Asesinato en el campo de golf (17 page)

BOOK: Asesinato en el campo de golf
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—Sí, sí —contestó ella con impaciencia—. Pero no podemos perder el tiempo en lamentaciones. Debemos encontrar un medio de salvarle. Es inocente, desde luego; pero esto no le servirá para nada con un hombre como Giraud, que tiene que pensar en su reputación. Ha de detener a alguien, y éste será Jack.

—Los hechos le serán contrarios —dijo Poirot—. ¿Se da cuenta de esto?

Ella le miró cara a cara.

—No soy una niña, caballero. Puedo tener valor y mirar los hechos de frente. Es inocente y debemos salvarle.

Había hablado con una especie de energía desesperada; luego, calló, para pensar, con las cejas fruncidas.

—Señorita —dijo Poirot, observándola con gran atención—, ¿no hay algo que pudiera decirnos y que se ha callado?

Ella hizo una seña afirmativa, con expresión perpleja.

—Sí; hay algo. Pero apenas sé si querrá usted creerlo...; parece una cosa tan absurda...

—Díganoslo de todos modos, señorita.

—Es esto. Giraud, después de pensarlo más, me envió a buscar para ver si podía identificar al hombre que está ahí —indicó el cobertizo con un movimiento de la cabeza—. No pude. Por lo menos, no pude en aquel momento. Pero, desde entonces, he estado pensando...

—Adelante.

—Parece tan raro..., y, sin embargo, estoy casi segura. Se lo diré a usted. En la mañana del día en que fue asesinado monsieur Renauld, estaba paseando por este jardín cuando oí voces de hombres que disputaban. Aparté las plantas y miré a través. Uno de los hombres era monsieur Renauld, y el otro un vagabundo, un hombre de aspecto sórdido, vestido de harapos, que lloriqueaba y amenazaba alternativamente. Deduje que le estaba pidiendo dinero, pero en aquel momento mamá me llamó desde la casa y hube de irme. Nada más, sólo que... estoy casi segura de que el vagabundo y el hombre muerto de ese cobertizo son la misma persona.

Poirot lanzó una exclamación.

—Pero ¿por qué no lo dijo antes, señorita?

—Porque, al principio, sólo tuve la impresión de que conocía vagamente aquella cara. El hombre iba vestido de otro modo, y, al parecer, pertenecía a una clase social superior.

Llamó una voz desde la casa.

—Es mamá —murmuró Marta—. Debo irme —y se alejó deslizándose por entre los árboles.

—Venga —dijo Poirot; y cogiéndome el brazo, se volvió en dirección a la villa.

—¿Qué piensa realmente? —le pregunté con alguna curiosidad—. ¿Es esta historia cierta o la ha compuesto la muchacha para apartar las sospechas de su enamorado?

—Es una historia curiosa —dijo Poirot—; pero yo creo que es la pura verdad. Sin pensarlo, Marta nos ha dicho la verdad sobre otro detalle, e, incidentalmente, ha desmentido a Jack Renauld. ¿Advirtió usted su vacilación cuando le pregunté si había visto a Marta Daubreuil en la noche del crimen? Se detuvo y dijo luego: «Sí.» Y yo sospeché que mentía. Era para mí necesario ver a Marta antes que él pudiese prevenirla. Tres palabritas me han dado la información que quería. Cuando le he preguntado si sabía que Jack Renauld estuvo aquí aquella noche, ha contestado: «Me lo dijo.» Ahora bien, Hastings: ¿qué estaba haciendo aquí Jack Renauld aquella memorable noche, y, si no vio a Marta, a quién vio?

—Seguramente, Poirot —exclamé, horrorizado—, ¡usted no puede creer que un muchacho como éste asesinaría a su propio padre!

—Amigo mío —dijo Poirot—, ¡continúa usted dominado por un sentimentalismo increíble! ¡He visto a siete madres asesinar a sus hijitos para cobrar un seguro! Después de esto, puede uno creer cualquier cosa. ¿No le parece a usted?

—¿Y el motivo?

—Dinero, por supuesto. Recuerde que Jack Renauld pensaba que recibiría la mitad de la fortuna de su padre a la muerte de éste.

—Pero el vagabundo... ¿Qué venía a hacer aquí?

Poirot encogió los hombros.

—Giraud dirá que era un cómplice..., un apache que ayudó al joven Renauld a cometer el crimen, y que fue convenientemente quitado de en medio después.

—¿Y el cabello alrededor de la daga? ¿El cabello de mujer?

—¡Ah! —contestó Poirot con amplia sonrisa—. Ésa es la flor y nata de las bromitas de Giraud. Según él, no es de mujer. Recuerde que los jóvenes de nuestros días llevan el cabello hacia atrás desde la frente y alisado con pomadas. Por tanto, algunos de esos cabellos son de longitud considerable.

—¿Y usted también cree eso?

—No —dijo Poirot con curiosa sonrisa—; porque sé que es un cabello de mujer..., y sé más aún: ¡de qué mujer!

—Madame Daubreuil —anuncié yo con acento positivo.

—Quizá —dijo Poirot, mirándome con expresión burlona; pero no consentí en molestarme.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté al entrar en el zaguán de la Villa Geneviéve.

—Deseo hacer un registro entre los enseres de Jack Renauld. Ésta es la razón de que le haya alejado de aquí por unas cuantas horas.

Limpia y metódicamente, Poirot abrió uno tras otro todos los cajones, examinó el contenido y lo volvió todo exactamente al sitio que ocupaba. Era una tarea singularmente pesada y aburrida. Poirot fue repasando cuellos, pijamas y calcetines. Un ronroneo que llegaba del exterior me arrastró a la ventana; instantáneamente, me sentí agitado.

—¡Poirot! —exclamé—. Acaba de llegar un coche; en él vienen Giraud, Jack Renauld y dos gendarmes.


Sacre tonnerre!
—gritó Poirot—. ¿No podía esperar ese animal de Giraud? No voy a poder dejarlo todo como estaba, en el último cajón, con el debido cuidado. Démonos prisa.

Sin ceremonia, echó al suelo todos los objetos, corbatas y pañuelos en su mayor parte. De pronto, con un grito de triunfo, Poirot se echó sobre un objeto, un pequeño cuadrito de cartón, evidentemente una fotografía. Metiéndosela en el bolsillo, volvió todo lo demás, revuelto, al cajón, y cogiéndome por el brazo, me llevó fuera de la habitación y escalera abajo. En el zaguán estaba Giraud contemplando a su prisionero.

—Buenas tardes, Giraud —saludó Poirot—; ¿qué tenemos aquí?

Giraud indicó a Jack con la cabeza.

—Estaba intentando escabullirse, pero yo he sido demasiado vivo para él. Está detenido como culpable del asesinato de su padre, Pablo Renauld.

Poirot giró sobre sí mismo para mirar al muchacho, que se apoyaba inerte contra la puerta, con el rostro color de ceniza.

—¿Y qué me dice usted de esto, joven? Jack Renauld le miró sin expresión.

—Nada —contestó.

Capítulo XIX
-
Hago uso de mis células grises

Me encontraba aturdido. Hasta el último momento no pude decidirme a creer que Jack Renauld pudiera ser culpable. Cuando Poirot le provocó, esperé una vibrante proclamación de inocencia. Pero ahora, observándole tal como estaba, apoyado contra la pared, blanco y decaído y oyendo de sus propios labios la condenadora admisión, no dudé más.

Pero Poirot se había vuelto hacia Giraud.

—¿En qué se funda usted para detenerle?

—¿Espera acaso que se lo diga?

—Por pura cortesía, sí.

Giraud le miró con expresión dudosa. Estaba atormentado entre el deseo de negarse en redondo y el placer de triunfar sobre su adversario.

—Supongo que se figura usted que me he equivocado —dijo desdeñosamente.

—No me sorprendería—contesto Poirot con ligera malicia.

El rostro de Giraud se puso más encendido.

—Pues bien: venga conmigo. Usted mismo juzgará.

Y entramos en el salón, cuya puerta acababa de abrir, dejando a Jack Renauld al cuidado de los otros dos hombres.

—Ahora, Poirot —dijo Giraud con marcado acento de ironía, dejando el sombrero sobre la mesa—, voy a darle una pequeña conferencia sobre el trabajo del detective. Voy a mostrarle cómo trabajamos los modernos.

—¡Bien! —replicó Poirot, poniéndose en la actitud del que se prepara a escuchar—; y yo voy a mostrarle cuan admirablemente sabemos escuchar los de la vieja guardia —y, echándose hacia atrás, cerró los ojos, que volvió a abrir por un momento para observar—: No tema que me quede dormido. Escucharé con la mayor atención.

—Naturalmente —empezó a decir Giraud—, yo vi muy pronto que esa historia de los chilenos era una invención. Había en el caso dos hombres..., pero ¡no eran misteriosos extranjeros! Todo esto era una pantalla.

—Muy hábil hasta aquí, mi querido Giraud —murmuró Poirot—, especialmente después de esa picara jugarreta de la cerilla y la punta del cigarrillo.

Giraud le dirigió una mirada feroz, pero continuó:

—Tenía que haber un hombre relacionado con el caso para cavar la sepultura. A ningún hombre le aprovecha, verdaderamente, el crimen, pero había uno que creía que le aprovecharía. Me enteré de la disputa de Jack Renauld con su padre y de las amenazas que, indirectamente, había hecho. El motivo quedaba establecido. Vamos ahora a los medios. Jack Renauld estuvo aquella noche en Merlinville. Ocultó esta circunstancia..., y esto convertía la sospecha en certidumbre. Encontramos luego una segunda víctima, apuñalada con la misma daga. Sabemos cuándo ésta fue robada. El capitán Hastings, aquí presente, puede fijar la hora. Jack Renauld, llegado de Cherburgo, era la única persona que podía haberla cogido. He hecho las comprobaciones necesarias respecto a todas las otras personas de la casa.

Poirot le interrumpió:

—Se equivoca usted. Hay otra persona que pudo haber cogido la daga.

—¿Se refiere a Stonor? Llegó a la puerta delantera en un automóvil que le había traído directamente de Calais. ¡Ah, créame, lo he examinado todo! Jack Renauld llegó en tren. Entre su llegada y el momento en que se presentó en la casa transcurrió una hora. Vio, sin duda, al capitán Hastings y a su compañera cuando salían del cobertizo; entró él, tomó la daga y fue a clavársela a su cómplice...

—¡Que estaba ya muerto! Giraud encogió los hombros.

—Es posible que no se diese cuenta de esto. Pudo haber creído que dormía. Sin duda estaban citados. De todos modos, sabía que este aparente segundo asesinato complicaría mucho el caso. Y así fue.

—Pero esto no podía engañar a Giraud —murmuró Poirot.

—¡Está usted mofándose de mí! Pero le daré una prueba última e irrefutable. La historia de madame Renauld era falsa..., inventada del principio al fin. Creemos que había amado a su marido..., y, sin embargo, mintió para proteger al asesino. ¿Por quién mentiría una mujer? A veces, por sí misma; muy a menudo, por el hombre a quien ama; siempre, por sus hijos. Esta es la última, la irrefutable prueba. No hay manera de esquivarla.

Giraud se detuvo encendido y triunfante. Poirot le miró con firmeza.

—Tal es mi caso —siguió aquél—. ¿Qué tiene usted que contestar?

—Sólo que hay una cosa que ha dejado usted de tener en cuenta.

—¿Qué cosa?

—Es de presumir que Jack Renauld supiera que estaba construyéndose un campo de golf. Tenía que suponer que el cadáver sería descubierto casi inmediatamente, en cuanto empezasen a cavar el
bunkair
.

Giraud soltó la carcajada.

—Pero ¡esto es una idiotez! ¡Él quería que fuese descubierto el cadáver! Hasta que esto sucediera, sólo podía haber presunción de la muerte de su padre y había de serle imposible entrar en posesión de la herencia.

Mientras Poirot se ponía en pie vi asomar el vivo destello verde a sus ojos.

—Entonces, ¿por qué enterrarle? —preguntó muy suavemente—. Reflexione, Giraud: puesto que era beneficioso para Jack Renauld que el cadáver fuese descubierto sin demora, ¿por qué cavarle una sepultura?

Giraud no contestó. La pregunta le había cogido desprevenido. Y encogió los hombros como para indicar que aquello no tenía importancia.

Poirot se encaminó a la puerta. Yo le seguí.

—Y hay otra cosa que usted ha dejado de tener en cuenta —dijo por encima del hombro.

—¿Qué cosa es ésa?

—El trozo de tubería de plomo —dijo Poirot.

Y salió de la habitación.

Jack Renauld continuaba en el zaguán de pie y con el rostro blanco e inexpresivo. Pero, al salir nosotros al salón, levantó la vista bruscamente. En el mismo momento se oyeron pisadas en la escalera. Por ella descendía madame Renauld. Al ver a su hijo entre los dos esbirros de la ley, se detuvo como petrificada.

—¡Jack! —balbució—. ¡Jack!, ¿qué es esto?

Con el rostro descompuesto, él la miró.

—Me han detenido, madre.

—¡Cómo!

Lanzando un grito penetrante, y antes que nadie pudiera llegar hasta ella, osciló y cayó pesadamente. Los dos corrimos a levantarla. En un instante Poirot volvió a ponerse en pie.

—Tiene un corte profundo en la cabeza producido por un saliente de los peldaños. Me figuro que hay también una pequeña conmoción interior. Si Giraud quiere una declaración de ella, tendrá que esperar. Probablemente, continuará sin conocimiento durante una semana.

Dionisia y Francisca habían acudido en socorro de su ama. Dejándola con ellas, Poirot salió de la casa. Caminaba mirando al suelo, con la cabeza baja y la frente contraída. Por algún rato, no hablé; pero, por fin, me aventuré a hacerle esta pregunta:

—¿Cree usted que, a pesar de todas las apariencias en contra, puede ser culpable Jack?

De momento, Poirot no contestó; pero, tras una larga espera, dijo gravemente:

—No lo sé, Hastings. Hay sólo una probabilidad de que sea así. Por supuesto, Giraud está enteramente equivocado..., equivocado del principio al fin. Si Jack Renauld es culpable, lo es a pesar de los argumentos de Giraud, no a causa de ellos. Y la acusación más grave que podría hacérsele sólo la conozco yo.

—¿Cuál es? —le pregunté, impresionado.

—Si usara usted sus células grises y viese todo el caso tan claramente como lo veo yo, también la descubriría, amigo mío.

Esta era una de las que yo llamaba contestaciones irritantes de Poirot. Pero él continuó, sin esperar a que yo hablase:

—Vámonos, paseando, hasta el mar. Nos sentaremos en esa pequeña duna que domina la playa, y repasaremos el caso. Sabrá usted todo lo que yo sé, pero prefiero que alcance la verdad por sus propios esfuerzos..., no porque yo le lleve de la mano.

Nos situamos en la eminencia cubierta de hierba, como lo había propuesto Poirot, de cara al mar.

—Piense, amigo mío —dijo Poirot con acento alentador—. Ordene sus ideas. Sea metódico. Ahí está el secreto del éxito.

Procuré obedecerle despertando en mi memoria todos los detalles del caso. Y de repente me sobresalté al ver iluminada mi conciencia por un resplandor sorprendente. Temblando, di forma a mi hipótesis.

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