Asesinato en el campo de golf (22 page)

BOOK: Asesinato en el campo de golf
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—Hasta mañana, entonces. Muchas gracias por sus atenciones y su amabilidad.

—Nada de esto. Estoy siempre a su disposición.

Íbamos a salir del edificio cuando nos encontramos frente a Giraud, que parecía más elegante, presumido y contento de sí mismo que nunca.

—¡Caramba, Poirot! —exclamó alegremente—. ¿Es decir, que ha vuelto de Inglaterra?

—Como usted lo ve.

—Imagino que no está lejos el final del caso.

—Estoy de acuerdo con usted, Giraud.

Poirot hablaba con voz moderada. Su actitud parecía encantar al otro.

—¡Entre todos los criminales mansos!... No tiene idea de defenderse. ¡Es extraordinario!

—Tan extraordinario que le da a uno que pensar, ¿verdad? —insinuó suavemente Poirot.

Pero Giraud no le escuchaba siquiera. Y diseñó un molinete con su bastón, amistosamente.

—Bien; buenos días, Poirot. Me complace comprobar que, por fin, está usted convencido de la culpabilidad del joven Renauld.


Pardon!
No estoy convencido de eso en absoluto. Jack Renauld es inocente.

Giraud hizo un brusco movimiento momentáneo... Luego soltó la carcajada, y se tocó la cabeza significativamente, con la breve exclamación: «
Toqué

Poirot se enderezó. Y asomó a sus ojos una luz peligrosa.

—Giraud, durante todo el caso, sus maneras para conmigo han sido deliberadamente insultantes. Necesita usted que le den una lección. Estoy dispuesto a apostar quinientos francos a que encuentro al asesino de Renauld antes que usted. ¿Queda convenido?

Giraud le dirigió una mirada incierta y murmuró de nuevo: «
Toqué

—Vamos a ver —insistió Poirot—. ¿Queda convenido?

—No tengo deseos de quitarle el dinero.

—Tranquilícese: ¡no me lo quitará!

—¡Oh, bien! Entonces, ¡convenido! Dice que mis maneras para con usted son insultantes. Pues bien: una o dos veces sus maneras me han molestado a mí.

—Encantado de saberlo —dijo Poirot—. Buenos días, Giraud. Venga, Hastings.

No hablé mientras seguíamos la calle. Sentía gran tristeza. Poirot había manifestado demasiado claramente cuáles eran sus intenciones. Más que nunca, puse en duda mi capacidad para salvar a Bella de las consecuencias de su acto. Este desdichado encuentro con Giraud había excitado a Poirot, inclinándole a mostrar su temple.

De pronto sentí que se ponía una mano sobre mi hombro, y, al volverme, vi a Gabriel Stonor. Nos detuvimos para saludarle y él propuso acompañarnos hasta nuestro hotel.

—¿Y qué está usted haciendo aquí, míster Stonor? —preguntó Poirot.

—Uno tiene que apoyar a sus amigos —contestó el otro secamente—. En particular cuando están injustamente acusados.

—¿Usted no cree entonces que Jack Renauld cometió el crimen? —le pregunté con ansia.

—Ciertamente, no lo creo. Conozco al muchacho. Admito que ha habido en este asunto una o dos cosas que me han trastornado por completo; pero, de todos modos, a pesar de su torpe manera de tomarlas, nunca creeré que Jack Renauld sea un asesino.

Mi corazón se llenó de simpatía hacia Stonor. Sus palabras parecían haber levantado un peso secreto que lo oprimía.

—Creo que muchas personas piensan como usted —exclamé—. Las pruebas contra él son absurdamente ligeras. Diría que no hay duda de que será absuelto..., no hay duda alguna.

Pero Stonor no respondió como yo lo hubiera deseado.

—Daría cualquier cosa por pensar como usted —dijo gravemente. Y volviéndose hacia Poirot, preguntó—: ¿Cuál es su opinión, Poirot?

—Yo creo que el caso se presenta mal para él —contestó mi amigo con calma.

—¿Le cree usted culpable? —exclamó Stonor con viveza.

—No. Pero creo que le costará probar su inocencia.

—¡Su actitud es tan condenadamente extraña!... —murmuró Stonor—Por supuesto, me doy cuenta de que hay en este asunto mucho más de lo que puede verse. Giraud no lo comprende porque lo ve desde fuera; pero todo ello ha sido condenadamente raro. En cuanto a este punto, cuanto menos se hable, mejor. Si madame Renauld quiere ocultar algo, yo me guiaré por lo que ella haga. Ella es la interesada y siento demasiado respeto por su buen juicio para meter la cuchara, pero no puedo entender esa actitud de Jack. Cualquiera pensaría que quiere que le crean culpable.

—Pero esto es absurdo —exclamé yo, interviniendo—. En primer lugar, la daga... —y me detuve, no sabiendo cuánto podía desear Poirot que revelase. Eligiendo cuidadosamente mis palabras, continué—: Sabemos que la daga no pudo estar en posesión de Jack Renauld aquella noche. Madame Renauld lo sabe.

—Cierto —dijo Stonor—. Cuando se restablezca, sin duda dirá todo y más. Bien; debo dejarles a ustedes.

—Un momento —-dijo Poirot, deteniéndole con un movimiento de la mano—. ¿Puede usted encargarse de disponer que me envíen una palabra de aviso tan pronto como madame Renauld recobre el conocimiento?

—Sí, señor. Esto será muy fácil.

—Ese detalle relativo a la daga es bueno, Poirot —insistí mientras subíamos la escalera—. Yo no podía hablar con mucha claridad delante de Stonor.

—Ha obrado usted con mucho acierto. Deberíamos guardar esta información para nosotros solos tanto tiempo como podamos. En cuanto a la daga, su observación difícilmente puede resultar útil para Jack Renauld. ¿Recuerda que he estado ausente una hora esta mañana antes de salir de Londres?

—Siga.

—Pues bien: me he ocupado en buscar la casa de que se sirvió Jack para confeccionar sus regalos en recuerdo de la guerra. No era cosa muy difícil. Sepa usted, Hastings, que no encargó dos cortapapeles, sino tres.

—De suerte que...

—De suerte que, después de dar uno a su madre y otro a Bella Duveen, quedaba el tercero, que, sin duda, conservó para su uso. No, Hastings; me temo que el detalle de la daga no nos ayudará a salvarle de la guillotina.

—No se llegará a este extremo —exclamé, con la conciencia turbada.

Poirot movió la cabeza con un gesto de incertidumbre.

—Usted le salvará —afirmé yo resueltamente.

Poirot me miró sin expresión.

—¿No lo ha hecho usted imposible, amigo mío?

—De algún modo —murmuré.

—¡Ah!
Sapristi
! Pero si me pide usted milagros. No..., no me diga más. En lugar de esto, veamos lo que dice esta carta.

Y sacó el sobre del bolsillo. Mientras leía, se contrajo su rostro; luego me entregó el papel.

—Hay en el mundo otras mujeres que sufren, Hastings —dijo.

La escritura era borrosa y parecía claro que la nota había sido redactada en medio de una gran agitación.

«Querido monsieur Poirot: Si recibe la presente, le ruego que venga en mi ayuda. No tengo nadie más a quien dirigirme y, a toda costa, Jack debe ser salvado. Le imploro de rodillas que nos ayude.

Marta Daubreuil.»

Se la devolví conmovido.

—¿Irá usted?

—Ahora mismo. Vamos a encargar un coche.

Media hora más tarde estábamos en la Villa Marguerite. Marta se hallaba en la puerta para recibirnos, y condujo dentro a Poirot cogiéndole una mano con las dos suyas.

—¡Ah!, ha venido...; es usted bueno. He estado desesperada, sin saber qué hacer. Ni siquiera me dejan ir a verle en la cárcel. Sufro horriblemente. Estoy como loca. ¿Es verdad lo que dicen, que no niega el crimen? Pero esto es una locura... ¡Es imposible que lo haya cometido! ¡Oh, no; ni por un momento lo creeré!

—Ni lo creo yo tampoco, señorita —dijo Poirot con suavidad.

—Pero entonces, ¿por qué no habla? No lo comprendo.

—Quizá porque está sirviendo de pantalla a alguien —insinuó Poirot, observándola.

Marta frunció las cejas.

—¿Sirviendo de pantalla a alguien? ¿Se refiere a su madre? ¡Ah!, desde el principio me ha parecido sospechosa. ¿Quién hereda toda esta gran fortuna? La hereda ella. Es sencillo vestirse de luto y ser hipócrita. Y dicen que cuando él fue detenido, ella cayó... ¡así! —Marta hizo un dramático gesto—. Y, sin duda, monsieur Stonor, el secretario, la ha ayudado. Están unidos como ladrones esos dos. Es verdad que ella tiene más edad que él, pero ¿qué les importa esto a los hombres cuando una mujer es rica?

Había en su voz un dejo de amargura.

—Stonor estaba en Inglaterra —observé yo.

—Así lo dirá él...; pero ¿quién lo sabe?

—Señorita —dijo Poirot con calma—. Si hemos de trabajar usted y yo de acuerdo, necesitamos poner las cosas en claro. Primero, voy a hacerle una pregunta.

—Diga usted.

—¿Conoce el verdadero nombre de su madre?

Marta le miró por un momento; luego, dejando caer la cabeza sobre los brazos, rompió a llorar.

—Bien, bien —musitó Poirot, dándole unas palmaditas sobre el hombro—. Cálmese,
petite
, ya veo que lo conoce. Una segunda pregunta ahora... ¿sabía usted quién era monsieur Renauld?

—¿Monsieur Renauld? —repitió ella, levantando la cabeza de las manos y dirigiéndole una mirada interrogante.

—¡Ah!, veo que esto no lo sabe. Escúcheme ahora con atención.

Paso a paso, fue revisando la antigua historia, de un modo parecido a como lo había hecho para mí al emprender nuestro viaje a Inglaterra. Marta le escuchó muda de asombro. Cuando hubo terminado, hizo una profunda inspiración.

—Es usted admirable..., ¡maravilloso! Es usted el detective más grande del mundo.

Y deslizándose fuera del asiento de su sillón, con un rápido gesto, se arrodilló ante él con un abandono enteramente francés.

—¡Sálvele, señor! —exclamó—. ¡Le quiero, le quiero!... ¡Oh, sálvele, sálvele!

Capítulo XXV
-
Desenlace inesperado

A la mañana siguiente presenciamos el interrogatorio de Jack Renauld. Aunque el tiempo transcurrido era tan corto, me sorprendió el cambio operado en el joven detenido. Tenía las mejillas caídas, los ojos rodeados de círculos oscuros y la expresión aturdida de la persona que no ha logrado conciliar el sueño durante muchas noches seguidas. Al vernos no dio señales de emoción alguna ni de nada.

—Renauld —empezó el magistrado—, ¿niega usted que estaba en Merlinville en la noche del crimen?

Jack no contestó inmediatamente y dijo luego de un modo vacilante, que resultaba lastimoso:

—Le..., le... he dicho que estaba en Cherburgo.

El magistrado se volvió con viveza.

—Haga entrar a los testigos de la estación —ordenó.

Unos segundos después se abrió la puerta para dar paso a un hombre en el que reconocí a un factor de la estación de Merlinville.

—¿Estaba usted de turno en la noche del siete de junio?

—Sí, señor.

—¿Presenció la llegada del tren de las once y cuarenta?

—Sí, señor.

—Mire al detenido: ¿le reconoce como a uno de los pasajeros que se apearon?

—Sí, señor.

—¿No hay posibilidad de que esté equivocado?

—No, señor. Conozco bien a monsieur Jack Renauld.

—¿Ni de que se equivoque en cuanto a la fecha?

—No señor; porque a la mañana siguiente tuvimos noticias del asesinato.

Fue entonces introducido otro empleado del ferrocarril, que confirmó lo declarado por el primero. El magistrado miró a Jack Renauld.

—Estos hombres le han identificado de un modo positivo. ¿Qué tiene que decir?

Jack encogió los hombros.

—Nada.

—Renauld —continuó el magistrado—, ¿reconoce usted esto?

Tomó un objeto que tenía a su lado, encima de la mesa, y se lo tendió al detenido. Me estremecí, reconociendo por mi parte la daga hecha de material de aeroplano.

—Con perdón —exclamó el abogado de Jack, Grosier—. Ruego que se me permita hablar con mi cliente antes que conteste a esta pregunta.

Pero Jack, que no tenía consideración por los sentimientos del desdichado Grosier, le apartó a un lado y contestó con calma:

—Ciertamente, lo reconozco. Es un presente que hice a mi madre como recuerdo de la guerra.

—¿Sabe usted si existe algún duplicado de esta daga?

De nuevo se agitó el letrado Grosier, siendo igualmente rechazado por Jack.

—No, que yo sepa. La montura fue diseñada por mí.

El mismo magistrado perdió casi la respiración ante la osadía de la respuesta. En realidad, parecía como si Jack estuviese precipitándose hacia su destino. Por supuesto, yo me daba cuenta de la vital necesidad en que se encontraba de ocultar, a causa de Bella, el hecho de que había otra daga igual. Mientras quedase entendido que no había más que un arma de aquella forma, no era probable que recayese sospecha alguna sobre la muchacha que poseía el segundo cortapapeles. Jack estaba protegiendo valientemente a la mujer que antes había amado, pero ¡a qué precio para sí mismo! Empecé a comprender la magnitud de la tarea que tan ligeramente había impuesto a Poirot. No sería fácil asegurar la absolución de Jack Renauld de otro modo que declarando la verdad.

Hautet habló de nuevo, con una inflexión peculiarmente amarga:

—Madame Renauld nos dijo que su daga estaba encima de su tocador la noche del crimen. Pero ¡madame Renauld es madre! Sin duda, esto le extrañará, Renauld, pero yo considero muy probable que madame Renauld se equivocase y que quizá por inadvertencia se hubiese usted llevado el arma a París. Supongo que va a contradecirme.

Vi cómo el muchacho cerraba sus manos esposadas. Su frente se cubrió de gruesas gotas de sudor cuando, con un esfuerzo supremo, interrumpió a Hautet para decirle en voz enronquecida:

—No voy a contradecirle. Esto es posible.

El letrado Grosier se puso en pie, protestando:

—Mi cliente ha sufrido una considerable crisis nerviosa. Desearía hacer constar que no le considero responsable de lo que diga.

Encolerizado, el magistrado le impuso silencio. Por un momento, pareció asomarse una duda a su propia conciencia. Jack Renauld había exagerado algo su papel. Inclinándose hacia adelante, dirigió al acusado una mirada escudriñadora.

—¿Comprende usted bien, Renauld, que, con las contestaciones que me ha dado, no tendré otra alternativa que procesarle?

El pálido rostro de Jack se encendió. Su mirada sostuvo la del magistrado con firmeza.

—¡Monsieur Hautet, juro que no he matado a mi padre!

Pero el breve momento de duda del magistrado había transcurrido, y éste soltó una risa breve y desapacible.

—Sin duda, sin duda; ¡todos nuestros acusados son inocentes! Por su propia boca está condenado. No tiene una defensa que ofrecer; no tiene una coartada..., ¡sólo una simple afirmación que no engañaría a un niño!: que no es culpable. Usted mató a su padre, Renauld; cometió un asesinato cruel y cobarde, por el dinero que creía iba a recibir a su muerte. Su madre ha sido encubridora después del hecho. Sin duda, atendiendo a la circunstancia de que actuó como madre, los tribunales tendrán para ella una indulgencia que no le concederán a usted. ¡Y con razón! Su crimen es horrible..., ¡merecedor de la execración de los dioses y de los hombres!

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