Asesinos en acción (16 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: Asesinos en acción
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El siniestro personaje se acercó al teléfono, pidió un número, lo obtuvo y escuchó atentamente la voz que hablaba. Reconociéndole, dijo con áspero acento de firmeza.

—¡Soy el Araña Gris! Reunid a los hombres que os inspiren más confianza del clan del Mocasín.

—Así se hará —replicó muy quedo una voz aterrorizada.

—¡Esta noche acabaremos con ese demonio de bronce! ¡No puede escapársenos de entre las manos!

El Araña colgó el auricular y se rió de un modo muy feo. Salió al corredor (no se había quitado la máscara ni el abrigo ni los grandes calcetines de encima de los zapatos) descubrió una ventana y, alargando el cuello, consiguió ver la calle.

El espectáculo que contemplaron sus ojos le hizo lanzar una exclamación desdeñosa.

Doc Savage instalaba a Eric, Edna, Long Tom y Ham en el taxi, pero él se quedó, como de costumbre, de pie sobre el guardabarros. El taxi se apartó de la acera.

Los dorados ojos de Doc escudriñaron los cuatro puntos cardinales: no se les escapaba nada.

Después, casualmente, se clavaron en las ventanas del edificio, pero en una de ellas ya no estaba el semblante cubierto por el pañuelo.

Dejó a Eric y Edna en la mansión suntuosa que habitaban, entregándoles antes de partir un par de maravillosas ametralladoras en miniatura, sumamente rápidas, que él mismo había inventado, máscaras contra el gas y explosivas granadas de mano.

Había hecho un registro, breve pero minucioso, de la morada de los Danielsen y al concluir estaba seguro de que no estaba escondida en ella ninguno de los hombres del Araña.

—¿Tienen ustedes reflectores con qué alumbrar el jardín? —interrogó a Eric el Gordo.

—Eso creo.

—Pues enciéndalos esta noche. Que uno de sus criados los vigile. Nosotros volveremos, tal vez, por la mañana, pero no puedo afirmarlo.

—No se preocupe de nosotros —respondió Eric el Gordo.

—¡Y tenga mucho cuidado con lo que hace! —le dijo Edna con voz ahogada por una emoción singular, cuyo significado se le escapó a Doc.

Ham y Long Tom se miraron. Al salir dijo Ham sonriendo a su compañero:

—La reina ha caído…

—Todas las mujeres se vuelven locas por Doc —replicó riendo Long Tom.

De casa del millonario maderero volvieron a la central telefónica de Long Tom y allí Doc hizo un esfuerzo para comunicar con Johnny, su llamada no obtuvo respuesta del hidroplano oculto en la marisma.

—No hay manera de hacerle saber nuestra ida al poblado —decidió, finalmente, Doc Savage—. Dejaremos abierto el aparato y si llama que una de las señoritas taquígrafas le participe nuestra marcha.

Una vez más penetraron en un automóvil, sólo que esta vez no fue en uno de alquiler sino en el Roadster de Doc.

El asiento supletorio y el compartimiento reservado al equipaje contenían ya el bagaje indispensable, a juicio de Doc, para la excursión.

Doc se apoderó del volante y metió el Roadster en mitad del tráfico. Dio un golpe seco en el resorte instalado recientemente sobre el volante e instantáneamente sonó bajo el capot una sirena como las de la policía.

La aguja del cuentakilómetros ascendió a cuarenta, cincuenta, sesenta, por hora, con saltos intermedios de dieciocho kilómetros.

Ham y Long Tom se agachaban en los asientos y se cogían los sombreros por medio a que se los llevara la terrible corriente de aire desplazada por el coche.

Doc iba con la cabeza descubierta; de usual nada protegía sus ojos, fuera del parabrisas que en aquellos momentos estaba bajado. Sin embargo, el viento respetaba el orden pulcro de su persona y atavío.

—Creo que sería conveniente alquilar un bote —sugirió Ham de pronto.

—Lo llevamos.

—¿Eh?

—Si, bajo el asiento supletorio: es una embarcación plegable, de seda, que se diría puede meterse dentro de un bolsillo. Junto a ella he colocado el motor, cuyo peso es algo mayor que el de una máquina, pequeña, de escribir, además de otros efectos indispensables.

Ham cerró y mantuvo fuertemente apretados los párpados, para defender sus pupilas del viento impetuoso que le azotaba el semblante, para él era fuente inagotable de sorpresa la manera providencial que tenía su jefe de resolver todos los problemas, y de, por decirlo así, salirles al paso.

Llevaba en la cabeza la máquina pensante más rápida del grupo —si se exceptúa la de Doc— y era capaz de prevenir contingencias futuras, pero el maravilloso hombre de bronce prevenía peligros con que él, Ham, ni soñaba siquiera, y hallaba siempre el modo de precaverse contra ellos.

El jadeante Roadster devoraba los kilómetros. Había cerrado la noche.

Espléndida brillaba la luna, allá, en el firmamento.

La carretera se hundía en la marisma. Sobre ella cipreses corpulentos simulaban una nube de verdor. A sus dos lados, sólo que en terreno más elevado, los pinos erguían sus troncos rígidos, esbeltos, cual centinelas en formación.

—¡Qué región más poblada de árboles! —observó Ham, rompiendo el silencio que reinaba dentro del coche.

—¡Cómo que, en madera, es esta la región que mayor rendimiento produce, después del Estado de Washington! —replicó Doc.

Long Tom observó, riendo:

—¡Toma! Yo que creía que en el Sur se daban solamente algodón y caña de azúcar…

A su izquierda la chimenea de un enorme y magnífico aserradero vomitaba humo y chispas. Dentro de ella mordía la sierra un tronco con un ruido semejante al que produce una seda al rasgarse.

El aserradero resplandecía de luz. Más bombillas eléctricas pendían del cable utilizado, de ordinario, para izar y depositar los troncos aserrados en las vagonetas mediante grapas y cadenas.

El Roadster de Doc prosiguió, aceleradamente, su carrera y pronto quedó atrás el aserradero. La carretera bajaba gradualmente de nivel, se convertía en sendero tortuoso, en alfombra esponjosa de la marisma que ilumina, en raras ocasiones, nuestro satélite.

La luz de los faros del Roadster danzaba sin cesar dibujando sobre el camino bastoncillos semejantes por el color y la forma a trozos de tiza con los cuales hicieran juegos malabares los trazos imaginarios del coche.

—¿Es este el único camino que conduce a la parte de la marisma habitada por Buck Boontown? —interrogó Ham.

—El único —le aseguró Doc.

Pronto se interrumpió la monotonía del viaje. El camino se estrechó, de súbito, de forma que en él cabía un solo vehículo. Más adelante ascendió en pronunciada pendiente. Cruzaba un profundo bayou.

A sus dos lados cabrilleaban, bajo los rayos lunares, las aguas del brazo del río. El Roadster emprendió la ascensión de la pendiente y, al llegar a su centro, demostró Doc, una vez más, su presencia extraordinaria.

Allí donde sus camaradas permanecían indiferentes al peligro, sus doradas pupilas distinguieron un obstáculo inquietante: una varilla clavada verticalmente en mitad del camino.

Más pequeña que un lápiz corriente debió ser colocada, poco antes, en el lugar donde estaba a juzgar por lo removido que aparecía aquel trozo de la carretera.

Doc aplicó los frenos. Distaba sólo unos metros del palito sospechoso y ¡el Roadster iba a sesenta por hora! El coche caminó de través, se bandeó.

Sus cuatro ruedas, inmovilizadas por los frenos, chillaron, como cerdos hambrientos.

Mas la varilla aumentaba, sin cesar, de tamaño. Doc adivinó que el coche no se detendría a tiempo y la carretera era muy estrecha para poder esquivar el obstáculo.

De pronto surgieron varios hombres al otro extremo de la pendiente y se le aproximaron corriendo. Estaban muy flacos y parecían grandes simios sin rabo.

Cada uno de ellos iba armado de una ametralladora tipo de las usadas por la aviación militar, que sujetaban a la cintura, mediante una correa de cuero.

Doc miró en todas direcciones. Detrás del coche aparecían más hombres-mono.

—¡Hemos caído en una trampa! —exclamó Ham al darse cuenta.

Apenas salió de sus labios esta exclamación, cuando le asieron por la cintura y le arrojaron fuera del coche. Su cuerpo describió una curva ascendente y fue a parar al agua.

No obstante lo impensado del ataque, su mano empuñaba aún el estoque.

Mientras presenciaba cómo Ham era lanzado por los aires, Long Tom surcó a su vez el espacio y, en tanto giraba, distinguió la hercúlea figura de Doc, que caía en pos de él.

Lo mismo uno que otro de sus subordinados experimentaron la sensación de que habían sido arrojados al vacío por una catapulta de carne y hueso y el lance les dejó tan aturdidos como si acabara de pasar por sus cuerpos una corriente eléctrica.

Doc no fue más suave con ellos, porque no había tiempo que perder.

Así, les había lanzado al agua en una fracción de segundo, tan precisa como podía haberse obtenido con el más riguroso cronómetro.

El Roadster no había chocado todavía con la varilla.

Al tropezar con ella se ladeó un instante, después sonó un espantoso estallido y una lengua de fuego, surgida como por arte de magia bajo las ruedas delanteras del Roadster, levantó el suelo de la carretera en pendiente.

Astillas de madera, tierra, humo y chispas, ascendían por el aire.

De haber ido un poco más deprisa el Roadster hubiera sido aniquilado totalmente. A la velocidad a que marchaba, sólo su parte delantera quedó destrozada.

Capítulo XII

Sacrificio humano

Raudos como flechas, hendieron el agua Ham y Long Tom. Sus cuerpos chocaron en el fondo del río y juntos ascendieron, de un vigoroso empujón, a la superficie.

Todavía no se divisaba sobre ella la testa bronceada de Doc.

En torno de sus cabezas llovían los restos de la pasada explosión: esquirlas de acera, terrones grandes como barriles, astillas y con ella la parte trasera del Roadster, que se hundió bajo las aguas, con pronunciado glú glú.

Ham y Long Tom se sumergieron apresuradamente por temor de que les hiciera el improvisado diluvio.

Comenzaban a darse cuenta de lo sucedido. El Roadster había entrado en contacto con la enhiesta varilla y una corriente eléctrica había producido una explosión.

Nadando entre dos aguas, alcanzaron el cañaveral que se extendía por el margen del río, bajo la carretera en pendiente.

—¿Dónde estará Doc? —gimió Ham—. No se le ve en parte alguna.

—Quizás… —insinuó Long Tom; mas un estremecimiento le cortó la palabra.

Quizás un fragmento, un proyectil improvisado, procedente de la explosión habría atravesado su cuerpo vigoroso. ¡No era un imposible!

Unos pies desnudos corrían por el suelo de la pendiente. Se escucharon órdenes imperiosas, dadas en la jerga empleada por los hombres-mono y, a continuación, una ametralladora vomitó una serie de disparos…

Long Tom y Ham se sumergieron a escape, al tocar el agua, en torno a sus cabezas, las balas de cuproníquel y sólo emergieron bastante adentro del cañaveral, allí donde eran más densas las tinieblas.

Debajo mismo del lugar de la catástrofe gorgoteaba el agua. Incesantes burbujas ascendían a la superficie.

Las producía el sumergido Roadster de Doc.

Una bañera. —¿Por qué no saldrá Doc?

—Long Tom lanzó una exclamación ahogada.

—Por si es poco lo que nos está sucediendo ¡mira! —exclamó.

A la distancia de unos dieciséis metros Ham vio dos protuberancias nudosas sobre la superficie del agua semejantes a dos negros puños unidos.

—¡Un caimán! —susurró—. ¿También se alimentan de noche esos bichos del demonio?

Los ojos del caimán desaparecieron de pronto.

—¡Salid! —gritó desde la carretera uno de los hombres-mono.

No obtuvo respuesta. Ham y Long Tom empuñaron las armas.

Una nube de postas cayó súbitamente sobre el cañaveral procedente de las ametralladoras que llevaban los hombres del Araña Gris, causando un verdadero estrago.

Filas interminables de cañas fueron segadas, mordidas, astilladas, como por las fauces de un monstruo invisible devorador de vegetales.

Ham y Long Tom comprendieron que llevaban las de perder y no dispararon. Nada más lejos de su ánimo que entablar una batalla final.

—¡Si salís de ahí respetaremos vuestras vidas! —prometió la voz del hombre-mono—. El Araña desea hablaros.

Luego lanzó un juramento que redujo al silencio a los que disparaban las ametralladoras y aguardó una respuesta.

—¡Doc! ¿Dónde estará Doc? —clamó Ham—. Aún no se ha mostrado.

—¡Tenemos que hacer algo! —siseó Long Tom. Desesperado, llamó a los hombres del Araña.

—Nos rendiremos —prometió— si nos permitís bucear un instante. Buscamos a nuestro jefe.

—¡Bucead! —le respondieron prontamente.

—¿No tiraréis sobre nosotros? —interrogó Long Tom.

—¡Buck Boontown sólo tiene una palabra!

¡Buck Boontown! ¿Conque era él quien capitaneaba la banda de sus enemigos?

Ham y Long Tom nadaron y se sumergieron, varias veces, bajo la superficie del río. En vano palparon su fondo buscando el cuerpo gigante de Doc Savage. No hallaron rastro de él y el terror oprimió sus corazones.

Sólo plantas y fango encontraron en el lecho del bayou que distaba poco más de tres metros de la superficie.

Un incesante gorgoteo denunciaba todavía la presencia del Roadster hundido en el bayou. Era como si el coche fuera un ser vivo, del que huía la vida poco a poco.

Long Tom y Ham requisaron sus cercanías varias veces. Desanimados ascendieron, por fin, a la superficie.

—Quizás se haya alejado a nado —murmuró Tom, esperanzado—. Puede permanecer varios minutos bajo el agua.

—Así lo espero —replicó Ham.

Pero un horrible espectáculo que iban a presenciar debía matar en ellos toda esperanza, incluso aquella tan débil que experimentaban en tal instante.

—¡Arriba! —les ordenó Buck.

No sabiendo qué hacer, los dos amigos obedecieron y ascendieron la empinada pendiente hacia la carretera. Los hombres-mono se apoderaron de ellos y les despojaron de sus armas.

A la vista de su pequeñez y perfección más de una exclamación de sorpresa se escapó de labios de los asaltantes. Uno de ellos se apropió del estoque de Ham.

—Me pregunto por qué no hemos luchado —murmuró el brigadier entre dientes.

—¿Para qué, si al final nos hubieran cogido igualmente? —respondió Long Tom—. Fíjate en que estos demonios poseen lo menos veinte ametralladoras. Apostaría cualquier cosa a que pueden sostenerlas fijas en un blanco gracias a la banda de cuero reforzado de metal que llevan en la cintura.

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