Asesinato en el campo de golf (21 page)

BOOK: Asesinato en el campo de golf
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—Amigo mío —observó éste suavemente—, hace usted estas cosas muy bien. El hombre fuerte me tiene en sus garras y estoy indefenso como un niño. Pero todo esto resulta incómodo y ligeramente ridículo. Sentémonos y tengamos calma.

—¿No la perseguirá usted?


Mon Dieu
! No. ¿Soy acaso Giraud? Suélteme, amigo mío.

Manteniendo sobre él una mirada suspicaz, pues rindo a Poirot el homenaje de darme cuenta de que me aventaja en astucia, aflojé las manos, y él se hundió en un sillón, palpándose los brazos delicadamente.

—¡Tiene usted la fuerza de un toro cuando se excita, Hastings! ¿Y cree que se ha portado bien con su viejo amigo? Le enseño la fotografía de la muchacha, y usted la reconoce y no me dice una palabra.

—No era necesario, si usted sabía que la había reconocido —le dije con alguna amargura—. ¡Es decir, que Poirot lo ha sabido todo siempre! No le he engañado ni por un instante.

—¡Ta..., ta! Usted ignoraba que yo sabía esto. Y esta noche ayuda a la muchacha a escaparse cuando hemos tenido tanto trabajo para encontrarla. Pues bien, todo se reduce a esto: ¿va usted a trabajar conmigo o contra mí, Hastings?

Por unos segundos, no contesté. Romper con mi viejo amigo me causaba mucha pena. No obstante, tenía que situarme definitivamente frente a él. ¿Llegaría a perdonármelo? Hasta entonces se había mantenido extrañamente calmoso, pero yo sabía que poseía un maravilloso dominio de sí mismo.

—Poirot —le dije—, lo siento. Confieso que me he portado mal con usted en esta ocasión. Pero a veces un hombre no está en libertad de elegir. Y de aquí en adelante debo seguir mi propio camino.

Poirot hizo varias señas afirmativas.

—Comprendo —me contestó. El destello burlón se había apagado en sus ojos por completo, y habló con una sinceridad y bondad que me sorprendieron—. Se trataba de esto, amigo mío, ¿verdad? Es el amor, que ha venido... no como usted lo imaginaba, vestido con todas sus galas y alegre, sino triste y con los pies ensangrentados. Bien, bien; yo ya le avisé. Le avisé cuando me di cuenta que esta muchacha debió de haber cogido la daga. Quizá lo recuerde usted. Pero ya entonces era demasiado tarde. No obstante, dígame cuanto sabe.

Sosteniendo su mirada, le dije:

—Nada de lo que usted pudiera decirme me sorprendería, Poirot. Téngalo entendido. Pero en el caso de que pensara reanudar sus pesquisas para encontrar a miss Duveen, desearía que tuviese una cosa bien presente. Si tiene usted alguna idea de que haya estado complicada en el crimen o que fuese la dama misteriosa que visitó a Renauld aquella noche, está equivocado. Fue aquel día compañera mía de viaje desde Francia, y me separé de ella aquella noche en la estación Victoria, de suerte que es claramente imposible que estuviese en Merlinville.

—¡Ah! —suspiró Poirot y me miró con aire pensativo—. ¿Y juraría usted esto ante un tribunal?

—Con toda seguridad lo juraría.

Poirot se levantó e hizo una inclinación de cabeza.


mon ami
!
Vive l'amour!
Puede obrar milagros. Es decididamente ingenioso lo que ha pensado usted ahora. ¡Esto deja pequeño al mismo Hércules Poirot!

Capítulo XXIII
-
Surgen dificultades

Tras un momento de alta tensión como el que acabo de registrar, es natural que venga la reacción. Aquella noche me retiré a descansar bajo una impresión de triunfo; pero, al despertarme, comprendí que estaba muy lejos de haber salido del bosque. Es cierto que no podía ver defecto alguno en la coartada que tan repentinamente había concebido. No tenía más que aferrarme a ella; no acertaba a ver cómo de este modo podía establecerse la culpabilidad de Bella.

Pero sentí la necesidad de andar con pies de plomo. Poirot no se echaría a dormir ante su derrota. De un modo u otro volvería la tortilla contra mí, y lo haría en la forma y el momento en que yo menos lo esperase.

Nos reunimos a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, como si nada hubiese ocurrido. El buen humor de Poirot era imperturbable; no obstante, creí descubrir en sus maneras una sombra de reserva que era nueva. Después del desayuno anuncié mi intención de salir a dar un paseo. En los ojos de Poirot apareció un brillo de malicia.

—Si lo que busca es información, no necesita molestarse. Yo puedo comunicarle todo lo que desea saber. Las hermanas Dulcibella han rescindido su contrato y salido de Coventry para un destino desconocido.

—¿Es realmente así, Poirot?

—Puede creerme, Hastings. He hecho indagaciones esta mañana a primera hora. Después de todo, ¿qué otra cosa esperaba usted?

Muy cierto: no podía esperarse otra cosa, dadas las circunstancias. Cenicienta había aprovechado la pequeña ventaja que yo había podido asegurarle y, ciertamente, no habría perdido un momento para ponerse fuera del alcance del perseguidor. Esto era lo que yo me había propuesto y proyectado. Sin embargo, me daba cuenta de que me hallaba envuelto en una red de nuevas dificultades.

No tenía absolutamente ningún medio de comunicarme con la muchacha, y era de vital importancia que ella conociese la línea de defensa que se me había ocurrido y que yo estaba dispuesto a llevar adelante. Desde luego, era posible que intentase darme noticias suyas de un modo u otro, pero esto me parecía muy improbable. Ella sabía bien el riesgo que correría de que su mensaje fuese interceptado por Poirot, poniéndole de nuevo sobre la pista. Era claro que el único camino que le quedaba era desaparecer enteramente por algún tiempo.

Pero, entre tanto, ¿qué estaba haciendo Poirot? Le estudié con atención. Mostraba su expresión más inocente y miraba a lo lejos con aire pensativo. Parecía demasiado plácido e indolente, para mi tranquilidad. Según mi experiencia de su carácter, cuando menos peligroso parecía, más peligroso resultaba ser. Su quietud me alarmó. Observando la turbación de mis ojos, sonrió beatíficamente.

—¿Está usted perplejo, Hastings? ¿Está preguntándose por qué no me lanzo a la persecución?

—Bien...; algo por el estilo.

—Eso es lo que haría usted si estuviese en mi lugar. Lo comprendo. Pero yo no soy de esos que gozan corriendo por un país de arriba abajo para buscar una aguja en un pajar, como dicen ustedes los ingleses. No. Deje que Bella Duveen se vaya. Yo sabré encontrarla cuando llegue el momento. Hasta entonces, me contento con esperar.

Le miré dudando. ¿Se había propuesto lanzarme por una pista falsa? Tenía yo la sensación irritante de que, aun ahora, él era el amo de la situación. La impresión de mi superioridad iba desvaneciéndose gradualmente. Yo me había manejado para que la muchacha pudiese huir y trazado un brillante plan para salvarla de las consecuencias de su arrebato..., pero no podía sentirme tranquilo. La perfecta calma de Poirot me alarmaba.

—Supongo, Poirot —dije, algo avergonzado—, que no debo preguntarle cuáles son sus planes. He perdido el derecho de hacerlo.

—Nada de eso. No son secretos. Volvemos a Francia sin demora.

—¿Volvemos?

—Precisamente..., volvemos. Usted sabe muy bien que no puede consentir en perder de vista a papá Poirot, ¿verdad? ¿No es así, amigo mío? Pero no hay ninguna dificultad en que se quede en Inglaterra, si así lo desea...

Moví la cabeza. Había dado en el clavo. Yo no consentiría en perderle de vista. Aunque no podía esperar su confianza después de lo que había ocurrido, podía aún observar sus acciones. El único peligro para Bella estaba en él. A Giraud y a la Policía francesa les era indiferente su existencia. A toda costa, tenía que mantenerme cerca de Poirot.

Poirot me observó con atención mientras cruzaban por mi mente todas estas reflexiones e hizo una seña afirmativa de satisfacción.

—Tengo razón, ¿verdad? Y como es usted muy capaz de intentar seguirme bajo algún absurdo disfraz, tal como una barba postiza (que, desde luego, todo el mundo advertiría), encuentro mucho más preferible que viajemos juntos. Me molestaría de veras que alguien se riese a costa de usted.

—Muy bien, entonces. Pero, para ser sincero, debo advertirle...

—Lo sé... Sé todo esto. ¡Es usted mi enemigo! Sea, pues, mi enemigo. Eso no me inquieta poco ni mucho.

—Siendo el juego sincero y a cartas vistas, poco me importa.

—¡Tiene usted en su mayor grado la pasión inglesa por el «juego limpio»! Ahora que están satisfechos sus escrúpulos, pongámonos en camino. No hay tiempo que perder. Nuestra estancia en Inglaterra ha sido corta, pero suficiente. Yo sé... lo que quería saber.

Su tono era ligero, pero leí una amenaza velada en sus palabras.

—No obstante... —empecé a decir, y me detuve.

—No obstante..., ¡como usted lo dice! Sin duda está satisfecho ya con el papel que desempeña. Yo, por mi parte, me preocupo por Jack Renauld.

¡Jack Renauld! Esas palabras me sobresaltaron. Había olvidado por completo aquel aspecto del caso. Jack Renauld, encarcelado y con la sombra de la guillotina encima. Vi entonces, bajo un aspecto más siniestro, el papel que estaba desempeñando. Yo podía salvar a Bella..., sí, pero, al hacerlo, corría el riesgo de enviar a la muerte a un hombre inocente.

Con horror, aparté de mí aquel pensamiento. Esto era imposible. Sería absuelto. ¡Sería absuelto ciertamente! Pero volvió aquel frío temor. ¿Y si no le absolviesen? ¿Qué pasaría entonces? ¿Podía yo tener esto sobre mi conciencia? ¿Acabaría aquello en una alternativa? ¿En una decisión entre Bella o Jack Renauld? Los impulsos de mi corazón eran de salvar a la muchacha que amaba, a cualquier precio, contra mí mismo. Pero si el precio había de pagarlo otro, el problema quedaba alterado.

¿Y qué diría la propia muchacha? Recordaba que no había pasado por mis labios palabra alguna sobre la detención de Jack Renauld. Hasta aquel momento, ella ignoraba por completo que su anterior enamorado estaba en la cárcel bajo la acusación de un crimen horrible que no había cometido. ¿Qué haría cuando lo supiera? ¿Permitiría que fuese salvada su vida a costa de la vida de el? Ciertamente no cometería ninguna violencia. Jack Renauld podía ser absuelto y probablemente lo sería sin intervención alguna por su parte. Si era así, muy bien. Pero ¿y si no era así? Aquél era el terrible, el incontestable problema. Imaginé que ella no correría el riesgo de verse condenada a la última pena. En su caso eran muy diferentes las circunstancias del crimen. Ella podría alegar los celos v una extremada provocación, y su juventud y belleza harían mucho en su favor. El hecho de que, por un error trágico, la víctima hubiera sido Renauld y no su hijo, no alteraría el motivo del crimen. Pero, en todo caso, por muy benigna que fuese, la sentencia del tribunal significaría un largo período de encarcelamiento.

No; Bella debía ser protegida. Y al mismo tiempo Jack debía ser salvado. Cómo podría hacerse esto, yo no lo veía con claridad. Pero puse mi confianza en Poirot. El sí lo sabía. Pasara lo que pasara, él se arreglaría para salvar a un inocente. Encontraría algún pretexto distinto del verdadero. Esto podría ser difícil, pero, de un modo u otro, él se arreglaría para conseguirlo. Y con Bella libre de toda sospecha y Jack Renauld absuelto, todo acabaría satisfactoriamente.

Así me lo repetía yo a mí mismo, pero, en el fondo de mi corazón, continuaba la fría sensación de temor.

Capítulo XXIV
-
¡Salvadle!

Cruzamos el Canal por la noche, y a la mañana siguiente nos encontrábamos en Saint-Omer, adonde había sido trasladado Jack Renauld. Sin pérdida de tiempo, Poirot fue a visitar a Hautet. No pareciendo dispuesto a oponerse a que yo le acompañase, fui con él.

Tras varias formalidades y preparativos fuimos conducidos a la habitación de aquel magistrado, que nos recibió cordialmente.

—Me dijeron que había usted regresado a Inglaterra, Poirot; me complace ver que no es así.

—Es cierto que he estado allí, pero ha sido sólo una visita muy corta. Una cuestión lateral, pero me imaginé que podría valer la pena de investigarse.

—Y valía la pena..., ¿verdad?

Poirot se encogió de hombros. Hautet afirmó con la cabeza, suspirando.

—Me temo que tendremos que conformarnos —dijo el magistrado—. Ese animal de Giraud tiene unas maneras abominables, pero ¡no hay duda de que es hábil! No hay mucha probabilidad de que cometa un error.

—¿Eso cree usted?

Al juez de instrucción le tocó ahora el turno de encoger los hombros.

—¡Oh, bueno!, si hemos de hablar con franqueza..., y en reserva, desde luego..., ¿puede usted llegar a otra conclusión?

—Francamente, me parece que quedan muchos puntos oscuros.

—¿Por ejemplo...?

Pero Poirot no se dejaba sonsacar nada.

—No los he anotado aún —observó—. Estaba haciendo una reflexión general. Me era simpático este joven y sentiría tener que creerle culpable de un crimen tan repugnante. A propósito, ¿qué dice él mismo en su defensa?

El magistrado frunció las cejas.

—No puedo entenderle. Parece incapaz de formular ningún género de defensa. Hemos tenido mucha dificultad en hacerle contestar las preguntas. Se contenta con una negativa general y, después de esto, se refugia en el más obstinado silencio. Mañana volveré a interrogarle. ¿Les gustaría, quizá, estar presentes?

Nos apresuramos a aceptar la invitación.

—Un caso muy penoso —dijo el magistrado con un suspiro—, Madame Renauld me inspira profunda simpatía.

—¿Cómo se encuentra madame Renauld?

—Aún no ha recobrado el conocimiento. Es una situación en cierto modo benigna para ella, que se ahorra así muchos sufrimientos. Dicen los médicos que no hay peligro, pero que cuando vuelva en sí debe mantenerse tan tranquila como sea posible. A lo que creo, su actual estado es efecto de la emoción tanto como de la caída. Sería terrible que el cerebro quedase desequilibrado; pero esto no me extrañaría...; no, realmente, no me extrañaría nada.

Echándose hacia atrás, Hautet movió la cabeza con una especie de dolorosa complacencia al considerar aquella sombría perspectiva.

Por fin, se despertó y observó con sobresalto:

—Esto me recuerda que tengo una carta para usted, Poirot. Déjeme ver... ¿Dónde la he puesto?

Y se puso a revolver sus papeles. Habiendo encontrado, por fin, la misiva, se la entregó a Poirot.

—Vino en un sobre dirigido a mí para que yo cuidase de entregársela a usted —explicó—. Pero, no habiendo dejado su dirección, no pude hacerlo.

Poirot examinó la carta con curiosidad. La dirección estaba escrita en caracteres largos, inclinados y extranjeros, por una mano indiscutiblemente femenina. No la abrió. En lugar de esto, se la guardó en el bolsillo al tiempo que se levantaba.

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