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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (23 page)

BOOK: Asesinos en acción
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El vigilante partió en busca de los guardas, penetrando en la espesura de la selva.

De pronto se paró. Algo le había tocado en mitad del pecho con apagado ruido. Se examinó de pies a cabeza y vio pendientes de la pechera de su camisa unos fragmentos de cristal.

Parecían los trozos de una bolita de finas paredes y contenían restos de un líquido que despedía un olor raro y suave, agradabilísimo.

Entonces se quedó dormido.

—¡Estas bolas anestésicas obran como por arte de magia! —cloqueó Monk, surgiendo tras de un matorral. Y desarmó al vigilante.

—Me parece que ya no debe haber más —dijo Ham. Y salió al claro, blandiendo su estoque—. Poco trabajo nos dan, pobre gente. ¿Te agradaría luchar de verdad? A mí, sí.

—¿Y tú qué sabes lo que es una batalla de verdad? —dijo burlonamente Monk.

—¡Callad, muchachos! —ordenó Doc.

En pos de él venían Johnny, Long Tom y Renny. Junto al hombre de bronce parecían dos pigmeos y un gigante, no porque Johnny y Long Tom fueran enanos ni muchísimo menos, sino simplemente porque estaban en buena compañía.

—Veamos lo que nos reserva el porvenir, hermano —sugirió Doc con suavidad.

Salieron de la selva y, frente a ellos, distinguieron la mole del Castillo.

—¿Cómo entrar en él? —dijo Ham, perplejo.

—¡De un modo u otro! —replicó resueltamente Monk.

Sacó una granada, tiró la aguja de percusión y la echó lejos de sí. El huevo de metal fue a chocar con una de las paredes de ladrillo cubiertas de enredadera y originó una cortina de llamas.

La sólida piedra se convirtió como por arte de hechicería en polvo, humo y una lluvia de fragmentos terrosos. El estruendo de la explosión repercutió, en salvas, por toda la marisma.

Cuando se extinguió el humo, apareció en la pared un gran boquete.

Doc y sus hombres penetraron a paso de carga por la brecha abierta en el Castillo.

A su paso se desmoronaban trozos de mampostería; agacharon el cuerpo y marcharon a través del humo acre que aún quedaba en el fondo de la brecha, y de una nube cegadora de polvo.

Ante ellos se extendía una vasta sala decorada con bastante mal gusto. El papel de sus paredes tenía un dibujo abigarrado de manchas, rayas y motas multicolores.

Era feo de verdad, vulgar, ordinario. Luces de colores diversos cegaban la vista del que las miraba.

Un gran trono de relumbrón ocupaba el centro de la estancia.

Al extremo opuesto atravesaba el umbral de una puerta, en aquel crítico instante, un hombre vestido de bata y con una máscara de seda.

Apenas vislumbrado, su batiente se cerró de golpe. Después rechinó una llave en la cerradura.

—¡Ahí va! —gritó con voz atronadora Renny.

Doc y sus hombres persiguieron al Araña.

En mitad de la habitación Monk se detuvo para saltar a pie juntillas sobre la repulsiva tarántula del Araña. En su huída, el jefe la había dejado caer al suelo y alocada trazaba en el suelo círculos convergentes.

—¡Confío en que será un buen augurio! —murmuró Monk al aplastarla bajo sus grandes pies.

Golpearon la puerta. Era de madera. La ametralladora de Renny hizo un ruido semejante al de una remachadora de vapor.

Tenía una puntería excelente y separó la cerradura de la puerta más limpia y pulcramente que con una sierra adecuada.

El batiente se abrió.

—¡Por aquí! —dijo Doc. Sus oídos aguzados acababan de captar el rumor de los pasos del Araña, que arrastraba algo los pies al andar.

Bajaron por un corredor. Un tramo de escalera les llevó a las entrañas de la tierra. Doc descendió saltando los escalones de cinco en cinco.

Colocaba los pies en el centro matemático de cada quincuagésimo peldaño que pisaba, como hacía cuando se trataba de bajar de uno en uno.

Monk quiso imitar la hazaña y por poco se mata. Hecho un ovillo bajó rodando la escalera y se levantó de un salto al llegar al final.

Por suerte no se había hecho más daño, que si fuera una pelota de goma.

—Gracioso como de costumbre —comentó Ham finalmente.

—Eso digo yo —replicó tranquilamente Monk.

El estampido ensordecedor de una ametralladora ahogó su respuesta.

Una lluvia de balas arrancó a ambas paredes del corredor esquirlas pedregosas.

Renny respondió a la descarga con su arma, que vomitó fuego por dos veces. Hondo silencio sucedió al incidente, si se exceptúa el rumor de una rápida carrera y la respiración anhelante de los hombres en acción.

El Araña daba en aquellos momentos muestras de gran agilidad. Era que la muerte aleaba con helada respiración sobre su espalda.

El tramo de escaleras terminaba en un nuevo pasillo, que tenía a ambos lados sendas rejas de hierra separadas por tabiques medianeros. Parecía el corredor de una cárcel.

¡Junto a las rejas se apiñaban varios rostros!

Doc vislumbró al pasar las agraciadas facciones de Edna Danielsen. Después distinguió las de Eric el Gordo y unos pasos más allá el rostro de Horacio Haas. Llevaba todo manchado el flamante atavío.

¡El corredor era una prisión!

En él estaban encerrados los presidentes y propietarios de las grandes compañías madereras del Sur, a quienes el Araña imponía su voluntad obligándoles, como ya sabemos, a firmar la venta de sus propiedades a hombres que eran sus instrumentos.

La persecución emprendida llevó a Doc y sus compañeros a otra habitación.

Era un despacho con su mesa-escritorio, máquinas calculadoras y archivos de puerta metálica.

En su huída, el Araña había cogido de encima de la mesa un puñado de papeles y escapaba por una segunda puerta situada al fondo del despacho.

Con la prisa dejó caer los papeles y traspasó el umbral de la puerta medio segundo antes que Doc.

Se oyó un portazo. Esta vez el batiente era de sólido acero. Además, se la aseguró por dentro.

Doc recogió los papeles esparcidos por el suelo y corrió junto a Monk.

—A ver ¡pon un huevo! —le ordenó riendo.

Monk extrajo una bomba de mano del ancho bolsillo de su americana.

—¡Santo Dios! —exclamó Ham haciendo memoria de su caída de poco antes por la escalera—. Pero, ¿llevas llenos de eso los bolsillos?

Doc Savage ojeó los documentos de que se había apoderado. Constituían un hallazgo precioso.

Eran un completo record de las sucias transacciones del Araña, al que acompañaban una nómina de los empleados que trabajaban a sus órdenes.

Tales documentos constituían por sí solos una prueba suficiente para meterle en la cárcel y poner en fuga a la banda que había organizado.

La granada de Monk había estallado y en la puerta se abrió una cavidad suficiente para dar paso a un hombre. Además, el batiente pendía de sus goznes.

Doc y sus hombres se lanzaron a la carga.

Pero tropezaron con una resistencia inesperada.

La puerta daba acceso a una vasta pieza en la que se hallaban unos treinta terrosos habitantes de la marisma.

Todos iban armados. Eran los miembros del círculo íntimo del Araña.

Era evidente que habían sostenido una especie de cónclave. En el centro de la pieza había una caja, agujereada, como para dar entrada en ella al aire y cubierta con fina tela de alambre.

¡Estaba llena de moscas venenosas! Evidentemente las tenía a mano el Araña para el caso de que le fallara su plan de dar muerte a Doc… como así había sido en efecto.

Al entrar Doc, acababan de examinarla los íntimos del jefe.

Sonó la detonación de un arma de fuego. La bala pasó rozando el bronceado cabello de Doc sin penetrarle, afortunadamente.

La ametralladora de Renny contestó al ataque con tecleo ruidoso.

Semejaba un saco que se vaciara rápidamente.

Mas, una batalla no puede ser ganada disparando uno o dos tiros. Los íntimos del Araña apuntaron a los hombres de Doc con sus ametralladoras.

El Araña se había refugiado detrás de ellos. De súbito inició un Kick up y lanzó una granada de mano con la punta del pie.

El huevo de metal voló por el aire en línea recta.

Doc y sus hombres parecían destinados a perecer. No contaban con tiempo suficiente para retroceder ni tampoco podían rechazar la granada con la mano, como si fuera una pelota, pues estallaría al más ligero choque y en su interior llevaba nitro en cantidad suficiente para reducir a polvo a los seis hombres.

Como en otras ocasiones fue el gigante de bronce el que salvó la situación.

Con velocidad tal que la vista no fue capaz de apreciarla arrancó la ametralladora de las grandes manos de Renny y el arma voló por el aire.

El lanzamiento fue llevado a cabo con perfecta puntería.

A mitad del camino detuvo la marcha de la bomba de mano y ésta estalló cerca de la caja colocada en mitad de la habitación.

La caja se rompió.

De ella se escapó un enjambre de moscas…

—¡Atrás! ¡Fuera de aquí! —La voz potente de Doc sonó como un trueno.

Él y sus hombres giraron a un tiempo sobre sus talones y huyeron de las moscas. Detrás de ellos oyeron gemir a los hombres del Araña.

Los hambrientos insectos caían sobre ellos, haciéndoles víctimas de su propia maldad.

De todos los bribones que quedaban en la cámara de la muerte sólo el Araña Gris tuvo presencia de ánimo suficiente para huir en pos de Doc Savage.

Y sólo, detrás de él, manteniéndose a la distancia de unos veinte pasos.

Temía que acarreara su muerte la trompa contaminada de las moscas.

Al sentir sus mordiscos en su carne exhaló agudo gemido y trató de ahuyentarlas quitándose la máscara y agitándola en torno de su cabeza.

Fue entonces cuando Doc y sus camaradas distinguieron las facciones del hombre que se apodaba a sí propio el Araña Gris.

Habían llegado al extremo del pasillo y en aquellos momentos cruzaban el umbral de la puerta que le aislaba de las celdas donde estaban encerradas las víctimas del Araña.

En el preciso momento en que ponían el pie en la línea divisoria, el monomaniático que venía corriendo detrás de ellos se pisó la larga túnica y cayó de bruces al suelo.

Las moscas venenosas, sedientas de sangre, volaron en torno de sus alteradas facciones y se posaron en ellas infligiéndole mil muertes con sus mordiscos.

Sólo un momento clavaron, Doc y sus hombres, la mirada en aquel rostro convulso; mas sólo un momento bastó para reconocer los rasgos de aquel demonio que elaboraba sus planes con tan perversa y cruel habilidad.

En aquel momento Doc y sus compañeros de aventura vieron a la única persona de quien jamás habían sospechado.

Su rostro era el de Silas Bunnywell… y los gemidos que escuchaban exhalados era por su voz, aquella misma voz que habían creído reconocer en la marisma por su timbre familiar.

¡Silas Bunnywell, el decrépito, y, en apariencia, inofensivo tenedor de libros de los Danielsen, era el Araña Gris!

Con enérgico portazo cerró Doc la puerta del pasillo, dejando en él encerrados al jefe y los miembros secretos de la banda del Mocasín.

¡La muerte que habían planeado para otros iba a cebarse en ellos!

Colgado de un saliente de la pared, tras de la puerta, halló un llavero con varias llaves. Estas abrían las puertas de las rejas tras de las cuales estaban los prisioneros del Araña y Doc les dio suelta seguidamente.

¡Lastimoso era su estado! Muchos lloraban de alegría y todos testimoniaron su gratitud a Doc Savage.

Algunos habían estado presos varios años. Por lo visto, la banda del Araña llevaba largo tiempo operando a la sombra.

Sólo últimamente se había atrevido su jefe a atacar a las grandes compañías madereras, porque se sentía más fuerte.

De entre estos testimonios, el más conmovedor fue el dado por Edna Danielsen cuando la abigarrada procesión abandonó el Castillo del Mocasín.

Y no por lo que dijo, aun siendo harto elocuente, sino por el calor, por el sentimiento que puso en ellas.

Por la mezcla de gozo y desesperación con que despidió a Doc como si finalmente comprendiera que debía ocultar en el fondo de su alma y mantener allí encerrado el sentimiento que el hombre de bronce había hecho nacer en ella.

Monk, que generalmente comprendía todos los estados de ánimo, expresó de este modo lo que experimentaba en aquellos momentos:

—Duro es para esa hermosa muchacha haberse interesado hasta ese extremo… mas, aún no ha nacido la mujer que pueda enamorar a nuestro Doc.

Una vez fuera del castillo, cuando la deslumbrante luz del sol bañó sus rayos a nuestros aventureros, cedió la tensión nerviosa de sus nervios.

De momento, había concluido su trabajo.

Doc, que iba algo apartado del grupo se inmovilizó de pronto. Pensativo, clavó la mirada al Norte.

¿Era ello, acaso, como un presentimiento?

Pues en las tierras del Norte iba a localizarse la loca aventura en que iba a verse envuelto, el terrible peligro que correrían, antes de un mes, en las desoladas regiones árticas.

Sobre el continente polar él y sus compañeros iban a pelear contra una fuerza cuya ferocidad no tenía igual. Y la recompensa del vencedor sería un tesoro fabuloso y perdido bajo la cárdena luz de la aurora boreal.

Ellos entablarían una guerra a muerte bajo las aguas del mar polar.

Pero en aquellos momentos, Doc ignoraba todo esto, desconocía lo que le reservaba el Destino.

Pensaba en la cara del Araña Gris, en la cara del viejo tenedor de libros, en Silas Bunnywell, en una palabra, ¡qué en aquel momento yacía en el suelo, víctima de su propia maldad!

— FIN —

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