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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (13 page)

BOOK: Asesinos en acción
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Más bien un sonido bajo y suave que triunfaba como el canto de alguna ave rara de la selva o la melodiosa nota inarmónica de la brisa filtrándose a través de los tubos de un órgano.

Provenía, al parecer, de todos los puntos cardinales.

Johnny la oyó aún cuando comenzaba a sumirse en un estado inconsciente.

¡Era el silbido de Doc Savage!

Aquel sonido produjo un efecto notable en Johnny. Renovada energía afluyó a sus músculos temblorosos. Ferozmente golpeó y sacudió a sus contrarios.

De la oscuridad surgió veloz como un rayo un vigoroso cuerpo bronceado.

El ataque de un león no hubiera sido más desastroso para los dos hombres del Araña.

Bastaron dos golpes asestados de modo tan simultáneo que sonaron como si dos hombres batieran palmas a un tiempo, y la pareja cayó rodando por la hierba.

No se puede afirmar que vieron qué era lo que producía su caída. El tercer enemigo inutilizado por Johnny gemía y se retorcía cerca de ellos.

Doc libertó al geólogo del lazo que le apretaba la garganta.

—La verdad, Doc, que eres muy oportuno —comentó Johnny con una risa temblona—. Reparó en el hidro que amaraba en el lago cerca de la orilla y agregó: —¡Hombre! Yo creí que ibas en ese aparato.

—Lo conduce Ham —explicó Doc—. Después de haberme llamado tú por teléfono se me ocurrió que quizás el Araña captara también las líneas telefónicas de la ciudad, en cuyo caso sabría que estábamos citados. Por ello he venido receloso… y ¡aquí estamos!

—Si, gracias a ti —dijo Johnny, llevándose la mano al dolorido pescuezo—. En medio de todo fui discreto, pues no dije palabra en nuestra conversación que pudiera descubrir al Araña Gris mi identidad y propósitos.

—En efecto —convino Doc—, hubiera sido un mal irreparable. Total, que hemos agregado tres prisioneros más a nuestra menagerie. Todo tiende a un mismo fin.

El hidro se aproximó a tierra firme y el nervioso, esbelto Ham se echó al agua y ganó la orilla del lago. Sobre su cabeza sostenía el estoque y dijo cosas poco galantes del fondo fangoso que pisaba.

—Llevarás el hidro a la marisma. Cuida bien de dejarle donde puedan hallarle fácilmente. Long Tom ha instalado en él una emisora; utilízala para comunicarte conmigo. Si me hablas en lengua maya nadie nos entenderá, ¿comprendes?

—Perfectamente —dijo Johnny.

—La nave va provista de todo lo necesario —agregó Doc.

—Bueno —replicó el geólogo—. Adiós.

Vadeó el lago, se encaramó al hidroplano, para lo cual le sirvió de escalón uno de los flotadores metálicos y penetró, de un salto, en la cabina.

Desde ella puso en movimiento los motores, sin despojarles del amortiguador de sonidos. Las hélices batieron el aire. El aparato cruzó el lago dejando tras de sí una estela espumosa y se elevó bruscamente.

Johnny puso la proa en dirección de la región pantanosa. Era un piloto consumado, pues Doc Savage poseía el don de hacer participar de sus vastos conocimientos a las personas a quienes servía de maestro y gracias a habilidad tan especial había convertido en aviadores de primera calidad a sus cinco camaradas, a quienes únicamente aventajaba el propio hombre de bronce en pericia y osadía.

Johnny dejó pronto atrás el área invadida por la niebla —que era la inmediata a la ciudad— cerró la cabina, abrió la espita del aparato del oxígeno y voló muy alto. Para observar el terreno que se extendía debajo, empleó un potente anteojo.

A través de la aterciopelada selva verde serpenteaba, como ancha cinta de plata, un bayou o brazo de río. En él divisó el geólogo varios remolcadores que escoltaban un rosario de troncos, largo y flexible.

Cual mancha oscura salpicada de puntos luminosos se ofreció seguidamente a sus miradas una villa maderera. Se diferencian éstas de las comunes en que sus casas se hallan desperdigadas siempre en torno a un núcleo formado por las fábricas, los almacenes, cobertizos, patios, secaderos, etc. del aserradero.

De allí a poco comenzaron a escasear. Los bayous, único medio de transporte en la marisma, cesaron también de cabrillear a la luz de la luna.

Los árboles madereros eran cada vez más raros…

Johnny volaba, en aquellos momentos, por la región más agreste de la marisma y así lo comprendió. Entonces abrió las llaves del contacto de los tres motores y tiró de una palanca.

Esta maniobra varió las características de las alas de su aparato dando a la notable embarcación aérea un ángulo menos pronunciado de deslizamiento y menguando su velocidad para el futuro amaraje.

La nave planeó con las alas extendidas e inmóviles, cual gigantesco murciélago, sobre un bayou diminuto escogido por el geólogo.

Diríase que un dedo colosal había escarbado, en torno, la tierra, arrancando las capas ponzoñosas de la vegetación para descubrir un espejo que era, naturalmente, la superficie del bayou.

Suavemente posó el aparato sus flotadores en el agua y se deslizó hacia adelante. La estela que dejaba a su paso se extendía en forma de abanico, agitando el bayou con estremecimientos convulsivos.

—¡Con tal que no choque muy fuerte al llegar a la orilla! —murmuró Johnny.

Pero no chocó. Tras de deslizarse por entre altas cañas y pasar bajo pesadas ramas inclinadas, tocó tierra con una leve sacudida.

Johnny se encaramó a una de las alas, y, de pie sobre ella, fue arrancando ramitas y musgo de las grandes ramas y troncos de los árboles vecinos.

El musgo pertenecía al tipo conocido por los naturales de la marisma como «Barbas de viejo». Johnny lo utilizó para cubrir las alas y «fuselaje» del hidro de modo que se confundiera con la vegetación de la ribera.

Al acabar su tarea extrajo del aparato una gran valija de cuero. Era ésta la que contenía los objetos indispensables, mencionados por Doc Savage.

Johnny cloqueó después de examinarla de una ojeada.

—¡Doc es muy previsor! —exclamó guardándose en el pecho un revólver poco corriente. En realidad era una ametralladora en miniatura, arma inventada por Doc, y que es de las más pequeñas, pero más eficaces que se conocen. Se fabricaban secretamente para él y sólo sus cinco ayudantes y camaradas hacían uso de ellas.

Se echó al hombro la valija y dejó el hidroplano.

La marisma era una maraña indescriptible. Plantas trepadoras y enredaderas componían una masa más impenetrable que las alambradas que Johnny había hallado a su paso durante la gran guerra. En ocasiones, el musgo gris y escamoso era tan espeso, que Johnny se veía materialmente envuelto por él.

En el espacio de una hora recorrió menos de una milla.

—Ahora comprendo —se dijo— por qué un criminal se encuentra al abrigo de persecuciones en esta región. ¡Cualquiera penetra en ella para cogerle!

Claro que debía haber senderos conocidos únicamente por la ignorante colonia de hombres-mono descendiente de criminales refugiados en la marisma y Johnny no ignoraba este hecho, mas sólo el que conociera, palmo a palmo, la región podía dar con ellos.

La oscuridad formaba en torno suyo un muro impenetrable pues aún cuando la luna iluminaba la cima de los árboles que se extendía a modo de verde alfombra bajo su disco, no penetraban sus rayos la masa traicionera de agua estancada, fango, raíces y plantas trepadoras que formaban el suelo de la selva.

Johnny llegó a un terreno menos bajo y se paró a escuchar. Los mochuelos metían una gran barahúnda. Un chillido singular sonó cerca de él. Sabía quien lo lanzaba: ¡un caimán!

Se humedeció los labios. Los caimanes suelen agarrar a un hombre por la pierna y le dan vueltas y más vueltas hasta que la arrancan del todo del muslo o de la rodilla.

De pronto pegó un salto. Acababa de percibir un sonido desconcertante: el lloriqueo de una criatura.

Aguzó el oído. ¡Sí, sí; no se había engañado!

Sorprendido, se aproximó adoptando sus precauciones al lugar donde partía el llanto. El terreno ascendía sin cesar. Recorrió unos metros y llegó a un pequeño claro entre la espesura.

Acurrucado en su centro como para percibir mejor la claridad de la luna había un niñito. Estaba asustadísimo. Por su aspecto parecía tener cuatro años, a lo sumo.

Una lechuza emitió un chillido estentóreo al borde del claro y el pequeño lanzó una serie alaridos aterradores. No hubiera chillado más de ser devorado vivo.

Por lo visto estaba solo. Johnny avanzó, el pequeño le vio y cesó de llorar.

Después corrió a su encuentro. Sus piernecillas vigorosas agitaban las hierbas lozanas que se oponían a su paso.

—¡Me he perdido! —explicó, en voz baja y temblorosa.

—Eso es duro amiguito —cloqueó el geólogo—. Cuéntame cómo ha sido. ¿Tal vez ibas de caza… y te extraviaste al correr tras de la liebre?

—¿Cómo lo sabes? —inquirió, sorprendido, el pequeño.

Johnny sonrió.

—Lo supongo —repuso—. De ese modo se pierden muchas criaturas.

En su interior maldecía el encuentro, que podía complicar su situación, pero desde luego, decidió acompañar a su casa al chiquillo.

Precisamente recordaba haber visto, al amarar, poco antes, la luz de una casa distante del claro un par de millas, sobre poco más o menos; allí llevaría a su hallazgo. Le colocó a caballo sobre sus hombros y reanudó su marcha.

Cuando los acontecimientos tomaron un giro sorprendente llevada recorrida una milla.

La luz de una lámpara de bolsillo iluminó los semblantes del hombre y el niño y una voz áspera exclamó al propio tiempo:

—¡Aquí está! —¿No os lo decía yo? Me lo secuestraba un sucio habitante de la marisma, un vuduista. ¡Hemos tenido suerte en encontrarlo, de otro modo se hubiera escapado con el pequeño!

—¡Papá! —llamó el niño al de la áspera voz.

—¡Pon a ese niño en tierra! —ordenó la voz a Johnny.

Este obedeció. El chiquillo corrió en dirección de la luz.

Johnny intentó explicar lo sucedido, pero no le dieron tiempo.

—¡Enseñadle a no robar criaturas! —exclamó la voz—. ¡Matadle! ¡Saltadle la tapa de los sesos!

Y el cañón de una escopeta vomitó un terrible chorro de llamas casi en la propia faz de Johnny.

Capítulo X

En los dominios de vudú

Johnny pensaba más deprisa que el hombre de la escopeta y por consiguiente el tiro no dio en el blanco. De un salto, se colocó después fuera del radio iluminado por la lámpara.

Fue esta feliz circunstancia la que le inspiró una buena idea. Pensaba: ¿por qué está tan rabioso ese padre y tan seguro de que le secuestran a su hijo?

¿Qué es lo que le ha movido a hacer una deducción tan rápida? ¿Por qué está tan resuelto a matarme sin oírme previamente?

¿Qué le movía a obrar como si él fuera una rata asquerosa a la que se aplasta sin misericordia?

La explicación era muy sencilla, una vez dio con ella Johnny.

El airado padre le tomaba por uno de los habitantes de la marisma, un afiliado a la secta vudú.

Ciertos ritos obscenos de esta secta exigen sacrificios humanos, la sangre de un ser inocente. El hombre lo sabía y por consiguiente creía que raptaban a su hijo para sacrificarlo.

El cerebro de Johnny trabajaba activamente. Súbitamente se daba cuenta de que las circunstancias porque atravesaba parecían haberse hecho que ni de encargo para él.

Se lanzó hacia delante, se apoderó del niño y se metió entre la maleza. No dio tiempo a que el hombre disparara sobre él ni de tenerlo lo hubiera disparado por temor de herir a su vástago.

El niño callaba. La situación le divertía al parecer. Su silencio no convenía a Johnny, sin embargo.

—¡Grita! ¡Llama a papá, amiguito! —le mandó—. Hazle creer que te arranco las orejas a bocados.

Obediente, el pequeño dejó escapar un grito penetrante.

—¡Papá! ¡Papá!

—¡Ah! ¡Está allí! —gritó el frenético padre—. ¡Seguidle! ¡No dejéis que ese demonio se escape con mi hijo!

Johnny aceleró el paso.

—Lamento engañar así a tu viejo amiguito —explicó al niño—. Pero, esto le enseñará a ser menos impulsivo. Si no llego a saltar tan deprisa me deja seco, con lo cual hubiera perdido el mundo uno de sus mejores geólogos y yo la vida. Por ello me alegro de hacerle rabiar un poco.

Así hablando, cuidaba de hacer bastante ruido, y de no andar tan deprisa que sus perseguidores perdieran su rastro. Divisando bruscamente las luces de varias casas, torció a la derecha.

Lo que acababa de ver era evidentemente una factoría, donde los habitantes de la marisma acudían a cambiar pieles de rata almizclera, pescado, cangrejos y musgo por dinero con que satisfacer a sus pequeñas necesidades.

Pocos minutos después cesó de perder el tiempo y dedicó todas sus energías a correr marisma adelante con su carga, pues en aquellos momentos, seguían su rastro sabuesos alquilados con seguridad en la factoría y sus perseguidores ganaban terreno rápidamente.

—Esto ya no tiene gracia —murmuró. Si aquellos hombres furiosos conseguían atraparle le ahorcarían o le fusilarían sin dilación. Johnny parecía un verdadero hombre-mono y como tal se hallaba a un nivel tan inferior como el de una rata en la consideración de sus perseguidores. Milla tras milla devoró en su carrera. Las piernas comenzaban a dolerle; a cada aspiración sentía una punzada dolorosa en el costado.

Un hombre más débil se hubiera desmayado largo tiempo antes, pero el don físico más notable de Johnny era su resistencia.

De ordinario era infatigable. En aquellos momentos le rendía el peso del pequeño y su afán por correr más que los sabuesos.

De este modo, llegó al otro claro de la selva donde la luna derramaba sus rayos, parecidos a transparente plata en fusión.

Allí un hombre le interceptó súbitamente el paso. En la mano llevaba un rifle de largo cañón como los usados para la caza de ardillas.

—¿Quién ser tú? —interrogó con sordo acento.

Johnny cuidó de conservar inexpresivo el semblante. ¡Aquello era exactamente lo que había esperado! El hombre simiesco, de tez amarillo terrosa, pertenecía al clan de los habitantes de la marisma.

A decir verdad era el más corpulento de la tribu que Johnny había visto y con una cara algo más inteligente que la de sus congéneres.

Bajo las mangas de su camisa hecha jirones se mostraba un excelente desarrollo muscular.

—¡Bien! —exclamó Johnny en el dialecto conglomerado de la marisma—. Tú muéstrame un camino, que deseo perder de vista a la traílla que me persigue. Yo…pagar tú por hacer esto, OUI.

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