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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (18 page)

BOOK: Asesinos en acción
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Johnny no replicó.

—Eres un auxiliar del hombre de bronce —siguió diciendo el Araña— pero ¡ya no existe!… y vosotros vais a morir también. Mis hombres os ofrecerán en holocausto a sus dioses y yo contemplaré cómo se consuma el sacrificio.

Profundo silencio siguió a esta declaración del enmascarado. El ritmo inquietante de los tam-tams vibraba, palpitaba fuera del cobertizo originando con su bárbara cadencia simpáticas vibraciones en las celdillas del cerebro de sus oyentes.

—¡Dentro de breves horas estará todo dispuesto! —manifestó el Araña Gris.

Y giró sobre sus talones.

Capítulo XIII

Secuestro frustrado

Tornó al anfiteatro donde iba a verificarse el drama, marchando a paso ligero, como aquel que tiene aun algo que hacer, y tomó asiento en el centro del semicírculo compuesto por sus íntimos.

Al alcance de su mano estaban sus artilleros.

—Traed a los dos hombres que pretenden engrosar nuestras filas —ordenó.

Hubo una conmoción en la selva vecina y de ella salieron dos forasteros.

Uno de ellos era semejante a un gorila. Parecía bastante duro y corpulento para vencer a su contrario en un combate de boxeo. Su rostro vulgar ostentaba crecido número de cicatrices.

Su epidermis estaba erizada de gruesas cerdas rojas; el otro era tan grande, que parecía una montaña dotada de movimiento. Su semblante era largo, sombrío. Sus labios simulaban una mueca de desdén.

Pero lo más notable del gigante eran sus manos, cada una de las cuales equivalía a un galón de nudillos férreos.

—¡Eran Monk y Renny en persona!

Sin que lo pareciera, los dos tomaron nota del número de ametralladoras que tenían a la vista.

—Esta es la primera vez que veo al Araña Gris —observó Renny mientras avanzaban—. Y no me atrevo a lanzarme sobre él a causa de esas malditas ametralladoras.

—Pues yo no estoy seguro de lo que voy a hacer —replicó Monk con acento de amenaza.

Monk era inquieto, incansable. Cuanto más peligroso es el momento, mayor es la razón que nos mueve a luchar, opinaba. Y él amaba el fragor de la lucha.

Durante la guerra mundial y en varias ocasiones, había tenido encuentros con el enemigo y, por los resultados obtenidos, se sospechaba que habría salido vencedor, finalmente, de no haberse retirado el ejército contrario, desde el Canal a Suiza, vasto campo en que podía escabullirse fácilmente.

—¡Tú déjame hacer, calamidad! —gruñó Renny—. Soy el más inteligente de los dos y urdiré alguna cosa buena.

Esto no era exacto. Monk era considerado en su esfera como uno de los químicos más notables del Globo.

Al hallarse frente al Araña Gris los dos trataron de penetrar con la mirada la máscara que le velaba las facciones y de vislumbrar su figura bajo la bata bordada que llevaba, mas no lo consiguieron.

De soslayo, observaron la hilera de ametralladoras que les rodeaba y se dieron cuenta de que les sería fatal el menor movimiento sospechoso.

Pretender atacar en aquellos momentos al Araña Gris equivalía a un suicidio.

—Mis hombres me han hablado de vosotros —comenzó a decir el Araña, desilusionando a nuestros dos amigos que contaban con reconocer su voz.

Mas, la que acababa de sonar en sus oídos era fingida, poseía un tono poco natural, ello era evidente.

Ni uno ni otro replicaron al jefe de los hombres-mono, pues juzgaron que no era necesario.

—Uno de vosotros es un químico notable —prosiguió el Araña con voz cavernosa— especializado en la composición de gases asfixiantes. Éste ha huido de su país para evitar el castigo a que le hace acreedor su traición. El otro es un comisionado especial del Gobierno, que según tengo entendido, no le hace ascos al soborno, con tal de tener unos cuantos dólares en el bolsillo.

Sucedió a esta explicación una pausa impresionante tras de la cual inquirió el Araña:

—¿Os conocíais de antes de ser presentados uno a otro por mis ayudantes?

—Nopi. Jamás nos hemos visto hasta ahora —cloqueó Monk cerrando las peludas zarpas—. Pero somos… como somos al natural. ¡Este derriba a golpes a sus enemigos y yo les destrozo los pulmones!

Monk no era mal actor. Su actitud era fiera y parecía sediento de sangre, sin mencionar su aspecto.

—Tengo entendido que desea formar parte de mi Sociedad —dijo el Araña Gris.

Monk contempló un momento la repugnante tarántula que se paseaba por la mano de su interlocutor, y sintió el impulso de aplastarla bajo sus pies.

—Así es —replicó, conteniéndose a duras penas.

En la espera que sucedió, Monk y Renny repararon en un incidente que ocurría en la parte alta del anfiteatro.

En su borde había aparecido un saurio gigante, a la vista del cual una voz había gritado:

¡Pegadle un tiro a ese bicho!

—Es el de Sill Boontown —objetó alguien—. Ningún caimán salvaje llegaría hasta aquí con tanta frescura.

—¡Pues entonces tiradle un palo a la cabeza! —suplicó la voz—. Y así no se va haced fuego sobre él. ¡Sacré! ¡Qué bicho más pesado!

Un palo fue a caer ruidosamente sobre el escamoso cuerpo del saurio, que se apresuró a refugiarse en la selva oscura empleando para ello una inteligencia casi humana.

El Araña Gris continuó diciendo:

—Pues bien: me decido a aceptaros. Voy a daros quehacer al instante y esta misma noche os daré diez mil dólares (cinco mil a cada uno) por vuestro trabajo.

—Eso es mucho dinero —gruñó Renny—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Tú que eres batidor de bosques debes conocer, aun cuando sea solamente de vista, al famoso presidente de la compañía maderera Danielsen y Haas. Tal vez conozcas también a su hija…

Renny dio la única respuesta posible.

—Sí, les conozco.

—¡Bueno, pues deseo que llevéis a cabo su secuestro! —manifestó el Araña.

Renny disimuló su sorpresa con un resoplido.

—¡Diantre, pues no pide usted poco que digamos! —dijo.

—¿Qué esperas hacer por diez mil dólares?

—Sí…claro —admitió Renny—. Pero, ¿cómo les secuestraremos?

—¿Para qué vas a recibir diez mil dólares? —repitió el Araña—. Elabora tú un plan. Hallarás a Danielsen y su hija en su casa, provistos de armas y de máscaras contra los gases asfixiantes. Además, el jardín está iluminado a giorno; una vez que les tengas en tu poder…

—Que será cosa fácil por lo que veo… —interrumpió Monk con acento de sarcasmo.

—Me los entregarás —concluyó el Araña Gris, imperturbable.

Y a continuación le dio una dirección de la Avenida Clairborne en Nueva Orleans.

—Allí me encontraréis. Estaré en casa todo lo que resta de noche, o por lo menos desde el momento de mi llegada a la ciudad. Saldré de ésta inmediatamente después que vosotros… si es que aceptáis mi proposición.

Monk y Renny cambiaron una mirada. Veían la ocasión de atrapar al Araña Gris cuando no estuviera resguardado por la hilera de ametralladoras.

Hablarían a Doc, le dirían dónde les aguardaba el Araña y se apoderarían de él fuese como fuese.

Así razonaban sin saber, naturalmente, el espantoso accidente acaecido junto al río ni que Ham y Long Tom habían visto abrirse las fauces de un cocodrilo que llevaba entre los dientes un brazo de Doc.

Tampoco soñaban siquiera que Johnny y Long Tom estuvieran presos en aquel mismo poblado y que les separara de ellos un cuarto de legua escaso.

—Aceptamos —dijo Renny.

—Probaremos… querrás decir —objetó Monk, representando su papel.

Un grupo de hombres-mono armados hasta los dientes les escoltó hasta el brazo del río en cuya margen vieron atracada una lancha motora.

Ésta les condujo velozmente junto a la asfaltada carretera. Allí les aguardaba un soberbio autocar El punto donde alcanzaron el coche estaba bastante más allá del lugar donde se había verificado la explosión. Por ello no se enteraron de lo sucedido e ignoraron que Doc no se encontraba en la ciudad.

Hacía rato que habían dado las doce cuando llegaron a Nueva Orleans. El motor del autocar despedía oleadas de vaho calmoso; el radiador hervía.

Renny, al volante, había cerrado el escape y así estaba. El coche había vuelto más de un recodo a 60 por hora.

—Antes de volver a viajar contigo en coche —dijo con acento de queja Monk— me aseguraré la vida. Jamás he visto una manera de guiar tan disparatada.

—Pero, estamos aquí, ¿no?

—¡Sí, a pesar de tus locuras! —Monk hizo un ademán con el pulgar—. Ahí está el boulevard que conduce a la morada de los Danielsen. ¡Tómale! Probablemente hallaremos en ella a Doc.

—O.K. —Renny maniobró de tal suerte, que estuvo en un tris que no despidiera a Monk fuera del coche.

—¡Cuándo se acabe esta carrera delirante —amenazó Monk— te retorceré el pescuezo!

Pocos minutos después se detenían ante la mansión de Eric el Gordo.

La planta baja y el jardín resplandecían de luz, como les había manifestado el Araña Gris. Las macizas puertas de hierro de la entrada tenían echada la llave.

Monk saltó atrevidamente a la acera, se aproximó a la verja y le dio una vigorosa sacudida.

¡Pin! Una bala dejó la huella de su paso en el complicado trabajo artístico de la puerta, a pocos centímetros de la cabeza de Monk. Había sido disparada desde la casa.

Monk no pestañeó. Esto era una prueba de que su gran terror de poco antes había sido simulado, de que era un pretexto para discutir un rato, sin enfadarse, en realidad.

Jamás estaba satisfecho si no echaba puntadas sobre algo, fuese lo que fuera, o en último casi, si no se las echaba a él.

Por regla general era el avispado Ham quien le insultaba o le prometía ensartarlo en su estoque. Pero Ham y Monk habían corrido juntos esta aventura.

—¡Eh! —La voz de Monk indicaba su enojo—. ¿Es éste el modo de recibir a un caballero, Doc?

Desde la casa rodó en alas del viento el vozarrón de Eric.

—¿Quién eres tú? —preguntaba—. ¡Acércate un poquito más y verás cómo se te llena la cabeza de humo!

Monk se quedó estupefacto. Aquélla no era la voz de Doc, sino por las trazas la de Eric Danielsen a quien aún no le habían presentado.

—¿Dónde está Doc Savage? —preguntó ansioso.

—¿Te importa mucho? —replicó Eric el Gordo.

Monk descubrió entonces su identidad, pero a Eric no se le convencía fácilmente y se negó a creer en sus palabras aun estando apoyado por Renny, el del melancólico semblante.

—Vamos: ¡díganos dónde está Doc! —dijo al cabo Monk, impacientándose—. No podemos permanecer aquí toda la noche. Tenemos que verle.

—Pues Doc partió con Ham y Long Tom. Pretendían coger al Araña en la marisma —explicó a regañadientes el amigo Eric.

—¿Qué? —Sin aguardar una respuesta, Monk pegó un brinco y se encaramó a la verja con la agilidad de un verdadero simio.

Una vez que hubo saltado al otro lado, la abrió y Renny penetró en el jardín con el autocar.

Gruñendo de cólera se echó Eric el Gordo una de las ametralladoras a la cara, pero no llegó a disparar. Al aproximársele Monk y Renny concluyó que, en efecto, eran amigos de Doc.

La hermosa Edna acabó de disipar sus celos con sus palabras:

—Estos hombres son Monk y Renny —declaró con firmeza—. Ambos responden a la descripción que de ellos hizo mister Savage, ¿la recuerdas, papá?

De momento su soberbia belleza hizo enmudecer a los dos, pero sobre todo a Monk, porque a pesar de su ordinariez superficial, era un experto connoisseur de la pulcra fémina donde quiera que la veía.

La secretaria que llevaba su correspondencia en el laboratorio instalado cerca de Wall Street, en Nueva York, pasaba por ser la mujer más bonita de la ciudad, pero aún así, no servía para descalzar a Edna.

—¿Cómo dice que Doc ha ido a sorprender al Araña —observó Renny, dirigiéndose al dueño de la casa— si acabamos de abandonar la marisma ahora mismo, como quien dice?

—¿A qué hora era eso? —inquirió Eric el Gordo.

—Poco antes de la medianoche…

El rostro rollizo de Eric se contrajo ostensiblemente.

—¡Hum! No me gusta eso —murmuró—. Doc pensaba apoderarse del Araña a las diez en punto, conque, ¡su plan ha debido fracasar!

Una expresión de disgusto apareció en el semblante de los dos amigos. Se miraron y Renny preguntó a Monk:

—¿Qué te parece?

—No sé qué pensar —gruñó Monk—. Nuestro deber es, sin embargo, ver de hacer caer en la trampa al Araña Gris.

—¿Llamaremos a la policía? —propuso Eric.

—¡No! —repuso Monk—. Perderíamos un tiempo precioso en dar explicaciones.

—Y además correríamos el riesgo de que te tomaran por un mono escapado del zoo —concluyó Renny, que jamás desperdiciaba la ocasión para zaherir a su amigo.

Monk se sonrió complacido. Cualquier alusión hecha a su físico le producía una agradable emoción, por singular que esto pueda parecer.

Era un individuo extraordinario y por ello estaba orgulloso de su fealdad que, según Renny, era capaz de parar un reloj.

—¡Renny y yo nos cuidaremos del Araña! —declaró.

—Renny, usted y yo —replicó Eric corrigiendo la frase—. Porque yo tomo parte en al aventura, ¿se enteran ustedes? De camino pasaremos por la Delegación y allí dejaremos a Edna.

—¡No me dejaréis, porque seré yo el que vaya al volante! —exclamó mistress Danielsen.

—¡Bendito sea Dios, qué alegría me proporcional, señorita! —sonrió Monk—. No sabe lo que temía que volviera a conducir este demonio. —E hizo a Renny una mueca burlona.

Eric el Gordo desapareció en el interior de la casa, permaneció en él unos momentos y volvió, llenándose los bolsillos de granadas de mano con la misma sencillez que si se tratara de manzanas.

De un salto se encaramó al autocar y después éste dio una vuelta, realizada con admirable precisión, por la mano competente de Edna Danielsen.

Eric declaró agitando un brazo musculoso, como la pata de una mula:

—¡Me muero de ganas de entrar en acción!

Su deseo iba a verse realizado antes de lo que él mismo sospechaba.

El auto torció la esquina. Instantáneamente se le aproximaron dos coches procedentes de direcciones opuestas.

Eran grandes vehículos, pero viejos y estropeados, que venían materialmente atestados de hombres-mono: casi una docena en cada coche.

Los dos se precipitaron sobre el autocar ocupado por Eric, Monk, Edna y Renny, cogiéndole en medio; como si hubieran sido despedidos por el choque los malditos habitantes de la marisma se le echaron encima.

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