—¿Cómo dice?
—Me refiero a antiguas facturas pormenorizadas que pudieran contener algún detalle acerca de lo que compraba o hacía, tal vez. Por ejemplo, si alguna vez compró prendas de tenis en la tienda del club.
—No nos deshacemos de esa clase de documentos, pero no estarían aquí en la oficina. Disponemos de un almacén…
—Necesito sus viejas facturas, todas hasta el ochenta y cinco.
—Dios bendito, veinte años para hurgar. Eso podría llevar… —Suelta un profundo suspiro de consternación.
—Ya echaré una mano —se ofrece Sykes.
La planta superior del garaje de Lamont ha sido reconvertida en una habitación para invitados que no parece haber sido utilizada salvo por las marcas dejadas al caminar sobre la moqueta de color marrón oscuro. Win repara en que las huellas son de pies bastante grandes y que las hay de dos clases diferentes.
Las paredes están pintadas de beis y hay varios grabados con firma: veleros, paisajes marítimos. Hay también una cama individual con colcha marrón, una mesilla, un pequeño tocador, una silla giratoria y una mesa sobre la que no se ve nada excepto un secante de escritorio, una lámpara de vidrio verde y un abrecartas con forma de puñal. Los muebles son de arce. Un cuartito de baño con un combinado de lavadora y secadora, sumamente ordenado y limpio, con aspecto de no haber sido utilizado en absoluto salvo, claro está, por las marcas de huellas que hay en la moqueta.
—¿Qué has encontrado ahí arriba? —grita Sammy, al pie de la escalera desplegable de madera contrachapada—. ¿Quieres que suba?
—No hace falta, y además no hay sitio —responde Win, mirando por la abertura la coronilla entrecana de Sammy—. No parece que nadie se haya alojado o haya estado trabajando aquí recientemente. O, en caso contrario, se mudaron y limpiaron a fondo. Lo que sí está claro es que alguien, quizá más de una persona, ha estado caminando por aquí.
Win saca un par de guantes de látex de su bolsillo, se los pone y empieza a abrir cajones, todos los que hay. Se coloca de rodillas y puños, mira bajo el tocador, mira bajo la cama, algo le está diciendo que debe mirar por todas partes, aunque no sabe en busca de qué o por qué razón más allá de que, si alguien ha estado en el apartamento, a todas luces después de que lo limpiaran y pasaran el aspirador por última vez, ¿a qué se debió? Y ¿quién forzó la cerradura de la planta baja? ¿Vino alguien después de que Lamont estuviera a punto de ser asesinada? Y de ser así, ¿qué buscaba esa persona? Abre un armario ropero, abre armarios bajo el fregadero y el lavabo en la pequeña cocina y el cuarto de baño, se planta en medio de la sala y mira un poco más hasta que le llama la atención el horno. Va hasta allí y abre la puerta.
En la bandeja inferior hay un grueso sobre de color ocre con la dirección escrita a mano de la oficina de la fiscal de distrito y un remite de Knoxville; lleva un montón de sellos pegados de cualquier manera, torcidos, un franqueo superior al necesario.
—Dios santo —murmura.
El sobre ha sido abierto con un objeto afilado, y Win mira el abrecartas que hay encima de la mesa, el que le recuerda a un puñal. Saca un grueso expediente policial sujeto con gomas elásticas.
—¡Joder! —exclama.
Se oyen los pasos de Sammy en la escalera desplegable.
—El caso. Lo ha tenido aquí todo el tiempo —responde Win, y de pronto no está tan seguro—. O alguien lo ha tenido aquí.
—¿Cómo? —Sammy asoma la cabeza con expresión de desconcierto.
—El expediente del caso Finlay.
Sammy se sujeta a un pasamanos de cuerda pero no continúa subiendo sino que repite:
—¿Cómo?
Win levanta el expediente y dice:
—Lo ha tenido aquí durante tres meses, joder. Desde antes de que yo fuera a la Academia, desde antes de que me comentase siquiera que iba a ir. Maldita sea.
—Eso no tiene sentido. Si la Policía de Knoxville se lo envió, ¿qué razones podía tener para no mencionártelo cuando empezaste a buscarlo?
—No lleva nombre. —Win vuelve a leer la etiqueta—. Sólo una dirección que no me suena. El matasellos es del 10 de junio. El código postal, el 37921, el del área de Western Avenue-Middlebrook Pike… Espera.
Llama a Sykes, obtiene respuesta y nota que se tranquiliza como suele ocurrirle cuando todo empieza a desenmarañarse.
—Parece ser que la foca peleona de su esposa hurgó en el sótano mucho antes que tú —le comenta Win a Sykes—. Envió el expediente de Finlay aquí, donde ha estado escondido dentro de un horno.
—¿Qué? ¡Esa zorra me mintió!
—Eso depende. ¿Le dijiste exactamente qué estabas buscando? —pregunta Win.
Silencio.
—¿Sykes? ¿Sigues ahí? ¿Se lo dijiste?
—Bueno, no exactamente —reconoce ella.
A las dos y media, aparca el viejo Buick de Nana detrás de su casa. Los móviles de campanillas resultan visibles a la luz del día, sus largos tubos huecos oscilan bajo los árboles y de los aleros, ofreciendo un aspecto bastante menos mágico que por la noche.
Hay otro coche —un viejo Miata rojo— aparcado cerca de la canasta de baloncesto, casi entre los arbustos. Win necesita un teléfono fijo y en esos momentos su apartamento no se le antoja una buena idea. Tiene una corazonada al respecto y ha decidido hacerle caso, porque no sería descabellado pensar que los polis o alguien aficionado a forzar cerraduras podrían estar patrullando su vecindario. Llama con los nudillos a la puerta trasera y a continuación entra en la cocina, donde Nana está sentada frente a una joven con cara de aflicción que corta en tres la baraja de cartas del tarot. Nana ha preparado té caliente, una especialidad de la casa, con canela en rama y rajitas recién cortadas de piel de limón. Win observa que en la encimera hay un tarro de miel de Tennessee, y junto a él una cuchara.
—Adivina qué hemos probado, cariño —le dice Nana al tiempo que coge una carta—. Tu miel especial hecha por abejas felices. Esta es Suzy. Nos estamos ocupando de ese marido suyo que cree que lo de la orden de alejamiento no va con él.
—¿Lo han detenido? —pregunta Win dirigiéndose a Suzy, de unos veintitantos, con aspecto delicado y la cara hinchada de llorar.
—Mi chico es detective —dice con orgullo Nana, que toma un sorbo de té en el momento en que se oye un repiqueteo de uñas y aparece
Miss Perra
.
Win se sienta en el suelo, empieza a acariciarla y ella se echa para que le rasque la barriga. Mientras, Suzy dice:
—En dos ocasiones, y no sirvió de nada. Matt paga su propia fianza, se presenta como anoche en casa de mi madre, escondido detrás del seto, y se me planta delante cuando me estoy bajando del coche. Acabará matándome. Lo sé. La gente no lo entiende.
—Eso ya lo veremos —le advierte Nana.
Win le pregunta dónde vive su madre mientras repara en que
Miss Perra
tiene mucho mejor aspecto. Sus ojos ciegos parecen rebosantes de luz, incluso da la impresión de que sonríe.
—Calle abajo —le responde Suzy con un deje de interrogación en la voz—. Ya deberías saberlo. —Mira a
Miss Perra
.
Él cae en la cuenta: la madre de Suzy es la dueña del animal.
—
Miss Perra
no va a irse a ninguna parte —dice, y no hay más que hablar.
—A mí me trae sin cuidado, no pienso decir una palabra. Mi madre se porta fatal con ella, y Matt, peor. Llevo tiempo diciéndole lo mismo que tú, que algún día la va a pillar un coche.
—
Miss Perra
está de maravilla —asegura Nana—. Ayer durmió en mi cama con los dos gatos.
—Así que tu madre no te protege de Matt. —Win se pone en pie.
—No puede hacer nada. Matt pasa con el coche por delante de su casa cada vez que le viene en gana, y si le apetece, entra. Ella no hace nada.
Win se marcha a la sala para llamar por teléfono. Se sienta entre las piezas de cristal y el desorden místico de su abuela y pregunta por el doctor Reid, un experto en genética que trabaja en el laboratorio de análisis de ADN de California encargado de analizar las prendas ensangrentadas del caso Finlay. Le informan de que el doctor Reid está en una reunión, que estará libre en media hora aproximadamente. Win sale de la casa y echa a andar camino de la antigua morada de
Miss Perra
. Ha visto alguna vez a Matt, está casi seguro, un tipo pequeño, gordo, con un montón de tatuajes y todo el aspecto de ser el típico matón.
Suena su móvil; es Sykes.
—No me molestes. Estoy a punto de meterme en una pelea —le advierte Win.
—Entonces me daré prisa.
—¿Qué pasa, hoy no tienes sentido del humor?
—Bueno, no quería decírtelo, pero si tú y yo no volvemos a clase para el lunes, nos van a expulsar de la Academia.
Supondría una mayor decepción para ella que para él… La Policía del Estado de Massachusetts tiene sus propios investigadores forenses, no necesita a Win sobre el terreno recogiendo las pruebas en persona, y ahora mismo a él le importa un carajo llegar a director del laboratorio criminalista o a cualquier otra cosa. Cree que quizás ha perdido el entusiasmo porque sospecha que la única razón de que lo enviaran a cursar estudios al sur era tenderle una trampa para que se ocupara del caso Finlay y ponerlo al servicio de unos objetivos egoístas, políticos, y, hasta el momento, desconocidos. Y ya no está seguro de quién anda detrás de qué.
—¿Win? —dice Sykes.
Ya tiene la casa a la vista, aproximadamente una manzana más allá, hacia la izquierda, y hay una furgoneta Chevy en el sendero de entrada.
—No te preocupes —dice Win—. Ya me encargaré de eso.
—¡No puedes encargarte de eso! Voy a meterme en tal lío con el Buró que probablemente me expulsen. ¡Ojalá dejaras de decir que te encargarás de arreglar asuntos que no puedes arreglar, Win!
—Ya te he dicho que me encargaré de ello —insiste él, acelerando el paso al ver que Matt, ese fracasado estúpido y desvergonzado, sale de la parte de atrás de la casa camino de la furgoneta…
—Tengo que decirte otra cosa —añade Sykes con desánimo—. Me he puesto en contacto con la colgada de la señora Barben Estaba otra vez como una cuba, por cierto. Y tenías razón.
—¿Y bien? —Win echa a trotar.
—Envió el caso a la fiscalía hace unos dos meses. Dice que un tipo, que parecía joven y bastante maleducado, le llamó y le dio instrucciones. No me lo mencionó porque no se lo pregunté. Dice que le llama mucha gente por cosas así. Lo siento.
—Tengo que dejarte —dice Win sin dejar de correr.
Coge la puerta de la furgoneta cuando está a punto de cerrarse y el matoncillo seboso le mira, primero pasmado y después enfurecido.
—¡Aparta las malditas manos de mi furgoneta!
Es mezquino, estúpido, apesta a cerveza y tabaco, le hiede tanto el aliento que Win alcanza a olerlo al abrir la puerta de par en par y plantarse entre ésta y el asiento del conductor. Mira a los ojos pequeños y crueles del inútil del marido de Suzy, que probablemente ha estado merodeando por allí, a la espera de que apareciera ella o, al menos, a la espera de que pasara en coche por delante de la casa y, al verlo, saliera espantada.
—¿Quién eres y qué quieres? —le pregunta Matt a grito pelado.
Win se le queda mirando, un truco que aprendió hace mucho tiempo en el patio del colegio, después de echar cuerpo, cuando se hartó de que se metieran con él. Cuanto más rato miras fijamente a alguien sin decir nada, más se acojona el otro, y los ojos de Matt dan la impresión de batirse en retirada igual que cangrejos escarbando en la arena para ocultarse. Ya no se muestra tan duro. Win permanece allí, bloqueando la puerta sin quitarle ojo.
—Estás loco, tío —dice Matt, que empieza a sentir pánico.
Silencio.
—Venga ya, no le estoy haciendo nada a nadie. —Matt escupe al hablar, está tan asustado que podría cagarse en los pantalones.
Silencio.
Entonces Win dice:
—Tengo entendido que te encanta patear a los perros y maltratar a tu mujer.
—¡Eso es mentira!
Silencio.
—¡El que lo haya dicho, miente! —insiste Matt.
Silencio.
Y entonces:
—Sólo quiero que recuerdes mi cara —le dice Win en voz muy queda, mirándolo fijamente sin el menor atisbo de emoción—. Si vuelves a molestar a Suzy otra vez, si vuelves a hacer daño a un animal otra vez, esta cara será la última que veas.
W
in recibe la decepcionante noticia de que los análisis de ADN todavía no están listos. Explica que la situación es urgente y pregunta cuándo pueden concluir los análisis. Tal vez en un par de días. Pregunta exactamente qué información pueden ofrecer los resultados.
—Una historia genealógica —le explica el doctor Reid por teléfono—. Sobre la base de cuatro grupos de ascendencia biogeográfica: africano subsahariano, indoeuropeo, oriental o indígena americano, o una mezcla.
Win está sentado en la mecedora preferida de Nana junto a la ventana abierta y las campanillas emiten tañidos tenues y melodiosos.
—… Tecnología basada en Polimorfismos de Nucleótido Único —le está explicando el doctor Reid—. Es diferente de las exploraciones de ADN normales que conllevan el análisis de millones de pares base genéticos a la hora de buscar patrones, muchos de ellos sin la menor trascendencia. En esencia, lo que nos interesa son los aproximadamente dos mil marcadores de información sobre la ascendencia…
Win escucha al típico científico con la típica tendencia a dar más explicaciones de las necesarias, explayándose acerca de una versión beta de cierto aparato que es fiable en un 99,99 por ciento, acerca de cierta prueba que puede predecir el color del ojo humano a partir del ADN con un 95 por ciento de fiabilidad, acerca de la Facultad de Medicina de Harvard y un acuerdo al que ha llegado con ella el laboratorio de cara a desarrollar un fármaco para combatir la anemia…
—Alto ahí. —Win deja de mecerse—. ¿Qué tienen que ver los fármacos con esto?
—Farmacogenética. Cuando empezamos a elaborar perfiles de ascendencia, no era para resolver casos criminales. El objetivo inicial era ayudar a las empresas farmacéuticas a determinar en qué medida se puede aplicar la genética al desarrollo de fármacos.
—¿Tienen algún chanchullo con la Facultad de Medicina de Harvard? —Win tiene una corazonada, una bien intensa.
—¿Quizás haya oído hablar del PROHEMOGEN? Es para el tratamiento de la anemia asociada con la insuficiencia renal, la quimioterapia en casos de cáncer, el VIH tratado con Zidovudina. Puede ayudar a reducir la necesidad de transfusiones de sangre.