no contasen con la ayuda humana. ¿Es que los restos no eran indicio suficiente para la policía? ¿Cómo se explicaba el hecho de que los monstruos supiesen dónde estaba el poseedor de una prueba de su existencia? ¿Qué clase de humano degenerado se habría ofrecido a los insidiosos seres y a cambio de qué indescriptibles prebendas?

Un trueno que pareció querer arrancar la casa de los cimientos la sacó del inmovilismo en el que había caído. Con un estremecimiento, dirigió sus pasos hasta la última habitación del pasillo. Era un dormitorio que tenía una cama desecha, una mesita de noche con una pequeña lámpara caída, un armario abierto que contenía ropa de hombre arrugada y un pequeño baúl de madera bajo la ventana.

De pronto, Julia no pudo sostenerse en pie. Sin importarle el cochambroso estado de la cama, se dejó caer sobre ella y se cubrió la cara con los brazos. La evidencia de la persecución sin límites y sin respiro a que sería sometida —a la que estaba siendo, rectificó su aterrada mente— la abrumaba por completo.

La impotencia y el desespero hicieron desaparecer las pocas energías que conservaba, como si se las tragara un desagüe, trazando un remolino vertiginoso que la iba absorbiendo, atrayéndola cada vez más abajo, más cerca del centro oscuro y sin fondo de la locura más abyecta.

Julia se sintió incapaz de reaccionar, aterida de frío y consumida por un pánico irracional, iluminada una y otra vez por un estroboscopio de relámpagos que se sucedían casi sin interrupción. Se quedó tendida boca arriba sobre el inmundo lecho, con el estruendo de la lluvia transformada en una verdadera cortina furiosa de agua que trataba de hundir el tejado. Estaba atrapada en una burbuja de aire ponzoñoso y corrupto, que apestaba con el hedor de una muerte encarnada en monstruosidad inimaginable. Cada bocanada de aire se transformaba en un dolor agudo que le quemaba los pulmones y sentía cómo la iba abandonando la cordura y tal vez la misma vida a cada exhalación sibilante que lograba dar.

Entonces, por encima del estruendo del único y eterno trueno que retumbaba sin apagarse, por encima incluso del sonido constante de la lluvia, escuchó los golpes sordos y el ruido inequívoco de
algo
arrastrándose, y tuvo la certeza de que iba a morir.

Había sido descubierta, rastreada y cazada como una alimaña. El recuerdo de una voz que casi no reconoció se abrió paso en su mente.

«Cuando llegue Dios, le podrás pedir un deseo, ranita mía.»

Se incorporó como una autómata, rígida y sosteniendo aún el bastón inútil en una mano que ya no sentía. De repente, los recuerdos de su infancia adquirieron una perspectiva nueva y horrible. Una tras otra, las piezas del rompecabezas iban encajando en un mosaico todavía fragmentado pero del que ya se intuía el motivo principal. Miró por la ventana pero la intensidad de la lluvia no dejaba ver más allá de un par de metros. Ya no tenía ni fuerzas ni voluntad para luchar. Se dirigió hacia la habitación contigua, donde seguía encendida la luz de la mesa, y se sentó en la misma silla que con toda seguridad había sido testigo del horrible destino del profesor. Dejó el bastón encima del escritorio, se quitó los guantes y esperó, extrañamente serena, el fatal desenlace.

Los golpes sonaban cada vez más cercanos y parecía como si
eso
estuviese trepando por la hiedra que cubría las paredes de la casa. Abajo sonó el estruendo de madera y cristal de una puerta al romperse.

Su mano rozó el bastón de coral. El horror rampante había llegado a la ventana. Una silueta monstruosa fue recortada por los relámpagos que desvelaban a un mundo ciego y prepotente el horror sin nombre que buscaba la venganza de un ultraje cometido cuando la humanidad ni siquiera era un vocablo.

Los Dioses Primigenios querían recuperar el mundo que les había pertenecido mucho antes de que la especie depredadora que se llamaba a sí misma humana les hubiera maldecido, desterrado y condenado a una prisión eterna.

Julia cerró los ojos con fuerza, incapaz de seguir mirando la repugnancia viscosa de ojos saltones que había aparecido en la ventana y cuya anormal boca se abría y cerraba mostrando hileras de dientes afilados como agujas. Pero en lugar de oír el ruido del cristal haciéndose añicos para dar paso a la encarnación de la muerte, Julia oyó un alarido totalmente inhumano, casi líquido, parecido al de un ahogado exhalando por última vez antes de hundirse para siempre en el océano, un sonido terrorífico al que siguió un ruido de deslizamiento y después, el silencio relativo de la tormenta.

Cuando abrió los ojos, la criatura ya no estaba en la ventana, que seguía intacta. Se levantó como un muñeco de resorte y se acercó a ella. No se veía nada a través de la espesa cortina de agua y el ángulo no le permitía ver el suelo. Poseída por una fuerza desconocida que surgió de su interior, abrió la ventana y miró hacia abajo, ignorando la lluvia que caía sobre su cabeza como una ducha fría. En el suelo, inmóvil, vio al grotesco engendro que unos instantes antes había estado a punto de acabar con su vida. A unos metros, había otro monstruo, armado con algo parecido a un tridente, girando la cabeza deforme de un lado a otro, como si estuviera buscando algo. Y tras él, la luz de un relámpago iluminó a más monstruos que iban aproximándose a la casa dando unos extraños saltos.

De pronto, en el repentino silencio que se formó entre dos truenos, se oyó el estampido seco de un rifle que retumbó en las oscuras colinas. Otro monstruo cayó como un fardo al suelo fangoso, con el contorno iluminado por un relámpago. Antes de que sonara el trueno, se oyó otro estampido, y luego otro, y otro. Como en un sueño, hipnotizada como un ratón frente a una cobra, Julia vio caer, una tras otra, a las horribles criaturas, en un duelo inacabable de truenos y disparos.

Algo crujió en el interior de la casa. Julia se dio la vuelta a tiempo para ver astillarse el techo de la habitación. Por el hueco asomó una monstruosa garra palmípeda que desgarró la estructura de vigas de madera como si fueran papel. Con un ruido sordo y una nube de astillas y agua, una de las pesadillas cayó ante ella blandiendo una pica de aspecto metálico.

Algo pareció romperse en el interior de Julia y de pronto le faltó el aire. Quiso retroceder pero ya estaba pegada a la pared. De pronto, se oyeron pasos apresurados en la escalera y, casi sin dilación, sonaron dos disparos. El monstruo lanzó un gorgoteo inarticulado y cayó hacia delante, intentando empalar a Julia en su caída. Un latido separó su instinto de la muerte, y una vez más, consiguió esquivar la enorme y húmeda mole cartilaginosa que hizo estremecer el suelo al caer.

Un nuevo relámpago enmarcó la puerta y a una mujer vestida con un gabán largo que asía un arma humeante con las dos manos. El viento y el agua de la lluvia penetraron por el techo destrozado y Julia consiguió respirar el aire puro y lleno de humedad que barrió de sus doloridos pulmones la pestilencia de la casa.

Con los ojos muy abiertos, Julia echó la cabeza hacia atrás y se rió. Rió sin poder contenerse, con carcajadas descontroladas que fueron creciendo de volumen hasta transformarse en gritos histéricos. Al erguirse, su cabeza golpeó con fuerza contra el marco de la ventana y se desvaneció, envuelta en la negrura y el silencio.

Capítulo IX

Halifax, enero de 1999

Señor G.

¿Ha perdido usted el juicio? ¿Se da usted cuenta del peligro en el que ha puesto el proyecto? Ya le expuse mi comprensión respecto a la delicada situación económica por la que está atravesando, pero recuerde que no son sus cuadros, ni tampoco su investigación. El éxito de nuestra empresa depende en gran medida de la discreción de la que hemos hecho gala hasta ahora.

Aunque es cierto que nadie ha podido descifrar el código de los sellos, dejar que uno de los cuadros salga a la luz pública constituye un gran error, una auténtica incitación al desastre. Ese cuadro brillará como un faro en la lejanía y atraerá sin duda la atención de demasiada gente.

Ha de recuperarlo cueste lo que cueste y cuanto antes. Por mi parte, he despachado un mensajero que se hará cargo de los dos lienzos y que le compensará, creo que adecuadamente, por todos los servicios que nos ha prestado durante todo este tiempo. Me temo, amigo mío, que su posición se ha vuelto comprometida y que, desafortunadamente, ya no podremos contar más con su ayuda.

Dese prisa en recuperar el lienzo, pues el tiempo apremia.

Con la fe puesta en el próximo Despertar del Dios Dormido,

Sinceramente,

W.T.M.

Wienenwald, Austria, diez días antes

Markus Wilhem Grosshinger no había tenido nunca demasiado aprecio por la vida ajena. Los terribles experimentos que había llevado a cabo con humanos mientras trabajaba para el Gabinete Ocultista del Tercer Reich, y más tarde en el asilo de Irlanda, no habían representado nunca ningún impedimento moral, aún comprendiendo a la perfección la malvada naturaleza y los terribles propósitos que perseguían.

Sin embargo, en aquellos momentos, la vida, su propia vida, había pasado a ocupar el primer puesto, sobrepasando con holgura el valor de los objetos que atesoraba en la apartada finca austríaca. El mensajero al que hacía mención la última misiva había resultado ser mucho más que eso.

Grosshinger se había lanzado escalera abajo, confiando en poder llegar hasta el garaje, tras conseguir hincar la jeringa que contenía la única defensa conocida al monstruo que había intentado asesinarle. La huida se había frustrado al ser detenido en la puerta de la cocina por otros dos seres, contra los que ya no había podido hacer nada, salvo intentar inútilmente desasirse de las garras de acero que le llevaron a rastras hasta el cercano río. Allí, uno de los monstruos le había salpicado la cara con agua mientras murmuraba algo, y Grosshinger se había desvanecido.

El horror había adquirido proporciones inesperadas cuando se había recuperado de la inconsciencia. Hacía frío, mucho frío. Un débil resplandor le permitió ver que estaba atado a un poste con algo parecido a algas, y que el frío y la sensación de languidez provenían de que estaba bajo el agua. El cuello le dolía como si estuviera en carne viva, pero el dolor se esfumó al darse cuenta, asombrado, de que podía respirar sin esfuerzo.

Giró la cabeza y vio que estaba sujeto a una de las columnas de un templo ciclópeo sumergido de cuyo interior surgían unos extraños resplandores verdosos y cánticos altisonantes y distorsionados.

Unos filamentos oscuros flotaron perezosamente ante su atónita mirada, algo de textura casi oleosa que provenía de la parte inferior de su cabeza… Grosshinger quiso gritar, pero lo único que salió de su boca abierta fue un gorgoteo teñido de sangre, la misma que fluía con toda libertad de los dos enormes cortes que ahora le servían de agallas. Se agitó como un poseso, pero las algas se enroscaron aún más en torno a su cuerpo, retorciéndose como serpientes.

A lo lejos, algo se agitó entre las sombras del fondo marino. Grosshinger abrió mucho los ojos al ver que el fulgor verdoso se reflejaba en ese algo que se iba aproximando con rapidez. Los cánticos discordantes alcanzaron un ritmo frenético. Y los débiles retazos de cordura que aún conservaba desaparecieron por completo cuando comprendió que lo que se acercaba no era uno, sino miríadas de largos tentáculos dentados, atraídos por el tapiz flotante de sangre que en otro contexto hubiera parecido una exquisita aunque macabra obra de arte.

—Vamos, cariño, huele esto. Lo he traído desde muy lejos sólo para ti. —Su padre le sonreía mientras le alargaba un diminuto botellín que contenía un líquido ambarino—. A tu madre le he traído otro, pero éste es para mi pequeña ranita.

Julia sintió una inmensa alegría al ver el rostro bondadoso de su padre, que siempre que volvía de alguno de sus viajes a tierras exóticas la obsequiaba con algún tesoro —una pulsera de oro, una estatuilla o un extraño colgante que era la envidia de sus amigas en el colegio—. Su madre, que la cogía de la mano, también sonreía.

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