El sol cae a plomo sobre sus cabezas, sopla una fresca brisa, el tejado de la casa, ahora a la vista, asoma por encima de los árboles. Apartan los brazos y se separan el uno del otro, otra vez como colegas, hablando del caso. Sykes se pregunta cómo es que Jimmy Barber nunca se interesó por lo que había ocurrido con los zapatos y los calcetines de Vivian Finlay. Se pregunta qué encontraría Kim para ponerse cuando emprendió la huida después de quitarse la ropa de tenis ensangrentada. Se pregunta muchas cosas.
Poco después ya tienen la casa delante y ven a George y Kim Finlay, ya sexagenarios, almorzando sentados en sillas blancas en el amplio y blanco porche.
Win y Sykes miran a la pareja, que los mira a su vez.
—Son todo tuyos —le dice en voz queda.
Sykes lo mira.
—¿Estás seguro?
—El caso es tuyo, compañera.
Siguen la acera de pizarra y se dirigen hacia la escalera de madera que sube al porche, donde George y Kim han dejado de comer. Entonces se levanta de la silla Kim, una mujer encorvada con el pelo entrecano recogido en la nuca, gafas con cristales tintados y arrugas que indican lo mucho que debe de fruncir el entrecejo.
—¿Se han perdido? —pregunta Kim con voz sonora.
—No, señora, no nos hemos perdido en absoluto —responde Sykes mientras ella y Win suben al porche—. Soy la agente especial Delma Sykes, del Buró de Investigación de Tennessee. Éste es el detective Winston Garano, de la Policía del Estado de Massachusetts. Hablé con usted el otro día por teléfono, ¿lo recuerda? —añade dirigiéndose a George.
—Claro que sí. —George carraspea, es un hombre menudo, con el pelo blanco.
Vacilante, se quita la servilleta que lleva sobre la pechera del polo de sport Izod; no sabe si levantarse o permanecer sentado.
—El caso del asesinato de Vivían Finlay se ha reabierto al aparecer nuevas pruebas —prosigue Sykes.
—¿Qué nuevas pruebas puede haber después de tantos años? —pregunta Kim, que se hace la despistada e incluso intenta mostrarse apenada por el recuerdo.
—Su ADN, señora —responde Sykes.
N
ana y él y una misión secreta, mediados de octubre, la noche comienza fresca y vigorizante sin apenas luna.
Watertown, a toda velocidad hacia una dirección donde una clienta de Nana aseguró que, los fines de semana, se celebraban en secreto peleas de perros en el sótano, peleas violentas, horribles, dogos, terriers, buldogs, pit bulls, medio muertos de hambre, apaleados, hechos pedazos. El precio de la entrada es de veinte dólares.
Win todavía es capaz de ver la expresión de Nana cuando aporreó la puerta, la expresión del tipo cuando entró en su oscura y miserable casa.
—Te tengo entre los dedos». —le dijo Nana, que había levantado dos dedos y apretaba el uno contra el otro—. Y voy a estrujarte. ¿Dónde están los perros? Porque nos vamos a llevar a todos ahora mismo.
Y apretó los dos dedos con todas sus fuerzas delante de su rostro mezquino y desalmado.
—¡Jodida bruja! —le gritó él.
—Ve a echar un vistazo a tu jardín, fíjate en todos esos centavos nuevos y relucientes por todas partes —respondió ella, y es posible que el tiempo haya embellecido la historia, pero por lo que Win recuerda, en el momento en que Nana mencionó los centavos y el hombre fue a la ventana a mirar, se levantó de la nada una furiosa ventolera y una rama de árbol golpeó esa misma ventana y la hizo añicos.
Nana y Win se marcharon con el coche lleno de perros —criaturas lastimosas, mutiladas— mientras él lloraba sin poder controlarse, intentaba acariciarlos, hacer algo para que no sufrieran y temblaran tanto, y después de dejarlos en el hospital veterinario, regresaron a casa, y había empezado a hacer mucho frío, y habían encendido la estufa dentro de la casa, y los padres de Win y
Lápiz
estaban muertos.
—
¿Lápiz
? —pregunta Monique Lamont, sentada a su mesa de vidrio.
—Un labrador rubio. Se llamaba así porque de cachorro siempre me mordía los lápices —responde Win.
—Intoxicación por monóxido de carbono.
—Sí.
—Es horroroso. —Qué vacío suena cuando lo dice Lamont.
—Sentí que era culpa mía —le dice—. Quizá lo mismo que sientes tú con respecto a lo que te ocurrió, que de alguna manera fue culpa tuya. Las víctimas de una violación se sienten muchas veces así, como tú bien sabes. Bastante has visto en la fiscalía, en los tribunales.
—No soy una víctima.
—Te violaron. Casi te asesinaron, pero tienes razón. No eres una víctima. Lo fuiste.
—Igual que tú.
—De una manera diferente, pero así es.
—¿Cuántos años tenías? —pregunta ella.
—Siete.
—Jerónimo —dice Lamont—. Siempre me he preguntado por qué «Jerónimo». ¿Valentía? ¿Determinación? ¿Venganza por la muerte de su familia?
El gran guerrero apache
.
Lamont está otra vez como siempre, con un elegante traje negro, iluminada por la luz del sol que se refleja en todas y cada una de las piezas en su despacho. Win se siente como si estuviera dentro de un arco iris, un arco iris que le pertenece a ella. Si Lamont dice la verdad, toda la verdad, hay esperanza.
—¿Porque tenías que convertirte en el héroe? —le pregunta en un intento de mostrar cariño y ocultar su miedo—. ¿Tenías que convertirte en guerrero porque eras el único que quedaba?
—Porque me sentía como un inútil —responde él—. No quería hacer deporte, competir, formar parte de equipos, hacer nada que de alguna manera me pusiera a prueba y demostrara lo inútil que era en realidad. Así que me refugié en mí mismo; leía, dibujaba, escribía, hacía toda clase de actividades a solas. Nana empezó a llamarme Jerónimo.
—¿Porque te sentías como un inútil? —Lamont coge la copa de agua con gas sin asomo de expresión en su rostro imponente.
Nana siempre se lo recordaba: «Eres Jerónimo, cariño. Nunca lo olvides, cariño».
Y Win le está explicando a Lamont:
—Una de las muchas cosas que dijo Jerónimo es: «No puedo creer que seamos inútiles, o Dios no nos habría creado. Y el sol, la oscuridad, los vientos, todos prestan oídos a lo que hemos de decir». Así que ahí lo tienes, eso es lo que he de decir sobre mí. La verdad, Monique. —Hace una pausa y añade—: Ahora te toca a ti. He venido a escucharte, pero sólo si estás decidida a contármelo todo.
Ella bebe un sorbo de agua, lo mira pensativa y luego dice:
—¿Por qué habría de importarte, Win? ¿A ver, por qué?
—Por una cuestión de justicia. Las peores cosas que han ocurrido no son culpa tuya.
—¿De verdad te importaría que acabara en la cárcel?
—La cárcel no es tu sitio. No sería justo para los demás presos.
Ella ríe, sorprendida, pero su alegría se esfuma enseguida. Bebe más agua con manos nerviosas.
—Esto no tiene que ver únicamente con que te presentaras a gobernadora, ¿verdad? —agrega Win.
—Por lo visto, no —responde ella, mirándolo a los ojos—. No, claro que no. Era un plan doble. El que yo perdiera el expediente del homicidio de Finlay y luego apareciera en mi propiedad habría convertido «En peligro» en una farsa, nos habría convertido a mí y a la fiscalía en un hazmerreír, habría congraciado a Huber con el gobernador, los dos conchabados en el asunto, de eso no me cabe duda. O me asesinan o me destruyen, o ambas cosas, en realidad. Nadie me elogia en mi funeral: inútil. Yo también conozco esa palabra, Jerónimo. —Hace una pausa y añade—: Inútil y estúpida.
—¿El gobernador pretendía que fueras asesinada?
Ella niega con la cabeza.
—No, sencillamente pretendía que no ganara las elecciones. Jessie quería que el gobernador se mostrara agradecido con él. ¿Cómo demonios crees que ha llegado dónde está? Favores. Manipulaciones. Quería verme muerta y, bueno, sin duda eso también habría hecho la vida más fácil a Crawley; pero no, nuestro querido gobernador no tendría agallas para eso. Jessie siempre lo quiere todo a lo grande, especialmente el dinero.
—¿Estás hablando de información privilegiada, Monique? ¿Tal vez de compra de acciones de un laboratorio de alta tecnología especializado en el análisis de ADN que está a punto de convertirse en el centro de atención de los medios?
Ella tiende la mano hacia la botella de agua, pero está vacía, y saca la pajita para tirarla a la papelera de vidrio que hay debajo de su mesa.
—PROHEMOGEN —dice entonces Win—. Tecnología de análisis de ADN que establece correspondencias genéticas entre los pacientes y los medicamentos que necesitan. Es posible que el laboratorio que escogiste para tu numerito publicitario de cara a los medios elabore perfiles de ascendencia en casos criminales, pero no es ahí donde está el dinero.
Ella escucha con la expresión que suele asomar a su rostro cuando está encajando las piezas de un caso.
—El dinero se obtiene utilizando la genómica para contribuir al desarrollo de esos supermedicamentos de nueva generación. Inmensas cantidades de dinero, inmensas —señala Win.
Ella no responde, sino que sigue escuchando con atención.
—El laboratorio de California —continúa él—. Toda la atención a nivel nacional que tú, la gobernadora, conseguirías con la excusa de esa anciana asesinada en Tennessee. Bueno, sería de gran ayuda, ¿verdad? Diriges la atención de los medios hacia ellos y su lucrativa biotecnología, les facilitas esa clase de publicidad gratuita y… ¿adivina qué ocurre? El precio de las acciones sube. ¿Cuántas tienes tú?
—Eso hace que resulte evidente al menos una cosa —responde Lamont—. Haz que dé la impresión de que me llevé el expediente del caso a mi domicilio y lo estaba ocultando, pero asegúrate de que lo encuentren.
Win la mira un momento prolongado, y dice:
—Qué perspicaz. Te destruye a ti pero arregla la situación. El expediente del caso acaba por salir a la luz. Publicidad a espuertas. A tu costa. Igual se resuelve el caso, o igual no, pero hay publicidad en abundancia para ese laboratorio de California.
—La obtendrá de todas maneras. Ya está obteniéndola. El caso está resuelto.
—El laboratorio no hizo nada mal. En realidad, lo hizo todo bien. Ayudó a que se resolviera el caso.
Ella asiente.
—La triste verdad es que esa anciana asesinada no tenía la menor importancia en todo este embrollo —dice Win—. Al poder no le interesaba para nada.
Lamont está pensando, probablemente intenta llevar el asunto por unos cauces que le resulten convenientes. Finalmente dice:
—Sé que probablemente no me creas, pero a mí sí me importaba. Quería que su caso se resolviera.
—¿Cuántas acciones tienes? —vuelve a preguntarle Win.
—Ninguna.
—¿Seguro?
—Nunca se me habría pasado por la cabeza nada semejante. No sabía nada sobre la empresa, pero Jessie, en su puesto, dispone de información acerca de toda clase de biotecnología, toda clase de laboratorios privados que van surgiendo en el mundo entero. Yo no estaba al corriente de ello, de lo del laboratorio de California y su biotecnología. En realidad, lo único que sabía era que estábamos trabajando en un caso con veinte años de antigüedad que se convirtió en una iniciativa contra el crimen a la que llamé «En peligro».
—¿Es Huber el hombre con el que estuviste la noche anterior a la agresión, probablemente cuando desaparecieron tus llaves? Dijiste que habías salido y que fuiste a trabajar directamente desde el lugar donde pasaste la noche.
Win tiene un
minidisc
en marcha encima de la mesa de vidrio de Lamont y está tomando notas.
—Cenamos. No puedo… Hay tantas cosas sobre él que me cuesta creer…
—El móvil. —Win no va a permitirle que evite responder.
Ella se toma su tiempo, y luego:
—Jessie y yo somos amigos. De la misma manera que Jessie y tú sois amigos.
—Tengo serias dudas de que sea exactamente lo mismo.
—A principios de este año, me aconsejó sobre mi cartera de valores. —Lamont carraspea e intenta adoptar un tono de voz más firme—. Gané algo de dinero y caí en la cuenta de lo que estaba ocurriendo una semana después, cuando leí en la prensa que las autoridades estadounidenses habían autorizado la venta de un fármaco concreto que se estaba desarrollando en algún laboratorio. No era el del caso Finlay, sino otro.
—¿Y eso es motivo suficiente para organizar tu asesinato?
—Estaba obteniendo información privilegiada a cambio de subcontratar miles de
kits
de ADN para que los analizaran de cara a incluirlos en nuestra base de datos, así como en las de otros estados de acuerdo con sus recomendaciones. Adquisiciones a gran escala de instrumental para su laboratorio, recomendaciones para que otros laboratorios forenses adquirieran los mismos equipos… El asunto lleva años funcionando.
—¿Reconoció él todo eso ante ti?
—Después de que me aconsejara sobre las acciones, empezaron a encajar muchas cosas. —Lamont mira de soslayo la grabadora—. Cuanto más me contara, más implicada me vería. Soy culpable de utilizar información privilegiada. Luego, soy culpable de conspiración, de saber lo que está haciendo el director de los laboratorios de criminología del estado y no decir ni palabra. Por no hablar de…
—Cierto, esa relación vuestra no es precisamente profesional.
—Me quiere —dice ella en tono inexpresivo, mientras contempla la grabadora.
—Vaya forma de demostrártelo.
—Yo puse fin a nuestra relación hace meses, después de que me diera ese consejo sobre las acciones y averiguara en qué estaba metido, en qué me acababa de meter a mí; después de que me diera cuenta de lo que es. Le dije que ya no lo quería, no de esa manera.
—¿Le amenazaste?
—Le dije que no quería tener nada más que ver con sus actividades ilegales, que tenían que cesar. En caso contrario, habría consecuencias.
—¿Cuándo se lo dijiste?
—La primavera pasada. Probablemente no fue muy inteligente por mi parte —murmura Lamont sin apartar la vista de la grabadora.
—Podrías haber contado con la presencia de un abogado —le recuerda Win—. Todo esto lo has dicho por voluntad propia. Yo no te he obligado.
—Bonito traje, por cierto. —Lamont mira su traje de color gris claro, traga saliva e intenta sonreír.
—Emporio Armani, de hace unas tres temporadas, setenta pavos. Yo no te he obligado —le repite.
—No, es cierto —reconoce ella—. Y encajaré lo que venga.