—¿Tiene idea de por qué podría haber querido quitarse la vida?
—Por lo que oí, su mujer lo engañaba.
Nana está dormida en el sofá con su larga bata negra, su largo cabello blanco suelto y derramado sobre el cojín, Clint Eastwood en la tele, alegrándole el día a alguien con su imponente pistolón.
Win deja en el suelo a
Miss Perra
y ella apoya de inmediato la cabeza en el regazo de Nana. Los animales siempre reaccionan así con ella. Su abuela abre los ojos, mira a Win y le tiende las manos.
—Cariño. —Le besa la mejilla.
—Otra vez tenías desconectada la alarma. Así que no me dejas otra opción que darte un perro guardián. Ésta es
Miss Perra
.
—Bienvenida, amiga mía. —Nana la acaricia y le tira suavemente de las orejas—. No te preocupes,
Miss Perra
, aquí ésa no te encontrará. Vaya bruja, la veo con toda claridad, le vendría bien algún que otro diente, ¿verdad? —Sigue acariciando al animal—. No te preocupes, pequeña. —Hace una pausa y añade en tono de indignación—: Tengo mis métodos para encargarme de gente como ella.
Si quieres provocar la ira de Nana, maltrata a un animal, incítala a emprender una de sus misteriosas misiones a altas horas de la noche para lanzar 999 peniques al jardín de una mala persona como pago a Hécate, antigua diosa de la magia y los hechizos, que sabe cómo encargarse de la gente cruel.
Miss Perra
no tarda en dormirse en el regazo de Nana.
—Le duelen las caderas —dice—. Artritis, problemas en las encías, dolor. Está deprimida. Esa mujerona desdichada le grita mucho, no es buena persona, la trata tal como se trata a sí misma. Es terrible; pobrecilla. —La sigue acariciando mientras ronca—. Ya me he enterado de todo —añade mirando a Win—. Lo cuentan una y otra vez en la tele, pero no te preocupes. —Le coge la mano—. ¿Recuerdas aquella vez que tu padre dio una paliza a aquel hombre que vivía tres calles más allá? —Señala—. No tenía otra opción.
Win no sabe a ciencia cierta de qué está hablando, lo que no es nada nuevo. Su mundo no resulta siempre evidente ni lógico.
—Tú tenías cuatro años y el hijo de ese hombre, que tenía ocho, te tiró al suelo y empezó a darte patadas, lanzándote insultos terribles, lanzando a tu padre insultos terribles, insultos racistas, y, claro, cuando tu padre se enteró, fue a su casa y se armó la gorda.
—¿Empezó papá?
—Tu padre no empezó, pero lo acabó. A veces ocurre. Y no te preocupes. Si regresas y echas un vistazo, encontrarás un cuchillo.
—No, Nana. Fue una pistola.
—Hay un cuchillo —insiste ella—. Ya sabes, de ésos con una empuñadora que tiene como una cosa. —Lo dibuja en el aire. Tal vez se refiere a un cuchillo con guarda, como un puñal—. Ve a mirar. El que mataste, y no debes culparte por ello, era muy malo, pero hay otro. Es peor; malvado. Esta mañana le he puesto miel a una magdalena. Tennessee es un lugar puro con mucha gente buena; la política no es necesariamente buena, pero la gente sí. A las abejas les trae sin cuidado la política, así que les gusta aquello, son felices haciendo su miel.
Win ríe y se pone en pie.
—Creo que emprenderé un viaje a Carolina del Norte, Nana.
—Aún no. Tienes asuntos pendientes aquí.
—¿Harás el favor de conectar la alarma antirrobos?
—Ya tengo mis móviles de campanillas, y a
Miss Perra
—dice—. Esta noche la luna está alineada con Venus; ha entrado en Escorpio. Abundan los malentendidos, cariño mío. Tus impresiones están cubiertas por un velo, pero todo eso está a punto de cambiar. Vuelve a casa de esa mujer y encontrarás lo que te digo y algo más. —Desvía la mirada hacia la lejanía y añade—: ¿Por qué veo una habitación pequeña con vigas en el techo? ¿Y una escalera estrecha, tal vez de madera contrachapada?
—Probablemente porque aún no has tenido ocasión de limpiar el desván —comenta él.
A
la mañana siguiente Sykes y Tom, el director de la AFN, avanzan acuclillados entre la hierba recogiendo casquillos.
En el campo de tiro del Departamento de Policía de Knoxville nadie se libra de limpiar los restos que haya dejado, y se espera de todo el mundo que esté a la altura del privilegio que supone asistir a la Academia. Lo de la asistencia a clase se da por sentado. Sykes anda falta de sueño y deprimida mientras mira a sus compañeros en torno a ella, quince hombres y mujeres con pantalones militares azules, polos y gorras que van dejando armas y munición en un carrito de golf tras concluir la sesión de las ocho en punto dedicada a analizar trayectorias y expulsión de casquillos, marcar pruebas con diminutas banderolas anaranjadas y tomar fotografías como hacen en los escenarios del crimen.
Sykes se siente humillada, desanimada, está convencida de que los demás alumnos la rehúyen y no le tienen el menor respeto. A sus ojos, es una investigadora forense de tres al cuarto de las que sólo aparecen cuando hay algo divertido como disparar el AK-47, la Glock, el fusil antidisturbios del calibre 12 para hacer saltar por los aires lo que ella llama «dianas de cabronazos feos», sus preferidas, porque es mucho más grato hacer pedazos a un matón de papel que la apunta con una pistola que disparar contra un blanco sin más. Hace tintinear varios casquillos de latón al introducirlos en el cubo de plástico que comparten ella y Tom; el aire es húmedo y denso, las Smoky Mountains
[3]
calinosas en lontananza, haciendo honor a su nombre.
—Hasta el momento no está dejando en buen lugar a la Policía de Knoxville. —Intenta explicarse mientras el sudor le entra en los ojos.
—Ayer la clase fue sobre fuerza bruta y heridas tipo —dice Tom, que hace tintinear otro casquillo.
—Es curioso —comenta ella mientras aparta la hierba y recoge más casquillos—. Eso es lo que la mató: la fuerza bruta. Y tenía heridas que siguen las pautas regulares. Win dice que le abrieron agujeros en el cráneo, como si alguien la hubiera atacado con un martillo, quizás. Así que estoy aprendiendo al respecto de todas maneras, por mucho que me saltara la clase.
—Te has saltado muertes por sobredosis, síndrome de muerte súbita del lactante y maltrato infantil —dice Tom, avanzando por entre la hierba al tiempo que echa más casquillos al cubo.
—Ya sabes que me pondré al día.
Sykes no está muy segura de que consiga hacerlo, y Win no se encuentra allí para ayudarla.
—No te queda otro remedio.
Tom se pone en pie y endereza la espalda. Parece serio, quizá más de lo que está en realidad.
No es el tipo duro que finge ser. Eso ya lo sabe Sykes, que lo ha visto con sus hijos.
—¿A qué te refieres con eso de la policía, exactamente? —se interesa él entonces.
Ella le cuenta lo del sótano de Jimmy Barber, lo de un expediente que no debería haberse llevado a casa y ahora no aparece por ninguna parte, le relata lo que se le está antojando una investigación increíblemente descuidada e inepta de un asesinato increíblemente atroz. Se muestra un tanto dramática, rotunda, con la esperanza de que entienda la importancia de lo que está haciendo en vez de centrarse en lo que no está haciendo.
—No quiero dejar a nadie en mal lugar —continúa—. ¿Y si me desentiendo de todo esto y me largo? ¿Y si Win y yo nos desentendemos?
—No lo excuses. Puede responder él solo, si es que volvemos a verlo. Y el caso es suyo, Sykes. Se lo encargó su departamento.
Es posible que el caso sea suyo, pero no es ésa la sensación que tiene. Según parece, es ella quien está haciendo todo el trabajo.
—Y la policía de Knoxville no va a quedar en mal lugar. Hace mucho tiempo de aquello, Sykes. La policía ha cambiado drásticamente en los últimos veinte años. Por aquel entonces lo único que tenían eran técnicos de identificación, nada parecido a esto. —Mira a sus alumnos que hay en torno a ellos.
—Bueno, no creo que pueda darle la espalda al asunto y abandonarlo —dice ella.
—Los alumnos de nuestra Academia no dan la espalda y abandonan nada —dice Tom, casi con ternura—. A ver qué te parece. Mañana toca heridas de bala. Trabajaremos con un par de muñecos de gelatina de balística.
—Diablos. —A ella le encanta disparar contra hombres de gelatina, como los suele llamar, más incluso que contra las dianas que representan odiosos cabronazos.
—No es tan crucial como otras cosas, podría hacer la vista gorda, sacar un rato más adelante para ponerte al día. Pero toda la semana que viene toca análisis de patrones de manchas de sangre. Eso no te lo puedes perder.
Sykes se quita la gorra de color azul oscuro, se enjuga el sudor de la frente y mira a los demás estudiantes, que se van hacia las instalaciones de acceso al campo de tiro, hacia las camionetas, hacia su futuro.
—Te doy hasta el lunes —dice.
—Nada —anuncia Win mientras desciende haciendo crujir las escaleras de madera, recordando lo estruendosas que le parecieron apenas unos días atrás de madrugada, cuando cambió su vida entera.
—Ya te lo decía. Nos condujimos como buenos detectives y echamos un vistazo después de los hechos —comenta Sammy desde una butaca orejera cerca de la chimenea, que está cubierta con una pantalla de vidrio de colores—. Ninguna otra zona de la casa se vio implicada. Encaja con lo que dijo Lamont. Se acercó a ella por detrás, la obligó a ir al dormitorio, y eso fue todo, gracias a ti.
—Por desgracia, eso no fue todo. —Win mira alrededor.
La obsesión de Lamont con el vidrio no termina en su despacho. Win nunca había visto nada parecido. Todas las lámparas son de la misma clase que la que hizo añicos en su dormitorio, una exótica media luna suspendida de una cadena de hierro forjado, pintada a mano de colores llamativos, con la firma Ulla Darni, inimaginablemente cara. La mesa del comedor es de vidrio, y hay cuencos y figuritas de cristal, espejos y jarrones de cristal de artesanía por todas partes.
—Ya sabes lo que quiero decir. —Sammy se levanta lentamente y suspira como si estuviera demasiado cansado para moverse—. Joder, tío, qué bien me vendría una espalda nueva. ¿Estás satisfecho? ¿Podemos irnos ya?
—Tiene garaje —le recuerda Win.
—Ya he echado un vistazo. Nada.
—Yo no he mirado.
—Como quieras —claudica Sammy, que se encoge de hombros y sale por la puerta con él.
A finales del siglo XIX eran unas dependencias destinadas a albergar los carruajes, de ladrillo visto, con tejado de pizarra, ahora un tanto maltrecho y medio oculto tras las ramas bajas de un viejo roble. Sammy encuentra la llave de la puerta lateral y ve que la cerradura está rota, forzada.
—No estaba así cuando vine yo. —Sammy desenfunda el arma con gesto cauto. Win ya ha sacado la suya.
Sammy abre de un empujón la puerta, que golpea contra el quicio, y baja la pistola para devolverla a su funda. Win baja su 357 y permanece apenas cruzado el umbral, mirando a su alrededor. Repara en las manchas de aceite en el cemento, en rodadas sucias de llanta, lo que cabría esperar dentro de un garaje. Colgadas de clavijas se ven las típicas herramientas de patio y jardín, y en una esquina hay un cortacésped, una carretilla y un bidón de plástico de gasolina de cinco litros medio lleno.
—No parece que la lata de gasolina saliera de aquí —comenta Sammy.
—Ni se me pasó por la cabeza que así fuera —responde Win—. Si tienes planeado incendiar un sitio, por lo general te traes tus propios aceleradores.
—A menos que sea un trabajo desde dentro, en plan situación doméstica. He visto un buen número de casos así.
—No se trata de nada parecido. Desde luego, Roger Baptista no era una situación doméstica —asegura Win, mirando una cuerda que cuelga de una viga del techo al descubierto, una escalera desplegable.
—¿Ya has mirado? —indaga Win.
Sammy levanta la mirada hacia donde la tiene fija éste y dice:
—No.
Las ventanas de la imponente casa de estilo Tudor centellean al sol mientras el río Tennessee, de color azul intenso, traza una elegante curva. Sykes sale de su viejo VW Rabbit e imagina que tiene todo el aspecto de una inofensiva corredora de fincas de mediana edad con traje de chaqueta.
El empresario a quien pertenece la casa donde fue asesinada Vivian Finlay no está. Sykes ya lo ha comprobado y se pregunta si alguien se habrá molestado en comentarle que veinte años atrás en su lujosa casa mataron a golpes a una anciana de setenta y tres años. Si se lo dijeron, al parecer no le importó. Lo cual tiene mérito. Sykes sería incapaz de vivir en una casa donde alguien hubiera sido asesinado; ni regalada. Empieza a caminar alrededor de la casa preguntándose cómo entraría el asesino de la señora Finlay.
A los lados de la puerta principal hay gran número de ventanas, pero son pequeñas, y resulta difícil imaginar a alguien trepando por una ventana en medio de un vecindario así a plena luz del día. Otra puerta cerca de la parte de atrás parece dar al sótano, y luego, orientada al río, hay otra puerta, y por las ventanas que flanquean la misma se ve una hermosa cocina moderna con electrodomésticos de acero inoxidable, y azulejos y granito por todas partes.
Sykes se detiene en el jardín trasero para contemplar las flores y los frondosos árboles, el murete hecho de piedras de río, y luego el muelle y el agua. Ve pasar rugiendo una estruendosa lancha motora con un esquiador acrobático y llama a un número que ha guardado en la memoria de su móvil cuando iba de camino hacia allí, tras una clase en la Academia que bien podría ser la última a la que asista.
—Club de Campo Sequoyah Hills —responde una amable voz.
—Con la oficina, por favor —pide Sykes, y cuando le pasan la llamada, dice—: ¿Missy? Hola, soy la agente especial Delma Sykes otra vez.
—Bueno, puedo decirle lo siguiente —le explica Missy—: Vivian Finlay fue socia desde abril de 1972 hasta octubre de 1985…
—¿Octubre? Murió en agosto —la interrumpe Sykes.
—Probablemente fue en octubre cuando la familia encontró un momento para darla de baja. Estas cosas suelen demorarse, ya sabe, la gente ni siquiera piensa en ello.
Sykes se siente estúpida. ¿Qué sabe ella de clubes de campo o cuotas de socios?
—Era socia de pleno derecho —le explica Missy—, lo que significa que tenía acceso a las instalaciones de tenis y de golf.
—¿Qué más hay en ese expediente? —pregunta Sykes mientras se sienta en el murete; ojalá tuviera oportunidad de contemplar el agua sin entrar ilegalmente en propiedad privada o irse de vacaciones. Debe de ser la leche tener tanto dinero como para permitirte un río.