—¡Suéltala! ¡Que la sueltes!
Su voz suena sofocada y lejana a causa del zumbido en los oídos mientras forcejea, y la pistola vuelve a dispararse una y otra vez hasta que de pronto los brazos del tipo languidecen. Win se apodera del arma, le propina un fuerte empujón y se desploma. De la cabeza del tipo sale sangre, que va formando un charco en el suelo de madera noble; ha quedado tendido en silencio, sangrando, sin moverse. Tiene aspecto de hispano, y no más de veinte años.
Win cubre a Lamont con un edredón y suelta los cables que la mantenían atada a las columnas de la cama mientras repite una y otra vez:
—No te preocupes. Ya estás a salvo. No te preocupes.
Llama al teléfono de emergencias y ella se incorpora, se emboza en el edredón y, con los ojos desorbitados, jadea para recuperar el aliento sin dejar de temblar violentamente.
—¡Dios mío! —dice—. ¡Dios mío!
—No pasa nada, no pasa nada, ya estás a salvo —insiste, de pie a su lado, mirando alrededor.
Observa al hombre en el suelo, la sangre y las astillas ensangrentadas de vidrio tintado que hay por todas partes.
»¿Es el único? —le grita a Lamont mientras el corazón le late con fuerza y dirige la mirada desorbitada de aquí para allá. Todavía le zumban los oídos y mantiene la pistola en ristre—. ¿Hay alguien más? —pregunta a voz en grito.
Ella niega con la cabeza; está pálida, tiene los ojos vidriosos y su respiración es rápida y somera. Parece a punto de perder el conocimiento.
—Respira hondo, poco a poco, Monique. —Win se quita la chaqueta, la deja en las manos de Lamont y la ayuda a llevársela a la cara—. No pasa nada. Respira con esto contra la boca como si fuera una bolsa de papel. Eso es, muy bien. Respira hondo, poco a poco. Ahora nadie te va a hacer daño.
M
onique Lamont, vestida con una bata de hospital, está en una sala de reconocimiento en el Hospital Mount Auburn, a escasas manzanas de donde vive.
Es una sala corriente, blanca, con una mesa de reconocimiento, de ésas con estribos, y un mostrador, un lavabo, un armario con instrumental médico, algodones y espéculos; también hay una lámpara quirúrgica. Poco antes, una enfermera forense estaba en la habitación a solas con Lamont, para examinar las muy privadas partes de la poderosa fiscal de distrito, hacerle frotis en busca de saliva o fluido seminal, buscar pelos que no sean de ella, tomar muestras de los arañazos, buscar lesiones, sacar fotografías y recabar cuanto pudiera constituir una prueba. Lamont mantiene el tipo sorprendentemente bien, tanto que quizás hasta resulta extraño, como si representase el papel de sí misma trabajando en su propio caso.
Está sentada en una silla blanca de plástico cerca de la mesa cubierta de papel blanco. Win ocupa un taburete, frente a ella. Otro investigador de la Policía del Estado de Massachusetts, Sammy, permanece de pie cerca de la puerta cerrada. Tenía la opción de ser entrevistada en un entorno más civilizado, como su casa, por ejemplo, pero ha rehusado con una observación clínica que raya en lo escalofriante, diciendo que lo mejor es aislarlo todo en compartimentos estancos, ceñir las conversaciones y actividades relacionadas a los lugares reducidos a los que corresponden. En otras palabras: Win tiene muchas dudas de que vuelva a dormir en su habitación. No le sorprendería que vendiera la casa.
—¿Qué sabemos de él? —vuelve a preguntar la fiscal, que parece no albergar el menor sentimiento con respecto a lo que acaba de ocurrir.
Su agresor se encuentra en estado crítico. Win mide con cuidado lo que le dice. Se trata, como mínimo, de una situación poco común. Ella está acostumbrada a preguntar a la Policía del Estado todo lo que quiere saber y a que no le oculten nada: para eso es la fiscal de distrito, está al mando y programada para exigir detalles y obtenerlos.
—Señora Lamont —dice Sammy con todo respeto—, como bien sabe usted, tenía un arma y Win hizo lo que tenía que hacer. Esas cosas ocurren.
Sin embargo, no es eso lo que ella pregunta. Mira a Win, que le sostiene la mirada notablemente bien, teniendo en cuenta que pocas horas antes la ha visto desnuda y atada a su cama.
—¿Qué sabes de él? —insiste ella, y más que una pregunta es una exigencia.
—Lo siguiente —responde Win—: Tu fiscalía lo procesó ante el tribunal de menores hace un par de meses.
—¿Por qué?
—Posesión de marihuana y crack. El juez Lane, tan magnánimo como siempre, lo dejó ir con una reprimenda.
—Está claro que la fiscal no era yo. No le había visto en mi vida. ¿Qué más?
—¿Qué te parece si nos dejas hacer primero nuestro trabajo y luego te ponemos al corriente de lo que hemos conseguido? —replica Win.
—No —responde ella—. Lo que consigáis, no. Será lo que yo pregunte.
—Pero por el momento… —dice Win.
—Información —lo interrumpe ella.
—Tengo una pregunta —interviene Sammy—. ¿Cómo llegó usted a casa anoche?
Una expresión sombría cruza el rostro de Lamont, algo en sus ojos, tal vez vergüenza. Quizás hablar con la fiscal de distrito después de que haya sufrido una experiencia semejante lo convierte en cierta manera en un
voyeur
. Lamont hace caso omiso de él, hace caso omiso de su pregunta.
—Cené contigo —le dice a Win—. Subí a mi coche y regresé al despacho para acabar unas cosas, luego volví directamente a casa. Como no tenía las llaves, fui a la parte de atrás, introduje el código en la caja, y saqué la llave de reserva. Estaba abriendo la puerta trasera cuando de pronto una mano me tapó la boca y alguien a quien no podía ver me dijo: «Un solo ruido y date por muerta». Luego me hizo entrar en casa a empujones.
Lamont recita los hechos a la perfección. Su agresor, ahora identificado como Roger Baptista, de East Cambridge, con una dirección no muy alejada del edificio judicial donde trabaja Lamont, la obligó a entrar en su dormitorio y empezó a arrancar cables de las lámparas y de la radio-despertador. Entonces sonó el teléfono. No respondió. Después sonó su móvil. Tampoco respondió.
Quien llamaba era Win.
Su móvil volvió a sonar y Lamont reaccionó con rapidez, dijo que debía de ser su novio, que seguramente estaría preocupado y podía presentarse en cualquier momento, así que Baptista le dijo que contestara y que si intentaba algo le volaría la tapa de los sesos y luego mataría a su novio y a quien fuese necesario, y ella respondió. Mantuvo la breve y peculiar conversación con Win. Dice que colgó y Baptista la obligó a desnudarse y la ató a las columnas de la cama. La violó y después volvió a ponerse los pantalones.
—¿Por qué no opuso resistencia? —pregunta Sammy con toda la delicadeza posible.
—Tenía una pistola. —Lamont mira a Win—. No me cabía la menor duda de que iba a utilizarla si me resistía. Probablemente iba a utilizarla de todas maneras. Cuando acabó conmigo, hice todo lo posible para controlar la situación.
—Y eso, ¿qué significa? —indaga Win.
Lamont vacila, elude su mirada y responde:
—Significa que le dije que hiciera lo que quisiese, que me comporté como si no estuviera asustada; o asqueada. Hice lo que pedía. Dije lo que me instó a que dijera. —Vacila—. En un tono tan tranquilo y poco beligerante como me fue posible, teniendo en cuenta las circunstancias. Yo, esto…, le dije que no era necesario que me atara. Le dije, bueno, que me las veía con casos así todo el tiempo, que los entendía, que me hacía cargo de que tenía sus razones. Yo, bueno…
El silencio que sigue resuena en la sala y es la primera vez que Win ve ruborizarse a Lamont. Sospecha que sabe exactamente lo que hizo para entretener a Baptista, para calmarlo, para establecer un vínculo con él acariciando la remota esperanza de que la dejara vivir.
—Quizás actuó como si le apeteciera un poco —sugiere Sammy—. Eh…, las mujeres lo hacen continuamente. Para que el violador crea que todo va de maravilla, se lo montan bien en la cama, fingen un orgasmo e incluso le piden al tipo que vuelva en otra ocasión como si se tratara de una cita o…
—¡Fuera! —Lamont lo fulmina con la mirada y, señalándolo con el dedo, añade—: ¡Largo de aquí!
—Yo sólo…
—¿No me has oído?
Sammy sale de la habitación y deja a Win a solas con ella, lo que no representa la primera opción que tenía él en mente. Considerando que hirió gravemente a su agresor, sería preferible, y prudente, entrevistarla en presencia de al menos un testigo.
—¿Quién es ese cabronazo? —pregunta Lamont—. ¿Quién? ¿Y crees que es una maldita coincidencia que decidiera presentarse en mi casa la misma noche que mis llaves desaparecieron misteriosamente? ¿Quién es?
—Roger Baptista.
—No es eso lo que pregunto.
—¿Cuándo es la última vez que viste tus llaves? —pregunta Win—. ¿Cerraste con ellas al ir a trabajar por la mañana? Ayer por la mañana, en realidad.
—No.
—¿No?
Lamont permanece en silencio un momento, y al cabo dice:
—No fui a casa anteanoche.
—¿Dónde estabas?
—Me quedé con un amigo y fui directa a trabajar desde allí. Después del trabajo cené contigo y luego pasé por el despacho. Ésa es la cronología.
—¿Te importa decirme con quién te quedaste?
—Pues sí.
—Sólo intento…
—No soy yo quien ha cometido un crimen —lo interrumpe ella, mirándolo con frialdad.
—Monique, supongo que tu alarma estaba conectada cuando abriste la puerta con la llave de reserva —dice Win sin rodeos—. Baptista te tapa la boca con la mano mientras abres la puerta. ¿Qué ocurre con la alarma después?
—Me dijo que si no la desconectaba me mataría.
—¿No tienes un código secreto que alerte a la policía sin hacer ruido?
—Venga, por el amor de Dios. ¿Se te hubiera pasado a ti por la cabeza? A ver qué medidas de seguridad eres capaz de adoptar cuando alguien te está apuntando a la nuca con un arma.
—¿Sabes algo de una lata de gasolina y unos trapos encontrados cerca de tu puerta trasera, entre los arbustos?
—Tú y yo necesitamos mantener una conversación muy importante —le dice Lamont.
Sykes conduce su propio coche, un Volkswagen Rabbit azul del 79, por la Ciudad Vieja, como se conoce el centro histórico de Knoxville.
Pasa por delante del Bar y Pizzería Barley's, del Tonic Grill, vacío y oscuro, y luego por una obra en construcción que fue suspendida días atrás cuando una excavadora desenterró unos huesos que resultaron ser de vaca, pues en una reencarnación anterior el solar había sido corral de ganado y matadero. Su inquietud —el canguelo, lo llama ella— se agrava conforme va acercándose a destino. Espera que el empeño de Win en que localizara los expedientes del caso de Vivían Finlay cuanto antes sea lo bastante urgente como para que haya merecido la pena despertar al director de la Academia, luego al jefe de la Policía de Knoxville y después a varias personas más de la División de Investigación Criminal y Archivos, que no han conseguido ubicar el caso, sólo su número de entrada, KPD893-85.
Por último —y ha sido lo más desagradable de todo—, Sykes ha despertado a la viuda del antiguo detective Jimmy Barber, que parecía borracha, y le ha preguntado qué podía haber hecho su difunto marido con sus viejos expedientes, el papeleo, los recuerdos, etcétera, cuando se jubiló y recogió su despacho en la jefatura de policía.
—Toda esa porquería está en el sótano —respondió la mujer—. ¿Qué os creéis que esconde ahí, a Jimmy Hoffa o el jodido código Da Vinci?
—Lamento muchísimo molestarla, señora, pero estamos intentando localizar unos expedientes antiguos —ha dicho Sykes, eligiendo con mucho cuidado sus palabras, pues Win le dejó claro que estaba ocurriendo algo extraño.
—No sé qué cono de mosca os ha picado a todos —ha rezongado la señora Barber por teléfono, entre maldiciones, con la lengua pastosa—. ¡Son las tres de la mañana, maldita sea!
En lo que los habitantes de la zona llaman Shortwest Knoxville, la ciudad empieza a deshilacharse por las costuras, desintegrándose en urbanizaciones de viviendas protegidas antes de mejorar un poco, aunque no mucho, a unos tres kilómetros al oeste del centro. Sykes aparca delante de una casa de estilo ranchero con paredes de vinilo y el jardín hecho una porquería, la única vivienda con cubos de basura vacíos plantados de cualquier manera junto a la calle porque la señora Barber, por lo visto, es demasiado perezosa para llevarlos rodando de regreso a su casa. Hay muy pocas farolas en el vecindario y gran número de viejos coches trucados de colores llamativos: Cadillacs, un Lincoln pintado de púrpura, un Corvette con unos estúpidos tapacubos giratorios. Bugas de mierda de gentuza, camellos, chavales que no son más que un cero a la izquierda. Sykes tiene presente la Glock del calibre 20 que lleva en la sobaquera. Llama al timbre.
Poco después, la luz del porche parpadea y se enciende.
—¿Quién es? —farfulla una voz al otro lado de la puerta.
—La agente Sykes, del Buró de Investigación de Tennessee.
Se oye el tintineo de una cadena y el chasquido de un cerrojo de seguridad. Se abre la puerta y una mujer de aspecto vulgar con el cabello teñido de rubio y manchas de maquillaje bajo los ojos se hace a un lado para franquear el paso a Sykes.
—Señora Barber —dice Sykes con amabilidad—. Le agradezco…
—No entiendo a qué viene tanto revuelo, pero adelante. —La interrumpe la mujer. Tiene la bata mal abrochada, los ojos enrojecidos y huele a alcohol—. El sótano es por ahí —indica con un gesto de la cabeza y vuelve a cerrar la puerta con ademanes torpes; posee una voz muy sonora con un marcado timbre nasal—. Ya puede hurgar todo lo que quiera entre la porquería. Me trae sin cuidado si la carga en una furgoneta y se la lleva.
—No me hace falta cargarla en una furgoneta —responde Sykes—. Sólo necesito echar un vistazo a unos expedientes policiales que tal vez tenía en su despacho su marido.
—Yo me vuelvo a la cama —dice la señora Barber.
Da la impresión de que Lamont ha olvidado dónde se encuentra.
A Win se le ocurre que está delirando, que cree encontrarse en su amplio despacho rodeada de su gran colección de objetos de cristal, tal vez con uno de sus caros trajes de marca, sentada a su gran mesa de vidrio en lugar de vestida con una bata de hospital, sentada en una silla de plástico en una sala de reconocimiento. Se comporta como si ella y Win estuvieran haciendo lo de siempre, enfrascados en un caso importantísimo, uno de esos difíciles, destinado a sufrir muchas complicaciones y aparecer destacado en la prensa.