Una brisa mece los árboles al otro lado de la ventana de Nana y los móviles parecen tañer con más fuerza.
—Doctor Reid —pregunta Win—, ¿le importa decirme cuánto tiempo hace que le enviaron la muestra del caso Finlay?
—Creo que hace un par de meses.
—¿Tanto tiempo lleva?
—En teoría, entre cinco días y una semana, pero es cuestión de prioridades. Ahora mismo estamos llevando a cabo análisis de ADN en aproximadamente un centenar de casos criminales abiertos, varios relacionados con violadores reincidentes, asesinos en serie. Me dijeron que no había prisa.
—Lo entiendo. Hace veinte años. El tipo del que hablamos probablemente ya no está matando gente.
—No es un hombre. Lo primero que hacemos siempre es un análisis estándar de repeticiones cortas en tándem, lo que casualmente nos dice el género a partir de uno de esos marcadores. Ambas fuentes de ADN son de mujeres.
—¿Ambas? ¿A qué se refiere?
—Las muestras de áreas de la ropa en torno al cuello, en las axilas, la entrepierna, donde podrían hallarse células de sudor, piel desprendida, nos dan el perfil de una mujer que tiene un perfil de ADN distinto del de las manchas de sangre, que siempre se ha dado por supuesto eran de la víctima y, en efecto, lo son —asegura—. Al menos en eso acertaron por aquel entonces.
El almacén donde el club de campo acumula décadas de documentos es una inmensa instalación de unidades de ladrillo de cenizas conectadas cual vagones de tren a lo largo de un terreno de dos acres.
Aunque las unidades tienen un sistema de regulación de la temperatura, no disponen de iluminación, y Sykes desliza el estrecho haz de su pequeña linterna por encima de las cajas de cartón blanco mientras Missy comprueba su inventario para decirle lo que contienen.
—E-tres —lee Sykes.
—Noviembre de 1985 —dice Missy—. Nos estamos acercando.
Siguen adelante. El aire está viciado y polvoriento, y Sykes se está hartando de hurgar en cajas viejas en espacios oscuros y claustrofóbicos mientras Win se pasea por Nueva Inglaterra haciendo quién sabe qué.
—E-ocho —lee.
—Junio de 1985. Parece que están un tanto desordenadas.
—¿Sabes qué? —decide Sykes, que levanta otra pesada caja de las estanterías metálicas—, vamos a coger las de todo el año.
E1 portero del histórico edificio de ladrillo visto en Beacón Hill no se muestra dispuesto a dejar que Win haga lo que quiere, que no es otra cosa que presentarse a la puerta de Lamont sin previo aviso.
—Lo siento, señor —dice el hombre, ya de cierta edad y con su uniforme gris, un portero aburrido que pasa la mayor parte del tiempo detrás de una mesa, evidentemente leyendo periódicos, porque hay todo un rimero debajo de su silla—. Tengo que avisarla primero. ¿Cómo se llama usted?
«Idiota, acabas de decirme que está en casa».
—De acuerdo, supongo que no me deja otra opción. —Win suspira e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar el billetero y abrirlo con un golpe de muñeca que deja a la vista sus credenciales—. Pero es necesario que sea discreto al respecto. Estoy llevando a cabo una investigación extremadamente delicada.
El portero dedica un buen rato a mirar la placa de Win, su carné, y luego le escudriña el rostro con un gesto extraño y vacilante en el suyo propio, tal vez un destello de entusiasmo, y después:
—¿Es usted ese…? He estado leyendo sobre usted, ahora lo reconozco…
—No puedo hablar de ello —lo interrumpe Win.
—Si quiere mi opinión, hizo lo que tenía que hacer. Claro que sí, maldita sea. Los chavales de hoy en día no son más que despreciables matones.
—No puedo hablar de ello —repite Win en el momento en que una mujer de cincuenta y tantos entra en el vestíbulo con un vestido amarillo de marca, una «chaneliana», como llama Win a las ricachonas que se sienten obligadas a alardear de esa enorme doble C de Chanel.
—Buenas tardes. —El portero la saluda con un amable golpe de cabeza, casi una reverencia.
Ella hace caso omiso de la existencia de Win, luego le echa un par de vistazos de reojo y a continuación lo mira abiertamente y le sonríe no sin cierto coqueteo. Él le devuelve la sonrisa y la sigue con la mirada hasta el ascensor.
—Voy a subir con ella —le dice Win al portero, sin darle la menor ocasión de protestar.
Cruza a grandes zancadas el vestíbulo mientras se abren las lustrosas puertas doradas del ascensor y sube a bordo de un bajel de caoba que está a punto de llevarlo a cumplir una misión que probablemente Monique Lamont no vaya a apreciar ni a olvidar.
—Tienen que cambiarlo cuanto antes. ¿Cuántas veces se lo tengo que decir? Como si este edificio no pudiera permitirse un ascensor nuevo —dice la chaneliana al tiempo que aprieta el botón de la octava planta y mira de soslayo a Win como si fuera un pase de modelos y ella estuviera dispuesta a comprar hasta la última prenda.
El ascensor chirría igual que el
Titanic
a punto de irse a pique. Lamont se aloja en este edificio pero por lo visto nadie sabe en qué apartamento. No hay ninguno a su nombre.
—¿Vive usted en este edificio? Me parece que no le he visto nunca… —dice la chaneliana.
—Sólo vengo de visita. —Se muestra confuso, con la mirada fija en el panel de botones—. Me dijo que era el ático, pero por lo visto hay dos. A y A 2. ¿O tal vez era…? —Empieza a hurgar en los bolsillos como si buscara una nota.
El ascensor se detiene y las puertas tardan lo suyo en abrirse. La chaneliana no se mueve, adopta un semblante pensativo y responde:
—Si me dice a quién ha venido a ver, quizá pueda ayudarle.
Win carraspea, baja el tono de voz y se acerca a ella; su perfume le horada las fosas nasales como un picahielos.
—Monique Lamont, pero que sea confidencial, por favor.
A ella se le ilumina la mirada y asiente.
—Décima planta, en el ala sur, pero no vive aquí, sólo viene de visita, a menudo, probablemente para disfrutar de un poco de intimidad. Todo el mundo tiene derecho a llevar su propia vida. —Le mira fijamente a los ojos—. Si sabe a lo que me refiero.
—¿La conoce? —indaga él.
—Por referencias. Resulta difícil no fijarse en ella. Y la gente habla. ¿Y usted? Me resulta conocido.
Win extiende el brazo para evitar que se cierre la puerta y responde:
—Eso me lo dice mucha gente. Que le vaya bien el resto del día.
La chaneliana, a quien no le gusta que no le hagan caso, se marcha sin volver la mirada. Win saca el móvil y llama a Sammy.
—Hazme un favor: el apartamento de Lamont. —Facilita la dirección a Sammy—. Averigua quién es el propietario, quién lo alquila, lo que sea.
Se baja en la décima planta, donde hay dos puertas a cada lado de un pequeño vestíbulo de mármol, y llama al timbre del 10 AS. Tiene que llamar tres veces antes de que la voz recelosa de Lamont se oiga al otro lado.
—¿Quién es?
—Soy yo, Win —responde—. Abre la puerta, Monique.
Se oye ruido de cerraduras y la gruesa puerta de madera se abre. Lamont tiene un aspecto horrible.
—¿Qué quieres? No tenías derecho a venir aquí —le espeta, furiosa, al tiempo que se aparta de la cara el cabello mojado—. ¿Cómo has entrado?
Win entra pasando por su lado, se detiene debajo de una araña de cristal y contempla las molduras ricamente decoradas, los revestimientos de la pared y la madera cálida y añeja en derredor.
—Qué piso tan bonito tienes. ¿Cuánto cuesta? ¿Un par de miles? ¿Cuatro o cinco, tal vez seis?
Sentada en un despacho de un club del que nunca podría permitirse ser socia, Sykes se pregunta si Vivian Finlay se creería mejor que el resto de la gente y la habría mirado a ella por encima del hombro como a una torpe chica de campo. Sí, muchas víctimas de asesinato suelen resultar antipáticas.
Ha seguido revisando documentos y ha llegado hasta mayo. Lo que ha averiguado por el momento es que la señora Finlay era muy activa, jugaba al tenis en el club de campo hasta tres veces a la semana, después de lo cual, invariablemente, se quedaba a comer, y, a juzgar por la cifra a la que ascendía la cuenta en cada ocasión, nunca lo hacía sola y tenía por costumbre pagar ella. Parece ser que cenaba allí un par de veces por semana y frecuentaba el almuerzo de los domingos. Tampoco en estos casos comía sola, a juzgar por lo abultado de las cuentas.
Llama la atención lo generosa que era la señora Finlay, y Sykes sospecha que la razón de que la acaudalada anciana se mostrara tan espléndida no era otra que compartir su buena fortuna, pues no es probable que sus invitados se ciñeran a un presupuesto ajustado; no en ese club. Probablemente, era una de esas personas que pide la cuenta siempre porque le gusta ir de pez gordo, le gusta estar al mando, controlar a la gente, una persona orgullosa, de esas que siempre han hecho sentirse a Sykes simplona y humilde. Ha salido con un buen número de hombres así; no puede por menos de pensar en lo diferente que es Win de cualquier otro hombre que haya conocido hasta la fecha.
Como hace unas noches en el Tennessee Grill, viendo juntos la puesta de sol sobre el río, una velada especial de grandes hamburguesas con queso y cerveza, ella con la esperanza de que tal vez Win se sentía tan atraído por ella como ella misma por él. Bueno,
se siente
. No puede negarlo, sigue pensando que acabará por pasársele. Esa noche le tocaba pagar a ella, y lo hizo porque, a diferencia de la mayoría de los hombres, a Win no le importa; y no es que sea tacaño, porque desde luego no lo es. Es generoso y amable, pero está convencido de que debe haber equilibrio en todo para que ambas personas «sientan que llevan las riendas y experimenten el placer de dar», según sus propias palabras. Win siempre se turna con ella: en el campo de tiro, al volante, a la hora de pagar la cuenta o a la hora de hablar; no podría ser más cabal.
Sykes se pone a observar los extractos del mes de julio y empieza a notar una intensa emoción cuando se da cuenta de que, además de las ocasiones en que la señora Finlay alquiló pista y pagó los almuerzos, un «invitado» jugó al tenis y al golf en el club. Al margen de quién fuera ese invitado, o de que fueran diferentes invitados en distintas ocasiones, Sykes repara en que en un periodo de dos semanas se gastaron casi dos mil dólares en «ropa» en la tienda del club, que fueron cargados a la cuenta de la señora Finlay. Sykes comienza con el mes de agosto.
El 8, el día en que asesinaron a la señora Finlay, un invitado jugó al tenis, al parecer solo, porque figura la tarifa de alquiler de una máquina lanzapelotas, artefacto que una persona tan sociable como la señora Finlay por lo visto no usaba nunca. Ese mismo día, un invitado gastó casi mil dólares en la tienda de tenis del club y los cargó a la cuenta de la señora Finlay.
No hay nada entre Lamont y Win excepto una mesa de época y la bata de seda roja de ella.
Son casi las siete de la tarde, el sol luce de un naranja feroz y una franja rosa cruza el horizonte, la ventana está abierta y permite la entrada del aire cálido.
—¿Por qué no te vistes? —le dice él por tercera vez—. Por favor, somos dos profesionales, dos colegas hablando. Vamos a ceñirnos a eso.
—No estás aquí porque seamos colegas. Y además, es mi apartamento y me pongo lo que me da la gana.
—En realidad, no es tu apartamento —puntualiza Win—. Sammy tuvo una pequeña charla con el supervisor y parece ser que a tu director del laboratorio criminal le va bastante bien.
Lamont guarda silencio.
—¿Monique? ¿De dónde saca Huber el dinero?
—¿Por qué no se lo preguntas a él?
—¿Por qué te alojas en su apartamento? ¿Os traéis algo entre manos?
—Ahora mismo estoy sin casa. Acaba con este asunto, ¿quieres?
—De acuerdo. Ya volveremos a eso. —Win se inclina hacia delante y apoya los codos en la mesa—. Puedo ir antes o darte la oportunidad de que me digas la verdad.
—Sí, colegas, como tú dices. —Lamont lo mira fijamente a los ojos—. ¿Es que ahora me vas a leer mis derechos por algún delito que por lo visto crees que he cometido?
—Sólo quiero la verdad —insiste él—. Estás metida en un buen lío, y no puedo ayudarte si no me dices la verdad.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
—El despacho que hay encima de tu garaje —continúa Win—. ¿Quién lo utiliza?
—¿Obtuviste una orden de registro antes de entrar allí?
—Tu propiedad es el escenario de un crimen, toda ella, hasta el último centímetro. Eso no hace falta que te lo explique.
Lamont coge un paquete de tabaco y saca un cigarrillo con manos trémulas. Es la primera vez que Win la ve fumar.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el apartamento que hay encima de tu garaje?
Ella enciende el cigarrillo, da una intensa calada y tiene el tacto suficiente como para expulsar el humo hacia un lado en lugar de echárselo a la cara.
—¿De qué piensas acusarme?
—Venga, Monique. No es a ti a quien persigo.
—Pues eso parece. —Lamont acerca hacia sí un cenicero que hay sobre la mesa.
—A ver, voy a explicártelo con detalle. —Win intenta abordar el asunto de otra manera—. Entro por la puerta lateral en tu garaje, que, por cierto, había sido allanado: la cerradura estaba forzada.
Ella expulsa una bocanada de humo y, con un destello de miedo que se torna ira, da un golpecito al cigarrillo para hacer caer un poco de ceniza.
—Y veo indicios de que ha entrado allí un coche, rodadas de llanta, sucias, probablemente de la última vez que llovió, es decir, la noche que fuiste agredida.
Lamont escucha y fuma.
—Veo la escalera desplegable, subo por ella y me encuentro con un apartamento para invitados en el que no parece que se haya alojado nadie salvo por las huellas que descubro en la moqueta.
—Y registraste el lugar de arriba abajo, claro —dice ella, que se recuesta en el sillón como si lo invitara a mirarla de una manera distinta de como debería.
—Si lo hice, ¿qué crees que encontré? ¿Por qué no me lo dices?
—No tengo ni idea —responde ella.
L
amont hace caer la ceniza del cigarrillo y expulsa una bocanada de humo sin apartar sus ojos de los de él, su bata, firmemente ceñida a la cintura y con un profundo escote, es apenas una fina película roja sobre su piel desnuda.