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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (17 page)

BOOK: Zombie Nation
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Los marines llegaron antes que ellos y se colocaron en una formación perfecta. Una sola línea de hombres y mujeres, con armas a la vista, pero sin apuntar a nadie en particular. Había muchos gritos y aspavientos, pero ninguno procedente de los soldados.

¿De qué huía esa gente que los hacía enfrentarse a marines armados con armas automáticas?, se preguntó Clark. Valoró viajar al interior, a Los Ángeles, para ver en qué se había convertido California. Vikram le impidió planear ese movimiento. Venía corriendo desde un helicóptero agitando las manos angustiado.

—¡Bannerman! —gritó—. ¡Ven! ¡Deprisa!

¡Se disparará a los saqueadores sin previo aviso!

[Cartel colgado en Los Ángeles, CA, 03/04/05]

Nilla estaba sentada en el asiento trasero cuando Charles y Shar llegaron al coche. Cuando la vieron, se detuvieron y no abrieron las puertas. Se quedaron muy cerca el uno del otro durante un rato, y luego Charles se subió al coche.

—Maldita sea, tía, si que te has dado un buen baño —dijo Charles, mirándola por encima del reposacabezas de su asiento. Recorrió su cara con los ojos, buscando algo. No lo encontró.

Shar estaba totalmente inmóvil al lado de la puerta del acompañante. Nilla no alcanzaba a ver su cara desde ese ángulo, sólo los puños que apretaba y abría, apretaba y abría. Nilla se preguntó qué se habrían contado el uno al otro la noche anterior.

Finalmente, Shar abrió la puerta y subió al coche. Se puso el cinturón de seguridad con mucho cuidado.

Se ruega a todos los ciudadanos que no puedan llegar al área de evacuación en la Loma que permanezcan en sus casas y que sólo abran la puerta al personal de las fuerzas del orden que muestren las acreditaciones apropiadas. Por favor, no utilicen sus teléfonos: sólo lograrían colapsar líneas vitales de comunicación. [Emisión de emergencia para Grand Junction, CO, 03/04/05]

Los infectados habían destrozado los centros de contención.

No había tiempo para ir a Commerce City, aunque no fuera un territorio vetado. De todas maneras, ¿qué encontraría allí, alguna valla rota? ¿Unas letrinas que nunca habían sido utilizadas? Aterrizó en Denver, cerca del aeropuerto, y fue directamente al corazón de la ciudad. Tenía órdenes.

—Nunca habíamos visto un comportamiento organizado por su parte con anterioridad —seguía diciendo Clark a la gente. Daba la impresión de que se estaba justificando. Tuvo que pasar por una serie de empleados y policías militares antes de llegar finalmente a la Esplanade, al sur de City Park. Allí había un instituto con una enorme columna de ladrillos con un reloj. Alvin Braintree, el teniente general de la Guardia Nacional de Colorado, lo había convertido en un puesto de avanzadilla.

En una clase equipada para experimentos de química, grandes mesas de fibra de vidrio negra, una hilera de lavabos y campanas extractoras a lo largo de una pared junto a la tabla periódica de los elementos, Bannerman Clark se puso en posición de firmes y esperó mientras el teniente coronel recibía el mismo informe que él había oído veinte minutos antes.

—Luego, los infectados formaron lo que sólo puedo describir, señor, como una pirámide humana. —El oficial técnico que estaba transmitiendo el informe unió las puntas de los dedos de ambas manos—. Algunos sujetos subieron a la cima, por encima del alambre de espino. Otros sencillamente presionaron su cuerpo contra la valla del perímetro hasta que cedió. Intentamos contener la situación, pero carecíamos de las fuerzas suficientes para someter a los detenidos. Se encaminaron al suroeste, hacia el centro de la ciudad. Los perseguimos, pero no teníamos los hombres necesarios para reducirlos y finalmente nos vimos obligados a interrumpir el contacto. De haber estado autorizados para atacarlos, creo que podríamos haber hecho algo, pero teníamos órdenes estrictas de no causar daños a los infectados.

Clark sintió que la temperatura de la habitación bajaba diez grados. Ésas habían sido sus órdenes, por supuesto, que los infectados no fueran heridos. El técnico oficial estaba sugiriendo, de una forma no muy política, que Bannerman Clark era el responsable directo de lo que estaba sucediendo en Denver.

A saber, que la ciudad había sido tomada. Hasta el momento habían perdido ciudades pequeñas, sobre todo en la costa Oeste. Ésta era la primera ciudad de verdad que estaba en peligro. Era el mayor revés de la epidemia.

El teniente general puso los pies sobre la mesa del profesor y miró a los dos soldados que tenía delante.

—Esa orden queda anulada en este mismo instante —dijo él. Su boca, bajo la barba incipiente de un largo día, era tan recta como una regla—. Dispararán a los infectados tan pronto como los vean, y basta ya de esta tontería. ¿He sido claro?

—¡Señor, sí, señor! —gritó Clark, su voz a la par de la del oficial técnico.

—Escúchenme los dos, porque les estoy poniendo a cargo de las secciones. Parece que ando corto de oficiales de verdad. —Era un desaire, un soldado del rango de Clark debería estar al mando de una compañía entera, de doscientos hombres. En cambio, le estaban asignando treinta—. Oficial técnico, puede retirarse. Vaya a por sus hombres y averigüe de qué vehículos puede incautarse. Capitán, usted se queda conmigo. —El teniente general se puso en pie y se dirigió a la puerta. Clark se apresuró a darle alcance, manteniéndose un paso por detrás de su superior en todo momento. El teniente general era el rango más alto del COARNG, que sólo respondía ante el gobernador. Hasta donde Clark sabía, ésta era la primera vez en su vida que el hombre se vestía de camuflaje.

Ahora llevaba toda la parafernalia: chaleco antibalas completo con linternas en los hombros, máscara antigás colgada del cinturón, un casco CVC de comandante de tanque forrado con Nomex bajo el brazo y un gancho para sus NOD. Repiqueteaba mientras avanzaba a toda velocidad por el pasillo con taquillas de estudiantes en las paredes.

—Éste es su caos, Clark. No me importa especialmente en qué estaba pensando, pero ahora sé que usted es un verdadero grano en el culo del mundo. Se suponía que debía mantener esta cosa controlada en la prisión. Se suponía que debía darnos las directrices adecuadas para cómo proceder cuándo eso fracasara. ¿Ha hecho algo aparte de observar cómo estalla este lío en su cara?

No era una pregunta que requiriera respuesta. Clark permaneció en posición de firmes y luchó contra el impulso de explicarse. Excusarse ante ese estallido de cólera se interpretaría como que se estaba arrastrando, si no como una insubordinación directa. Clark había sido militar el tiempo suficiente para conocer los procedimientos: cuando te leían la cartilla, te callabas y aguantabas. Cualquier otra cosa era un comportamiento inaceptable. Él y el teniente general se hicieron a un lado en el pasillo para dejar pasar a una fila de alistados, con su sargento marcándoles el paso con canciones obscenas.

—No se sienta demasiado mal, capitán —le dijo el teniente general a Clark mientras pasaban los hombres marcando el paso—. Lo tirarán por las cataratas del Niágara por esto, puede estar seguro. Yo tengo que pensar en mi propia carrera. Pero quizá sus amigos del Pentágono puedan encontrarle un trabajo cuando esto acabe. Creo que sería un perrero perfecto.

Clark apretó los dientes, más avergonzado por la falta de profesionalidad del teniente general que por su propia participación en la fuga. Las reglas decían que se esperaba que él mantuviera la boca cerrada. También decían que el teniente general debía mantener bajo control su temperamento y abstenerse de incurrir en insultos personales cuando se dirigía a sus inferiores. Eran las sobras de
noblesse oblige.
Clark no dijo una palabra mientras era conducido a una armería improvisada que habían instalado en el gimnasio. El teniente general escogió una pistola para él, el arma reglamentaria para el cuerpo de oficiales desde mediados de los ochenta y un avance definitivo desde el tradicional Colt 45. La notó más pesada de lo que la recordaba, no había empuñado una desde su última visita al campo de tiro de capacitación para armas, más o menos un año atrás. Nunca había sido un soldado de tiro, la verdad. Al menos no hasta entonces. Enganchó la funda de la pistola en su cinturón y comprobó el seguro antes de guardarla.

—Por lo menos tiene una oportunidad de redimirse —le dijo Braintree. Clark mantuvo la vista al frente para no tener que mirar al hombre—. Eso es más de lo que se puede decir de los tres soldados que fueron devorados vivos durante la fuga.

Clark sintió que se le licuaban las rodillas y de manera consciente obligó a su columna vertebral a enderezarse. No había oído mencionar esas bajas. Tenía docenas de preguntas: cómo se llamaban, se les había notificado a sus familias, eran reservistas o héroes de guerra de Irak, pero no había obtenido permiso para hacer preguntas a su superior.

Vikram lo estaba esperando en el vestíbulo del instituto cuando lo dejaron marchar. El comandante pertenecía al ejército regular y no estaba a las órdenes del puesto de mando, y en interés de la seguridad de la base no se le debería haber permitido entrar al interior, pero Clark se alegraba sinceramente de ver a su viejo amigo.

—Me ha pateado mi cuarto punto de contacto —dijo Clark, asombrándose un poco a sí mismo. Era un eufemismo que no había oído ni usado desde sus primeros tiempos como militar—. Seré afortunado si no acabo en un juicio militar después de esto.

Vikram negó con la cabeza.

—Podemos hacer el bien en este mundo o lamentarnos por el mal que ya está hecho. ¿Qué quieres que haga?

Clark inhaló bruscamente. Vikram era un bálsamo para el alma, bien. Intentó pensar con claridad, establecer prioridades. Eso era algo que se le daba bien.

—Ve a Florence. Hazte cargo de la prisión y toma medidas drásticas. No podemos permitir que se retrase el trabajo, no importa qué más suceda. Puede que recibas otras órdenes cuando estés allí. Tal vez te reasignen a otra persona. A duras penas puedo pedirte que contravengas órdenes directas, pero asegúrate de que antes de que te vayas Florence sea hermética.

Vikram saludó por toda respuesta. Clark lo dejó marcharse y se dirigió al aparcamiento del instituto, donde un convoy de autobuses incautados estaba saliendo. Estaban llenos de civiles evacuados, un sargento del parque móvil le asignó el último vehículo militar del aparcamiento, un enorme y pesado M977 HEMTT de cuatro ejes que estaba diseñado para llevar mercancías. Antes siquiera de que Clark pudiera inspeccionar la tripulación de dos hombres, también recibió a su sección, un grupo de soldados con aspecto de estar asustados que formaron filas tras su sargento mayor sin decir palabra.

—¡Señor, se presenta la sección, señor! —ladró el sargento de la sección. Parecía un explorador, con su abundante pelo canoso no reglamentario saliendo por el casco y los ojos como ascuas en el fondo de dos pozos. Pero tenía a sus hombres alineados. A juzgar por la forma en que se puso firmes, no quedó duda sobre sus capacidades. Eran veteranos y lo reconocían como uno de ellos sin tener en cuenta su hoja de servicio o cualquier error que hubiera podido cometer. El sargento le estaba diciendo que él estaba al mando y que cualquier orden que diera se seguiría al pie de la letra. Clark se quitó la gorra de plato y se puso el gorro de combate. El sargento mayor la recogió y regresó a la formación. Clark no tenía duda de que la recuperaría inmaculada. Clark le echó al sargento la más breve de las miradas a modo de agradecimiento. El sargento mayor asintió discretamente y se dio media vuelta para mirar a su sección.

—¡Atención a las órdenes!

—Vamos allá, jefe —dijo Clark. Era la orden tradicional para mantener el buen trabajo. La sección saltó al compartimiento de mercancías del HEMTT. Clark iba delante, con la tripulación, en la achatada y mucho más cómoda cabina. El conductor encendió el generador y salieron entre sacudidas a la desierta Avenida Colfax, serpenteando entre enormes tiendas de campañas de iglesias y salas de espectáculos porno, franquicias de comida rápida y estaciones de servicio.

El centro de Denver se considera una zona segura hasta las 21.00 horas de hoy o hasta nueva orden. Los centros de atención médica y distribución de víveres del centro comercial de la calle Dieciséis permanecerán abiertos hasta esa hora. [Emisión de emergencia, Denver, CO, 04/04/05]

—Shar, sube el aire acondicionado. Cada vez hace más calor aquí dentro. —Charles se enjugó la nuca. Nilla estudió los finos cabellos que tenía allí, la forma en que se alinearon donde su mano los había aplastado. Veía sus poros dilatándose a causa del calor, las diminutas gotas de sudor uniéndose hasta formar chorros que corrían en dirección al cuello de su camiseta. Cada célula de su cuerpo ardía como oro fundido.

—Ya está al máximo —se quejó Shar, pero de todas formas toqueteó los mandos.

En el asiento de atrás, Nilla sentía el calor, pero permanecía totalmente seca. Sus glándulas sudoríparas ya no funcionaban. Intentó bajar un poco su ventanilla, pero el aire que entró de golpe parecía el humo de un alto horno. Demasiado. Estaba cansada de ir en coche, cansada del calor y de estar encogida.

Charles y Shar compartieron una Coca-Cola, el último de los refrescos que habían mangado del motel, pero no se les ocurrió ofrecerle un poco. Apenas le habían dirigido la palabra desde que habían salido por la mañana. Cuando Charles paró para repostar en una gasolinera abandonada en un solitario cruce en lo alto de las montañas, Shar había salido con él, como si no se sintiera segura en el coche sin su compañía.

A duras penas podía culpar a la chica, se dijo Nilla. No con el tipo de pensamientos que había tenido. Mael Mag Och le había dicho que los chavales no eran sus amigos. Había visto por sí misma la forma en que la miraban los vivos, como si fuera algo sucio. El enemigo. ¿Por qué había de pensar en ellos de otra manera? Ya no era parte de ellos. Debería haber tenido eso claro desde el principio.

Mael le había dicho que debía abandonar a Charles y a Shar. Que podía llegar por sí misma al este. Había dicho otras cosas en las que no quería ni pensar, pero había sido muy claro en ese punto. No más confraternización con los vivos. Algo en su interior respondía a ese mensaje, y anhelaba partir sola. No más miradas interrogantes. Sería mucho más sencillo que el juego silencioso que estaban jugando los tres.

No obstante, él estaba en Nueva York, le había dicho. A miles de kilómetros de distancia. No podía atravesar el país a pie. Necesitaba a los chavales.

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