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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (40 page)

BOOK: Zombie Nation
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Dando por sentado que sobrevivirían. Clark dudaba de que así fuera. Sin embargo, estaba bien. En tanto en cuanto se acercaran al interruptor, en tanto en cuanto lograran apagar esta cosa, sería suficiente.

Así era como se imaginaba el epicentro, como una especie de artilugio de rayos mortales de ciencia ficción. Una enorme arma telescópica de rayos con aletas y rebordes y paneles de control sobresaliendo de una escotilla excavada en la montaña. Imaginaba que tendría dos botones que la controlaban, convenientemente etiquetados con ON y OFF. Se imaginaba apretando este último y luego regresando a Denver, al Brown Palace, y comiéndose al fin ese entrecot jugoso y poco hecho que el destino le había robado. Se imaginaba reservando una habitación en el piso de arriba, una habitación con un elegante papel de pared y cortinas de gasa en las ventanas y una enorme y suave cama con un edredón blanco. Se imaginaba yéndose a dormir durante mucho tiempo y luego despertarse, y descubrir que la humanidad había llevado a cabo la reconstrucción después de que los muertos dejaran de levantarse de la tumba, que mientras él dormía todo había sido despejado, limpiado y renovado. Imaginaba que la población de Estados Unidos se había repuesto y no quedaba nadie que recordara siquiera la epidemia, que ya no habría heridas, ni cicatrices físicas, ni traumas emocionales. Ni pesadillas.

Salvo que estaba seguro de que él seguiría acordándose. Recordaría la cara, y el nombre, de todos los que habían muerto. Los recordaría el resto de su vida. Quizá sería mejor si no volviera, después de todo.

—Todavía es un mundo maravilloso, ¿verdad? —preguntó Vikram, sacando a Clark de su ensoñación. Ni siquiera se había percatado de que el helicóptero había levantado el vuelo, alejándose de la prisión. No se había dado cuenta de que ya estaban cruzando las montañas, que volaban rápido, a unos treinta metros del suelo, siguiendo una cadena montañosa que probablemente marcaba la divisoria continental. Quizá había transcurrido una hora y él había estado sumido en sus pensamientos. Tan próximos al final y él había desperdiciado todo ese tiempo.

Sin embargo, bajó la vista y vio árboles revistiendo las escarpadas faldas de las montañas, álamos y abetos y pinos. Vio agua destellante como un espejo serpenteando entre las cumbres, las estrellas titilando en las profundidades de arroyos y ríos. Oh, Vikram tenía tanta razón. Era hermoso. Todavía era hermoso.

Luego miró a la chica. Estaba sentada muy quieta en su asiento, con el cinturón abrochado e inmóvil. Su pecho no subía ni bajaba con la respiración, no parpadeaba. Podías darte cuenta de que estaba muerta si te fijabas con atención. Si mirabas de verdad. Tenía la piel cérea de un cadáver. Sus ojos ya no enfocaban de verdad a nada en particular.

Ella volvió la vista para mirarlo a él.

—¿Qué pasará si no podemos detenerlo?

Clark no podía dejar de mirarla.

—Como mínimo podré cumplir el deber final de un soldado que ve morir a su país.

—¿Cuál es?

—Vengarme por todos de quien lo haya hecho. —Suficiente. Clark quería cambiar de tema—. ¿Y quién te habló de la montaña? —le preguntó él—. ¿Quién te dijo que tú eras la única que podía ir allí?

Ella se encogió de hombros y miró por la ventanilla.

—Un hombre que se llamaba Jason Singletary. Tenía un don, una especie de poder. Era psíquico, si es que quieres oírme decirlo.

—Psíquico —repitió Clark. La palabra salió de su boca y flotó en el aire como una sucia nube. Se parecía mucho a otras palabras que ahora sabía. Como «no muerto» o «mágico». Sonaba como una de esas cosas que habían salido mal en el mundo.

El piloto interrumpió el silencio que siguió.

—Nos estamos acercando al destino —anunció—. El valle será visible en unos minutos.

Antes de que acabara la frase, la escotilla del compartimento de mercancías comenzó a traquetear.

El copiloto se quitó el cinturón y fue al fondo, adaptándose al movimiento del helicóptero, con una mano en el techo para sujetarse.

—¿Qué llevamos aquí atrás? Sólo comida y munición ligera, ¿verdad? —le gritó al piloto—. ¿Hay algo que haya podido soltarse?

Era como un sueño, un sueño particularmente horrible en el que sabías lo que estaba a punto de suceder, pero estabas tan dominado por la duda y la ansiedad general que no te atrevías a abrir la boca para decirlo, porque se haría real.

El copiloto alargó la mano para coger la maneta lateral de la escotilla, y antes incluso de haberla girado del todo, la escotilla explotó, desperdigando cien kilos de carne en el compartimento de los tripulantes. Hubo sangre, y carne arrancada, y gritos. Durante el primer y terrible segundo, Clark no conseguía atar cabos, no comprendía qué estaba sucediendo. Sólo cuando oyó a Vikram gritando su nombre supo qué pasaba.

Un hombre. Un hombre muerto. Un hombre muerto sin brazos.

Un hombre muerto sin brazos, con el pecho acribillado de agujeros de bala, el rostro deformado por las heridas y el hambre, su cuerpo tan seco y duro como la carne ahumada, se había colado a bordo del helicóptero cuando éste despegó de la prisión. El hombre muerto había matado al copiloto en un movimiento increíblemente rápido y brutal y ahora había hundido los dientes en el gemelo de Vikram. Parte de la sangre que encharcaba el suelo pertenecía al mejor amigo de Clark.

La chica muerta estaba de pie sobre su asiento. Parecía horrorizada y Clark sintió un rápida e irracional oleada de deseo. Quería reconfortarla, decirle que todo saldría bien.

Un momento después le vino a la mente un plan mejor. Estaba al lado de una escotilla exterior que contaba con una apertura de emergencia. Tiró de la palanca roja y la puerta cayó en la oscuridad, el aire frío lo empujó tan rápido y tan fuerte que derribó a todo el mundo. El hombre muerto soltó a Vikram. La chica se cayó del asiento. Clark la cogió del brazo y la arrastró para que se quedara cerca de él.

El hombre muerto no se molestó en levantarse. Clavó los dientes de nuevo en Vikram y siguió masticando. Éste sacó su arma y comenzó a disparar al hombre muerto a la cabeza, pero el helicóptero estaba dando vueltas, inclinado, virando; nadie podía disparar con precisión en esas condiciones, y Vikram no era un tirador.

El piloto siguió mirando por encima del hombro, gritándoles algo. Preguntas. No prestaba la debida atención al aparato..

—¡Soldado —le gritó Clark—, ocúpese de su misión! —Luego se volvió hacia la chica—. Ese psíquico —le preguntó—. Él te dijo… que tú eras la única. La única que podía llegar al epicentro. Te dijo eso, ¿estás segura?

Los ojos de la chica se abrieron mucho. Él la cogió por los hombros y la sacudió, y ella, finalmente, asintió. Era lo que necesitaba oír.

Cogiéndola de los brazos, tiró de ella y la lanzó fuera del helicóptero, por la escotilla exterior, al rugiente cielo.

Ánimo decaído, falta de apetito, angiogénesis continuada en el interior del cuerpo deformado. Pero está viva. Jódete, Dios, jódete, Muerte, jódete, puto Cáncer. ¡Ella todavía está viva! [Notas de laboratorio, 16/01/05]

El impacto fue tan rápido que se perdió la mayor parte. Estaba mirando hacia el lado incorrecto cuando ocurrió. Perdió la conciencia durante un momento y luego se despertó de nuevo. Algo estaba ardiendo, Bannerman Clark notaba el calor en la pierna. Tan sólo tenía una pequeña molestia en el pecho. Bajó la vista y deseó no haberlo hecho. Tenía clavada una pieza irregular de acero que lo mantenía unido a un costado del helicóptero destrozado. Era como una mariposa pegada en un expositor. Sería mejor no tratar de moverse, decidió. Era mejor limitarse a esperar. El calor en su pierna estaba haciéndose más intenso y olía su carne quemándose, sin embargo, no había dolor.

Hubo un momento después de que tirara a la chica por la escotilla, un solo momento, en que pareció que el piloto iba a lograr aterrizar sin problemas. También había tenido la impresión de que Vikram iba a matar de verdad al hombre muerto sin brazos. Era una posibilidad de seguir adelante con la misión.

Algo se arrastró cerca de él, iluminado por las llamas.

Había habido un momento y el momento había pasado. El piloto había comenzado a chillar y luego se había quitado el cinturón para intentar huir, huir del cadáver asesino. Tras eso sólo habían hecho falta un par de segundos para que el helicóptero chocara contra la montaña.

La cosa reptante se acercó. Clark abrió los ojos, a pesar de que no quería hacerlo. Tenía una vaga idea de lo que iba a ver. Un persona muerta, una persona muerta hambrienta, viniendo a comérselo. Lo único de lo que no estaba seguro era de quién se trataría.

Era Vikram. La cara del comandante sij estaba aplastada por un lado y le faltaba un ojo. Su turbante había desaparecido y su larguísimo cabello caía sin más sobre el suelo. Todo un lado de su cuerpo parecía no funcionar. No dijo una palabra mientras se arrastraba hacia él. Tenía la boca abierta, los dientes muy blancos.

Vikram llevaba un cuchillo en su cinturón. Un
kirpan,
que era más parecido a una espada corta. Era uno de los objetos religiosos que debía llevar consigo en todo momento. Vikram ni siquiera parecía consciente de contar con el arma, tenía dientes y uñas y eso era todo lo que necesitaba. Clark pensó que podría coger el cuchillo del cinturón y destruir el cerebro de su amigo con él. Era lo mínimo que podía hacer.

Dando por sentado que pudiera levantar el brazo. Dando por sentado que Clark no estaba completamente paralizado.

Vikram se arrastró un centímetro más. Estaba casi a su alcance. Era hora de descubrirlo.

Hay algo ahí fuera… Lo he visto hoy, otra vez, abriéndose camino entre los árboles. Lo he llamado, pero no ha contestado. Algo está escalando la montaña pero no creo que sea humano, así que ¿qué es? ¿Qué es? [Notas de laboratorio, 21/03/05]

Nilla dejó de gritar. Abrió los ojos. Estaba tumbada sobre algo húmedo, algo frío y blanco. Nieve. Podía tener el cuello roto. Había caído sobre la ladera de la montaña con bastante fuerza. Sentarse tal vez era lo peor que podía hacer, podía romperse la columna.

Por descontado, nadie vendría a rescatarla. Clark no había intentado asesinarla. Había intentado salvarla. Sabía que el helicóptero estaba cayendo. Nilla lo había oído estrellarse con un estrépito y caer y deslizarse durante lo que parecieron horas mientras ella permanecía inerte sobre el suelo duro y frío mirando adelante.

Se sentó. Sus huesos todavía funcionaban. Le dolían las costillas de la hostia, pero sus piernas y sus brazos y, sí, su cuello, todavía estaban intactos. Había caído desde treinta metros de altura y había impactado contra el borde rocoso de la montaña y parecía que había salido bien parada.

Supuso que ya estar muerta tenía algunas ventajas.

Intentó orientarse. Estaba rodeada de árboles por todas partes, coníferas con nieve en polvo sobre las agujas. Justo por encima de las copas veía las estrellas y una tenue porción de la luna creciente. Si había alguna manera de saber dónde estaba el norte en función de la posición de la luna, Nilla no la recordaba. Estaba perdida. Perdida y sola en medio de la naturaleza en mitad de un continente asolado de cosas muertas. Aunque se hubiera roto el cuello, no habría estado en peor situación. Se sentó y trató de pensar qué hacer a continuación.

Fue entonces cuando divisó la luz. No era una luz normal, por supuesto, o la habría visto de inmediato. Era más acuosa, menos definida. Podía verla mejor con los ojos cerrados. Bueno. Allí estaba. Era el mismo tipo de luz que veía cuando miraba a la gente viva. Dorada. Perfecta. Prácticamente cada célula de su cuerpo estuvo de acuerdo. Acercarse a esa luz era un buen plan.

Su mente, extrañamente, coincidió. Quizá por primera vez en su breve memoria algo parecía ir bien. Había ido para encontrar la fuente de la epidemia. La energía que evitaba que ella muriera. Estaba segura al ciento por ciento de que esa luz etérea que irradiaba a través de los árboles era eso, el epicentro, la Fuente.

Se puso en pie de nuevo y comenzó a caminar. A escalar, en algunos sitios, con manos torpes, pero lo bastante fuertes para agarrarse a las rocas y las raíces de los árboles que estaban fuera de la tierra. Sus pies se hundían en la superficie deslizante, atravesando una capa de nieve de años, la acumulación de agujas de pino que había debajo y la tierra congelada que había aún más abajo. Tiró de sí misma hacia arriba por las pendientes, luego corrió, precipitadamente y sin pensar en los riesgos, abajo por la otra vertiente. Pasó por encima de montículos de piedras desnudas, erosionadas como si hubieran sido talladas a cuchillo por eones de viento. Se agachó bajo incontables ramas de árboles y se golpeó en la frente con aquéllas que no vio y le cayó montaña tras montaña de nieve helada por la espalda de su fina camisa de algodón.

Debería haber estado agotada tras los primeros doscientos cincuenta metros. Cada paso debería haber sido más duro, una nueva agonía. Pero no lo era. En todo caso, la ascensión era cada vez más fácil. Sentía su cuerpo mejor, más sano a cada paso que daba. En un momento notó un espasmo, un temblor en el cuello, y creyó que tal vez la había atrapado finalmente el colapso físico, pero no. Era la bala, la bala que el soldado hindú le había disparado en el tejado. Bajo las fibras musculares, los nervios y los capilares sanguíneos se retorcieron al unirse de nuevo. La masa de plomo inerte salió de su cuello con una pequeña y agónica explosión y al caer le golpeó con fuerza la muñeca. Echó el brazo atrás con una sacudida, pero hasta el dolor desapareció tras un segundo.

La luz que le llegaba a través de los árboles era mejor que la heroína. Era mejor que el sexo con un amante enamorado. Era mejor que beber agua después de tres días caminando por el desierto. Ella podía responder personalmente de eso último.

Casi había amanecido cuando sorteó un reborde de piedra y vio el valle a sus pies y la Fuente al fondo. Una luz fría y azul como la de una alucinación iluminaba el cielo de Bolton’s Valley, el lugar que el capitán Clark le había enseñado en una fotografía. El lugar que Jason Singletary le había enseñado con su mente.

Ella no era la única persona muerta que había encontrado el lugar. Una multitud, tal vez unos doscientos en total, estaban bajo la colina. Sus cuerpos vapuleados y desgarrados parecían relajados. Sus caras maltrechas estaban vueltas hacia arriba para captar la luz. Unirse a ellos era tentador. Aún era más tentador acercarse, ir a esa ardiente almenara.

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