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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (19 page)

BOOK: Asesinos en acción
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Con un grito semejante al mugido de un toro, Renny se alzó del asiento y realizó la increíble hazaña de coger a un hombre por la cintura con cada mano. Sólo a la fuerza de sus puños debía poder hacer esto.

Después les lanzó sobre el compacto grupo enemigo.

Monk estrechaba en sus brazos a un manojo de hombres-mono y con ellos cayó del coche a la calle, procurando que quedaran encima sus ochenta kilos de grasa. Un aullido de agonía lanzado como por un solo hombre entreabrió los labios de sus contrarios.

Una de las ametralladoras inventadas por Doc tronaba en manos de Eric el Gordo. Sus tiros hacían desaparecer a todo aquel que se le ponía por delante.

Un segundo después mató a un hombre.

Entonces alguien blandió un cric o gato de automóvil. Eric cayó desplomado. Ya en el suelo, agitó las piernas débilmente tratando de incorporarse.

Un puño férreo, diminuto, le golpeó la sien hasta que cesaron sus chillidos.

Monk emitía una serie incalculable de mugidos, gruñidos y siseos… como siempre que peleaba. Los hombres-mono caían sobre él como una nube par huir de sus puños como ante las aspas de un molino en movimiento.

De súbito asió a un individuo de piel amarillo-terrosa y, sin esfuerzo aparente, le arrojó a veinte pasos de distancia.

Su cuerpo chocó por el camino y derribó a un compañero que iba a apuñalar a Renny por la espalda.

Tres asaltantes intentaban sujetar, entre tanto, a Edna Danielsen y ésta se defendía valerosamente a patadas y mordiscos. Renny dio un traspiés.

Acababa de tropezar con el cuerpo inerte de un hombre-mono al que había recibido a puñetazos. Una docena de enemigos se le echó encima.

El hombre del «gato» se aproximó corriendo y le asestó un golpe en la cabeza. Renny cayó para incorporarse casi inmediatamente soñoliento, al parecer.

Monk corrió a su lado. Sus brazos musculosos describieron un molinete que apartó a sus asaltantes y los dos gigantes lucharon después juntos.

Sonaron uno o dos tiros sin dar afortunadamente en el blanco.

Además, en la oscuridad es casi inevitable confundir a un amigo con un enemigo.

A distancia sonó el silbato de la policía. Los tiros habían sido oídos y alguien daba la voz de alarma.

—Bueno. ¡Hemos vencido! —exclamó resoplando Monk. Y se apoderó del gato con un tirón tal, que por poco arranca de cuajo el brazo de aquel hombre que lo sostenía.

Pero entonces la hermosa Edna Danielsen exhaló un grito penetrante.

Monk y Renny se volvieron a mirarla.

Un hombre-mono de semblante diabólico le apuntaba a la cabeza con un revólver.

—¡Rendíos, condenaos! —ordenó a los dos amigos—. ¿Queréis que mate a la muchacha?

El hombre sabía lo que se hacía. Los dos gigantes vacilaron y su vacilación les fue fatal. Pronto fueron derribados y sujetos. Gruesas cuerdas les ligaron las muñecas y los tobillos.

Un gran camión se aproximó al lugar de la pelea. Monk recordó que Doc había mencionado el hecho de que el Araña Gris utilizaba tales medios de transporte para poner a sus hombres en Nueva Orleans.

Por lo menos, un camión igual había estado aguardando a la puerta del Antílope, con Lefty al volante, cuando los hombres-mono habían depositado la bomba en la habitación que suponían ocupada por los hombres de Doc.

Un camión no podía llamar la atención de los transeúntes a tales horas de la noche, pues muchas tahonas en la ciudad comenzaban a repartir el pan de madrugada.

Así, todos, asaltados y asaltantes, penetraron en él y el vehículo arrancó acuciado por la llamada de la policía, cada vez más cercana.

El que llevaba la voz cantante entre los hombres-mono se encaró con Monk.

—¡Veo que no eres tan listo como creía! —le dijo en su media lengua.

—¿De veras? —repuso sarcásticamente Monk, a quien le dolía su derrota.

—El Araña te sometió a una prueba —siguió diciendo el hombre— al ordenarte que secuestraras a Eric el Gordo. Deseaba saber si era amigo tuyo. Tú se lo has demostrado… bueno. ¡Esto prueba que trabajas para el hombre de bronce!

Monk pestañeó varias veces. Después, pausadamente, se levantó lo que le había quedado de los faldones de la levita y ordenó al hombre:

—¡Pégame un puntapié! ¡Duro!

Comprendía entonces el engaño de que habían sido víctimas él y Renny.

Mas, ¿cómo las órdenes del Araña se habían recibido en Nueva Orleans con tan asombrosa rapidez?

Que él supiera no había nadie en el mundo que pudiera competir con Renny en velocidad.

—¿El Araña os ofreció, por radio, una recompensa, quizás, si os hacíais caer en la trampa? —inquirió súbitamente inspirado.

—OUI, lo adivinaste —dijo el hombre-mono.

—Monk miró a Renny. Decaían sus ánimos. No cabía duda de que sus asaltantes formaban parte de la fuerza permanente que mantenía el Araña en la ciudad para el cumplimiento de sus órdenes.

¿Cómo no había pensado antes en un hecho tan sencillo? De este modo, nada era tan fácil para el jefe de los vuduistas como preparar la celada en que iban a caer.

—¡Nos estamos convirtiendo en un par de idiotas! —gruñó.

Mas, lo peor no era esto. Era haber sido causa de que cayeran Edna y Eric el Gordo en mano de su enemigo.

Y momentos después debía ensombrecerse considerablemente la ya tenebrosa perspectiva.

Pues con un gozo insultante, el hombre-mono que capitaneaba la banda les contó la captura de Long Tom, Ham y Johnny.

Con todo detalle narró cómo habían presenciado sus compañeros, en la marisma, que un saurio gigantesco devoraba el cuerpo atlético de Doc Savage. Evidentemente, había recibido la noticia por radio.

El anuncio de la muerte de Doc produjo un efecto espantoso en la hermosa Edna. Hasta entonces se había portado espléndidamente dada la situación, demostrando escasa nerviosidad.

Mas el relato del hombre-mono la hizo exhalar un solo grito ahogado, y se desmayó.

Todavía no había recobrado el conocimiento cuando la levantaron del suelo del camión en las afueras de la ciudad. Eric el Gordo tuvo que salir tras ella a la fuerza.

Al reanudar su marcha el vehículo que los transportaba, Monk vislumbró un aeroplano parado en un campo próximo al lugar en que habían dejado a los Danielsen. Era evidente que iban a llevarles por fía férrea a algún punto distante.

—¡Al Castillo del Mocasín! —se dijo Monk.

Y se sumió en honda meditación. ¡El Castillo del Mocasín! ¿Dónde estaría enclavado aquel misterioso rendez-vous del cual nada se sabía? ¿Cómo sería?

El camión desarrollaba una fuerza prodigiosa. Poseía por lo visto potente motor y se dirigió a la marisma a ochenta por hora si no erraba Monk en sus cálculos.

La misma velocidad de su marcha movía a avanzar, pausadamente, el tiempo.

Capítulo XIV

La gran sorpresa

No alboreaba aún cuando Renny y Monk arrastrados a presencia de Long Tom, Ham y Johnny, quienes yacían atados de pies y manos en el fondo del cobertizo perdido en la inmensidad de la marisma.

Long Tom exhaló un gemido al verles.

—¡Buenas noches, muchachos! ¡Vosotros erais mi última esperanza! —comentó.

La mirada de Monk tropezó con Ham. Una expresión maliciosa apenas perceptible se reflejó en sus pupilas.

Muy apesadumbrado estaba por la pérdida de Doc, de lo contrario, hubiera prorrumpido en sonoras carcajadas.

Cualquier forma de desgracia que afligiera a Ham tenía la virtud de conmover alegremente a Monk… aunque arriesgara inmediatamente su vida por salvarle si era necesario.

Los dos hombres eran decididos adversarios desde la última guerra, a pesar del bondadoso natural de ambos.

Durante la guerra fue precisamente Monk quien formuló contra Ham la acusación de que se dedicaba a robar jamones (hams) dando así origen al apodo con que se le distinguía.

Y el caso es que no obstante su reconocido talento de abogado, Ham no había podido probar jamás lo contrario, hecho que todavía enconaba la herida abierta en su espíritu.

A su aguda lengua oponía Monk algún dicharacho de los suyos. Un sistema infalible de reducirle al silencio era hacer alusión al hurto de Ham, para lo cual bastaba con mencionar la carne, patas o incluso el chillido mismo de un cerdo. Su sola mención sacaba a Ham de quicio.

Mas, en aquella ocasión, ni uno ni otro tenían ganas de reír o de pelearse.

No era el peligro que corrían el que así frenaba sus lenguas, sino el dolor que abrumaba sus almas ante la pérdida de Doc Savage, su amigo y bienhechor.

El siniestro redoble del tam-tam ejercía aún su influencia sobre la extensa marisma. Su cadencia era en aquellos momentos más viva, sin embargo, y les atacaba los nervios.

Parecía afectar incluso al acompasado palpitar de sus corazones, chocaba, en invisibles oleadas, contra sus cerebros.

—¡Ese ruido infernal acabará por enloquecernos! —murmuró Johnny.

—Sin contar con el reptil gigante que se arrastra, hace rato, frente a la puerta —gimió Long Tom—. Los centinelas le han echado, una o dos veces, pero ahora como ven que nos conmueve su presencia, le dejan en paz. Nos recuerda…la…el…

Un escalofrío cortó la palabra a Johnny y no pudo concluir la frase. La idea del desgraciado fin de Doc le emocionaba en grado sumo.

Una vez más permanecieron silenciosos, escuchando los ruidos de la ceremonia que se celebraba en el anfiteatro de la colina. De vez en cuando sonaba todavía alaridos semejantes al maullido del gato, más penetrantes, más fanáticos, cada vez.

—¡Se trabaja en el lugar del sacrificio! —dijo Johnny con sordo acento—.He estudiado sus ceremonias infernales, por ello lo sé.

—¡Emplea tu inteligencia en materia más útil! —gimoteó Monk—. Por ejemplo: en hallar la manera de sacarnos de aquí.

Long Tom, súbitamente, manifestó su horror con una exclamación entrecortada tras de la cual cerró los ojos.

Los otros volvieron a mirar qué era lo que así le afectaba.

El caimán gigante había vuelto y avanzaba lentamente a la luz de la luna que penetraba en haz de rayos por la puerta del cobertizo. Parecía escapado de las profundidades del averno.

Los centinelas celebraron con risotadas su entrada en el cobertizo. Parecía divertirles el horror que causaba a los prisioneros y chillaron para animarle:

—¡Anda con ellos! —así como otras chanzas de mal gusto.

Uno partió. Se oyó el cacareo de un ave y el hombre volvió con un pollo en la mano. Utilizándolo como cebo, guió al saurio hasta el lugar que ocupaban los amigos. El reptil le siguió como un perro. Jugando, el centinela trató de convencerle de que mordiera una pierna de Monk, pero no tuvo éxito.

Disgustado, le pegó un puntapié en un costado.

El enorme saurio se quedó en un estado de inmovilidad perfecta, como si hubiera oído algo.

¿Oído? ¡Pues ya lo creo!

El sonido que mejor podían acoger los cinco hombres sentados en el suelo sucio de la cabaña y sentenciados a muerte.

¡El canto de guerra de Doc!

Más que nunca se notaba su ventrilocuismo en la maravillosa nota exhalada, suave, tierna, pastosa, que vibraba procedente, al parecer, de los cuatro puntos del cobertizo.

Ella se filtró a través del acompasado golpear de los tambores y débil, diminuta como era, reducía el ritmo salvaje a algo poco importante que ya no constituía un peligro.

El valor afluyó de nuevo a los corazones de los cinco hombres. Una alegría extraordinaria inundó sus cuerpos como baño caliente, exquisito.

¡Doc estaba vivo!

No sabían dónde, mas era indudable que estaba allí, junto a ellos.

Furtivamente, trataron de localizarle… sin resultado. Su canto vibrante parecía emanar de las mismas moléculas del aire.

Por su parte, los centinelas estaban perplejos y no poco asustados.

—¡Sacre! ¿Qué significa esto?

El centinela que le había pegado al saurio retrocedió un paso. El reptil pegó entonces un salto inesperado, el centinela cayó de espaldas y el arma se le escapó de las manos.

El reptil hizo, en aquel preciso instante, lo que no haría jamás un individuo de su especie: se levantó sobre las patas traseras. Su repulsivo estómago quedó al descubierto. Estaba cerrado… ¿a qué no adivináis con qué?

¡Con un cierre de cremallera! Se abrió de pronto con un, ¡ras!, Apenas perceptible y surgió el musculoso cuerpo bronceado de Doc Savage.

De momento, los supersticiosos centinelas debieron creer que el monstruoso reptil se había convertido en el bronceado gigante a quien suponían devorado por uno de sus congéneres, y el asombro les dejó paralizados.

Doc les echó encima su traje de máscara, la piel hábilmente montada de un caimán. Su peso era considerable. Derribó a un centinela.

Otro emitió un aullido de alarma. Su ametralladora comenzó a funcionar. El retroceso del arma sacudió la correa a que iba unida, amenazando destrozarla.

Los cartuchos vacíos se derramaron, uno tras otro, en el suelo del cobertizo.

En su precipitación, el hombre se olvidó del arte de mantener la ametralladora en debida forma, y se la arrancaron.

Una serie de balas fue a clavarse en las planchas de madera que constituían las paredes del cobertizo.

El hombre vio avanzar al gigante y buscó una retirada. Un golpe terrible le derribó.

La pálida luz de la luna se reflejó, entonces, en la hoja de un cuchillo y éste brilló sobre sus cuerpos inmóviles de los prisioneros. Con la precisión de una máquina segó sus ligaduras y cayeron al suelo.

—¡Bravo! —mugió Monk. Y, resoplando, se levantó del suelo.

Un hombre-mono se encaramaba por la pared exterior del cobertizo aneja a una cabaña. Su escuálida figura se divisaba a través de las ranuras dejadas entre plancha y plancha de madera.

Monk avanzó dos pasos. Sus ochenta kilos de peso se elevaron y, con los pies, golpeó la pared. Las planchas cedieron, se rasgaron, se vinieron abajo, y Monk atravesó la pared con la velocidad de una bala.

El hombre-mono halló la muerte en el hundimiento del tabique.

Ahora bien; los habitantes de la marisma poseían un valor animal.

Allí donde seres más inteligentes habrían huido, ellos se quedaban y luchaban… motivo por el cual hallaron rápidamente su Waterloo.

El vigoroso puño de Renny tocó a uno en mitad del cuerpo. Su entereza le abandonó al instante, y cayó hecho un guiñapo sobre el puño que le había aporreado.

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