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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (15 page)

BOOK: Asesinos en acción
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Pasado un instante divisó al enmascarado sin máscara en aquellos momentos, pero… estaba tan lejos que no pudo distinguir sus facciones.

Tras de levantar a su paso una nube de negros pajarracos el hombre se perdió de vista y desapareció, engullido, al parecer, por la selva pantanosa.

Johnny descendió de su atalaya y volvió al poblado. Su trabajo en beneficio de Doc Savage adelantaba a ojos vistos.

ú

Capítulo XI

Un antiguo conocido

Al levantar la nube de pájaros divisada por Johnny, el desconocido había proferido un juramento. Mas su maldición no indicaba mal humor.

Por el contrario, parecía hallarse altamente satisfecho de sí mismo y del mundo en que vivía.

—¡Este jefe vuduista es un tonto! —cloqueó—. Creer que voy a traerle su dinero… veinte mil dólares como quien no dice nada. Ya, ¡tiene gracia!

Tiró un puñado de tierra a un lagarto que corría por el tronco de una palmera, y añadió:

—Ese dinero irá a parar a mi bolsillo. ¡Pues no faltaba más!

En el transcurso de un par de horas llegó junto a un bayou. Anclada en la orilla había una lancha motora. Esta le llevó río adelante, devorando un número determinado de millas, y, finalmente le depositó cerca de la carretera.

Un lujoso coupé le llevó a escape a Nueva Orleans.

—Ahora, ¡por el dinero! —se dijo, sonriendo.

No hay qué decir que se había tragado el anzuelo preparado por Johnny, con caña inclusive.

Anochecía, Canal Street hervía de empleados y oficinistas que tornaban a sus hogares. Los vendedores de periódicos se precipitaban a lo largo de las calles señoriales arrojando su doblada mercancía en los porches de las casas.

Un vendedor de palomitas de maíz hacía su agosto, gracias a los pequeños escolares.

El enmascarado detuvo el coche un poco más debajo de la casa indicada por Johnny, saltó a la acera y echó una ojeada en torno.

Frente a la casa, un hombre abría una zanja. No se veía a nadie más en toda la calle.

El enmascarado echó a andar, y, al pasar junto a la excavación, el hombre que trabajaba en ella sacudió la tierra pegada a su pala, con un golpe asestado sobre el pavimento.

El enmascarado reparó en este hecho, mas, como no tenía nada de extraordinario, siguió su camino, atravesó el porche de la casa y llamó al timbre.

Una voz cascada, temblona, como la de un viejo octogenario, por lo menos, le invitó a entrar.

—¡Adelante!

—Si no hay nadie en la casa más que este vejestorio será sencillísimo despojarle del dinero —pensó el visitante.

Abrió la puerta y penetró atrevidamente en la casa sin molestarse siquiera en echar la mano del revólver que llevaba en el bolsillo.

De pronto se le abrió la boca en palmo. Sus manos buscaron, azoradas, el revólver, pero no llegaron a tocarle. Antes fueron asidas por unas garras aceradas, de bronce.

El rayo descendió sobre su mandíbula y se desmayó.

Su cuerpo inerte fue enderezado y descansó bajo el brazo poderoso de Doc.

El hombre de bronce salió a la calle con su carga.

En aquellos momentos saltaba el trabajador de la zanja blandiendo un bastón (inofensivo en apariencia, aunque en realidad fuera un estoque) que acababa de encontrar removiendo el montón de blanda tierra extraída.

Era Ham.

Ham posó la mirada en la carga que Doc llevaba al brazo y se quedó estupefacto.

—¡Pues sí que tiene gracia la cosa! —exclamó—. ¿Es eso lo que ha caído en la trampa tan cuidadosamente preparada por nosotros?

—Sí, esto. Veo que identificas en él a un antiguo conocido —observó Doc con ironía.

Ham imprimió un movimiento giratorio a su bastón y contempló al prisionero con el ceño fruncido.

¡Era Lefty, el desaparecido detective de la compañía maderera Danielsen y Haas!

—Johnny no tiene la culpa de que hayamos atrapado al Araña Gris —explicó Doc a Ham, un poco después, mientras el coche les conducía a la parte baja de la ciudad—. No conoce Lefty a además cuando ése habló con él iba enmascarado.

—¿Correrá algún peligro si se nota la desaparición de este hombre? —inquirió meditabundo Ham.

—No es probable. Lefty vino indudablemente por el dinero, para quedarse con él; por consiguiente, no creo que haya hablado de su existencia al Araña Gris. El jefe ignorará siempre que haya caído en una trampa.

Agregaron a Lefty a la colección de durmientes que, en el hotel, aguardaban su traslado al estado de Nueva York y al salir de allí propuso Doc a Ham hacer una visita a Long Tom.

Hallaron al pálido, blondo, mago de la electricidad, en la habitación larga y estrecha de un edificio, destinado exclusivamente a oficinas, que había en Canal Street.

Adosadas a ambas paredes de la pieza había una hilera de mesitas, ante las cuales se sentaban muchachas de aspecto competente.

Todas ellas ceñían a sus cabezas el casco de telefonista; sus dedos manejaban el lápiz y ante ellas, en los tableros de las mesas, tenían abierto el libro de notas taquigráficas.

En un ángulo de la oficina, Ham divisó una estación-telefónica transmisora y receptora.

Aquellas señoritas eran taquígrafas de experiencia y se ocupaban en anotar toda conversación sostenida de extremo a extremo, por las líneas telefónicas pertenecientes a las compañías madereras del Sur.

Si se considera el poco tiempo transcurrido, Long Tom había hecho milagros para llegar a obtener tan magnífico resultado.

—¿Qué? ¿Sabes algo nuevo? —le interrogó Doc.

—De importancia una sola cosa: que de un momento a otro captaremos el diálogo sostenido por uno de los lugartenientes del Araña con el encargado que maneja la «Worldwide» —replicó Long Tom.

—¿Sospechas de qué va a tratarse? —siguió preguntando Savage.

—No. Sé solamente que el encargado recibirá un anillo de manos del lugarteniente del Araña. Cuando se celebre el conciliábulo lo amplificará el altavoz que ves ahí —añadió, señalando un aparato instalado en el fondo de la oficina—, de modo que le oiremos todos.

—¡Magnífico! —aprobó Doc, sonriendo.

Y guardó silencio. Aguardaba, sin darse cuenta al parecer, de los estragos que ocasionaba en los corazones del batallón de taquígrafas que le rodeaban.

Al contratar a sus empleados Long Tom había tenido en cuenta, ello era evidente, no sólo sus conocimientos sino también su pulcritud. Había elegido preciosas muchachas y las miradas que todas ellas lanzaban a Doc hubieran animado a una piedra.

En el hombre de bronce no producían efecto, sin embargo. Ellas no lo sabían, pero Doc Savage era indiferente a los encantos femeninos.

—Tendré que echarle de aquí —se dijo Long Tom— para que trabajen estas chicas.

Apenas acababa de pronunciar in mente estas palabras cuando le llamó, con una seña, una de las taquígrafas.

—Acaba de sonar la llamada que esperaba, mister Roberts —anunció.

Long Tom se situó, de un salto, junto a un cuadro, tiró de unas clavijas y del altavoz surgió un susurro amplificado.

El sonido duró unos segundos y a continuación:

—¡Oiga! —dijo una voz áspera—. ¿Hablo con el encargado de la Worldwide?

—Sí, diga —replicó otra voz gruñona.

—¿Cuánto tienes a mano?

—Un cuarto de millón. Precisamente hoy hemos vendido la instalación número 3.

Doc vio claramente lo que estaba pasando. El encargado de la Worldwide acababa de disponer de otra propiedad de la compañía.

Proseguía su venta por lotes. Y el último vendido era, precisamente, aquel donde habían estado los secuestrados Edna, Eric el Gordo, y Ham.

—El AR… —Bueno, ya sabes de quién hablo— dice que desea recibir de tus manos el dinero. Él aguarda a las diez de esta noche.

—¿Dónde?

—¿Conoces la marisma?

—Sí.

—Puedes dirigirte al poblado que habita Buck Boontown y allí verás al jefe. ¡Sé puntual!

—¡Hum! De aquí a la marisma hay muchas leguas, ¿por quién me ha tomado?

—Lo ignoro, amigo. Yo me limito, solamente a transmitirle sus órdenes.

—Bueno. Allí estaré —prometió el encargado de la Worldwide.

—¡Harás muy bien!

La conversación concluyó con este consejo significativo y dos «clics» perceptibles indicaron que acababan de colgarse los auriculares en ambos extremos de la línea.

Doc, Long Tom y Ham cambiaron una mirada.

—Ese hombre va a encontrarse con el Araña en el poblado de Buck Boontown y llevará en el bolsillo un cuarto de millón de dólares —observó Ham. Simuló una finta con el estoque y agregó—: Presumo que iremos allá ¿no?

—Con banderas desplegadas —prometió Doc.

—¿Y yo? —profirió vivamente Long Tom—. ¿Vais a dejarme aquí? ¡No lo consentiré!

—¿Podrá acompañarte la instalación que aquí tienes? —preguntó Doc Savage.

—¡Ya lo creo!

—Pues entonces ¡ven con nosotros!

Salieron apresuradamente a la calle.

Una vez en ella Doc detuvo un taxi y ordenó al chofer que les dejara delante del rascacielos ocupado por las oficinas de la compañía Danielsen.

—¿Quién hay en él? —deseó saber Long Tom.

—Eric y Edna Danielsen —replicó Savage—. Deseo participarles que nos vamos y asegurarme de que están sanos y salvos.

El taxi que les conducía se abrió paso por entre la circulación incesante de las calles principales.

Los comercios encendían las luces de sus escaparates como prueba de que se avecinaba la noche.

—¿Sabes algo de Renny o de Monk? —preguntó Long Tom a Doc.

—Ni una palabra —confesó el interpelado—. Monk finge ser un químico extranjero, que trata de rehuir la venganza de la patria, a la que ha traicionado; Renny asume el papel de batidor de bosques poco escrupuloso en el desempeño de una comisión especial y ambos esperan ponerse en contacto con la banda del Araña, mas como carecen de aparato radiotelefónico no pueden comunicarse conmigo y por ello ignoro su paradero.

Al llegar con el coche frente al edificio de la compañía Danielsen, Doc ordenó al chofer que aguardara un instante y penetró con sus amigos en las oficinas.

En el hall tropezaron con la preciosa Edna. Estaba sola y parecía preocupada.

Doc le dijo gravemente:

—Es una imprudencia la que comete andando sola por los pasillos, sin que nadie…

—¡Un momento! —exclamó ella, interrumpiéndole—. Temo que haya sucedido algo espantoso.

—¿Eh? —profirió vivamente Doc.

—Horacio Haas ha desaparecido —explicó Edna— y también el pobre Silas Bunnywell. Es más. Acabo de hacer un triste descubrimiento en el despacho de nuestro tenedor de libros.

—¿En qué consiste?

—Venga y lo verá.

Un ascensor les condujo al último piso y allí Edna Danielsen les condujo al cubil del viejo Silas.

—¡Mire! —ordenó a Doc con voz temblorosa; y le señaló un punto con el dedo.

La mesa de Silas había sido invertida, lo mismo que la papelera, y, entre ambas había un charco de tinta negra y roja. Por las trazas, el cubil había sido teatro de una lucha violenta.

En un rincón yacía un tintero, enorme, macizo, de cristal, cuyo contenido había salpicado de rojo la pared, casi a la altura del techo.

—Con él han asestado, evidentemente, un golpe en la cabeza de alguien —murmuró Doc. Recogió el tintero del suelo y sus doradas pupilas lo examinaron con atención.

Adheridos a su fondo vio varios cabellos negros.

—¡Pobre Silas Bunnywell! —murmuró con voz ahogada la hermosa Edna.

—Silas tenía el cabello blanco —corrigió reflexivamente Doc— y estos son oscuros. Si no me equivoco pertenecen a la cabeza de Horacio Haas. ¿Estas segura de que han desaparecido él y Silas?

—¡Segurísima! —declaró la atractiva muchacha—. Papá les ha buscado por todas partes.

—¿Dónde está ahora?

—En su despacho.

—Doc, Ham y Long Tom pasaron al despacho. Eric el Gordo daba vueltas entorno a un mismo punto de la alfombra que cubría el piso del Sanctum y la atmósfera estaba saturada del humo despedido sin cesar por su pipa.

—Silas y Horacio han desaparecido al mismo tiempo. ¿Qué le parece? —inquirió, dirigiéndose a Doc.

—No sé qué pensar —admitió éste—. Estoy perplejo a no poder más.

Eric el Gordo se estremeció. No contribuía a aumentar su alegría, ciertamente, oír confesar que estaba perplejo al hombre de bronce.

—¿Qué piensa hacer ahora? —inquirió.

—De momento, nada. Tenemos el tiempo justo de dar el golpe atrevido —repuso Doc—. Uno de los hombres del Araña, encargado de la venta, por lotes, de los almacenes, fábricas, instalaciones, etc. de la Worldwide, debe entrevistarse, esta noche, con su jefe, en el poblado de la marisma fundado por un tal Buck Boontown, para entregarle personalmente la parte de un millón de dólares. La intención de Long Tom, así como la de Ham y mía, es llegarnos a ese poblado y tratar de coger al Araña Gris. Mas, como la marisma está lejos de Nueva Orleans, supongo que debemos partir al instante.

—¡Me gustaría acompañarles! —declaró Eric el Gordo.

—No. Vale más que permanezca aquí velando por su hija —le aconsejó Doc—. Ahora vamos a escoltarles hasta su casa y les dejaremos en ella bien provistos de ametralladoras y granadas de mano, así como de máscaras contra los gases asfixiantes, para que puedan defenderse en caso de que les ataquen los hombres del Araña Gris. ¡En marcha!

Dejaron el despacho y, casi a la carrera, se aproximaron a los ascensores que les transportaron al hall de la planta baja.

Quizás cuarenta segundos después de haberse oído el choque con que se cerraba la cancela de hierro se levantó, poco a poco, una esquina de la alfombra en el despacho de Eric, se dobló hacia atrás y descubrió una trampa hábilmente disimulada de ordinario.

Debajo había una cavidad oblonga de unos centímetros de profundidad.

¡La ocupaba un hombre que había estado escuchando cuanto se decía en el despacho!

Al levantarse, dentro de la trampa, el hombre expuso el rostro a la luz. Iba tapado por una máscara de vivos colores muy parecida a un pañuelo de seda.

En cuanto a su aspecto era un tanto visible, pues a pesar del calor reinante en aquella tarde de verano, envolvía su persona en un abrigo de lana.

Esta precaución era prudente desde su punto de vista. Además la prenda carecía de botones que pudieran arañar los costados o puertas de la trampa, traicionándole, e incluso se había colocado unos grandes calcetines de lana sobre los zapatos, para que su cuero no rozara la madera.

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