—¿Puedes apagar las luces?
Elisa vio una última imagen antes de que la oscuridad le cerrara los ojos como unos párpados de acero: a Reinhard Silberg haciendo la señal de la cruz.
Y de pronto, sin saber bien por qué, deseó no haber ido nunca a Nueva Nelson, no haber firmado aquellos papeles, no haber acertado con sus cálculos.
Por encima de todo, deseó no estar allí sentada, aguardando lo desconocido.
—¿Por qué?
—Porque la historia no es el pasado. La historia ocurrió ya, pero el pasado está ocurriendo. Si esta mesa no hubiese sido hecha alguna vez por un carpintero, no estaría aquí ahora. Si los griegos o los romanos no hubiesen existido, ni tú ni yo estaríamos aquí, o no estaríamos de la misma forma. Y si yo no hubiese nacido hace sesenta y siete años, tú no tendrías ahora quince ni serías esta jovencita tan guapa que eres. No lo olvides nunca: tú eres porque otros fueron.
—Tú no eres el pasado, abuelo.
—Claro que lo soy, y tus padres también... Hasta tú misma eres tu propio pasado, Elisa. Lo que quiero decirte es que el pasado constituye nuestro presente. No es una simple «historia»: es algo que sucede, que está sucediendo. No podemos verlo, ni sentirlo, ni modificarlo, pero nos acompaña siempre, como un fantasma. Y decide nuestra vida, y quizá nuestra muerte. ¿Sabes lo que pienso a veces? Es un pensamiento algo raro, pero me consta que eres muy inteligente, con todas esas matemáticas que sabes, y me comprenderás. La gente suele decir, con cierto temor: «El pasado no ha muerto». Pero ¿sabes lo que más me asusta a mí, Eli? No que el pasado no haya muerto, sino que sea capaz de matarnos...
La negrura se convirtió en sangre. Un color denso, casi pegajoso, cegador.
—No hay imagen —dijo Blanes.
—Pero no existe evidencia de dispersión —apuntó Craig desde el fondo.
El grito los sobrecogió a todos. Dejó en el aire un rastro de palabras apresuradas:
—¡Por Dios,
sí hay imagen
! ¿No os dais cuenta? Jacqueline Clissot casi no apoyaba el trasero en su asiento de la primera fila. Se había doblado por la cintura, como si quisiera meterse en la pantalla.
Elisa comprobó que tenía razón: la luz roja permanecía impenetrable en el centro, pero en la periferia formaba como un halo. El significado no se hizo evidente hasta que el punto de vista de la cámara se desplazó segundos después.
—¡El sol! ¡Es el sol! ¡Se refleja en el agua! —decía Clissot.
La imagen seguía desplazándose. El resplandor dejó de resultar molesto debido al cambio de ángulo, y pudo advertirse la curva oscura de una orilla en la parte inferior. El color consistía en diversos grados de rojo, pero se apreciaban formas alargadas y retorcidas. Elisa contuvo la respiración. ¿
Ellos
? Si era así, se trataba de los seres más extraños que había visto nunca. Le parecieron serpientes gigantescas.
Sin embargo, Clissot dijo que eran árboles.
—Un bosque jurásico. Eso deben de ser equisetos. O helechos arborescentes. ¡Dios, parecen tener kilómetros de altura! Y las plantas que flotan en ese lago, o lo que sea... ¿Licopodios anfibios gigantes...?
—Las palmeras son cicadáceas... —intervino Nadja—. Pero parecen más bajas de lo que pensábamos...
—Ginkgos, araucarias... —enumeraba Clissot—. Esos papás de allá... Secuoyas... David, un símbolo de su teoría... —La imagen dio un pequeño brinco hacia otra cuerda temporal y siguió moviéndose por la orilla—. ¡Espera, espera!... Quizá alguna de esas ramas sea... Puede que... —La paleontóloga agitó los brazos, enfurecida—. Colin, ¿por qué no paras la maldita película?
—No conviene detener las imágenes ahora —dijo Craig.
Hubo otro corte.
Y allí estaban.
Cuando aparecieron, Blanes, Nadja y Clissot se levantaron de sus asientos obligando a los demás a hacer lo mismo, como si se tratara de la película más emocionante de la historia ofrecida a un público enfervorizado.
—¡La piel! —escuchó Elisa el jadeo de Valente, en la fila de atrás. Lo había dicho en castellano.
—¿Eso es
su
piel?—gritó Sergio Marini.
Era, en verdad, un extraño espectáculo: los músculos cervicales y dorsales y las extremidades semejaban joyas, Fabergés inmensos, pedrerías torrenciales despeñándose bajo el sol. Des pedían tanta luz que costaba mirarlos. Elisa jamás habría podido imaginar algo así. Nada la había preparado para aquella imagen. Creyó comprender que se habían extinguido porque algo tan hermoso no podía sobrevivir junto al hombre.
Eran dos, inmóviles, fotografiados desde arriba. Se le ocurrió una idea muy extraña al ver sus enormes cabezas y largos cuerpos: que aquellas cosas se referían, de alguna forma, a ella; que no eran animales sino sueños que había soñado alguna vez (sueños de diablos, porque eso parecían, con aquellos cuernos), y que los demás estaban contemplando cómo era ella por dentro.
La escena dio otro salto hacia una nueva foto: uno se había desplazado hacia el borde del agua. Podía distinguirse su cola, afilada hasta lo imposible, en un color rojo moteado. Jacqueline Clissot gesticulaba y gritaba en francés. Parecía una candidata a la presidencia en el último día de campaña.
—¡Antenas! ¿Cómo iba a sospechar nadie...? ¡No, espera! ¿
Cuernos retráctiles...
?
—¿Cuántos dedos tenían en las patas? ¿Alguien los contó? Quizá fueran
Megalos
... No, por las protuberancias...
Allosaurus
, casi seguro. Devoraban restos... ¡Nadja, debemos ver qué comían! Pero, ¡esas antenas...! ¡Oh, por favor...! —Clissot, convertida en el centro de la atención, no paraba de hablar. No había parado desde que habían visto las imágenes—. ¡Plumas en la cola y antenas en la cabeza! Los cráneos de
allosaurus
muestran hendiduras supraorbiculares que han sido siempre objeto de debate... Reconocimiento sexual, se dijo. Pero nadie sospechaba... ¡Nadie podía imaginar que fueran una especie de cuernos retráctiles, como los de los caracoles! ¿Cuál sería su función...? Quizá órganos olfatorios, o un sensorio para desplazarse por la jungla... Y esas plumas son la prueba de que poseían rituales de cortejo mucho más complicados de lo que suponíamos... ¿Cómo íbamos a poder...? ¡Estoy tan nerviosa! Necesito un vaso de agua...
La señora Ross ya lo traía, abriéndose paso entre Silberg y Valente. Las luces de la sala estaban encendidas, y a Elisa le pareció increíble que algo como lo que acababan de contemplar se hubiese proyectado en aquella habitación miserable, aquel cine doméstico de paredes prefabricadas con una decena de sillitas de plástico.
—¿Cómo era posible ese brillo en la piel? —dijo Marini.
—¡Qué lástima que no puedan verse los colores originales —se lamentó Cheryl Ross.
—La desviación al rojo era intensa —arguyó Blanes—. Las cuerdas de tiempo se hallaban a una distancia espacial equivalente a ciento cincuenta millones de años luz...
—Hay cosas que no conocíamos. —La paleontóloga había bebido todo el vaso de un trago y se secaba con el dorso de la mano—. Muchas cosas, en realidad... Los fósiles solo dan cuenta, la mayoría de las veces, de la osamenta... Por ejemplo, sabíamos que algunos tenían plumas... De hecho, los dinosaurios son los antepasados de las aves. Pero nadie había imaginado que ejemplares tan grandes pudiesen tenerlas...
—Gallinas gigantes carnívoras —dijo Marini, y soltó una carcajada nerviosa.
—¡Oh, Dios, David, David! —Clissot abrazó impetuosamente a Blanes, que se quedó un tanto aturdido.
—Todos estamos muy contentos —resumió la señora Ross.
No todos.
Elisa era incapaz de definir con exactitud lo que sentía. Percibía como una
tracción
, una fuerza que desplazara su centro de gravedad, invitándola a caer. Un vértigo, pero no solo del equilibrio físico. Como si también su equilibrio emocional, y hasta
moral
, estuviesen amenazados. Quería permanecer atenta a las explicaciones de Clissot, pero no podía. Se apoyó en la pared. Intuía, de algún modo, que si se dejaba vencer se precipitaría por un abismo, y solo si resistía de pie lograría salvarse.
No todos igual.
Lo había sentido al abrazar a Nadja. También al acercarse a Rosalyn y a Craig. Curiosamente, pese a todo su entusiasmo, Clissot parecía neutra, y a Valente le ocurría otro tanto.
El Impacto. Nos ha tocado a nosotros esta vez.
La alegría del resto del equipo continuaba, pero Silberg, sudoroso (aunque incapaz, al parecer, de quitarse la corbata), los reunió con su poderoso vozarrón.
—Un momento... Hemos olvidado las consecuencias del Impacto. Me gustaría que me dijerais qué estáis sintiendo...
A Elisa le habría gustado decirlo, pero no pudo. Vio que Blanes la miraba y huyó de la sala de proyección por la puerta lateral, en dirección a su cuarto. Al llegar se encerró en el baño. Tenía deseos de vomitar, pero solo logró arcadas secas. El baño pareció ondular entonces. Elisa se sujetó a las paredes como si se encontrara en el interior de un barco sin tripulación sometido al capricho de las olas. Sabía que se caería si seguía de pie, de modo que decidió apoyarse en el suelo, dobló las rodillas y sintió dolor en las rótulas al chocar contra la plancha metálica. Quedó a cuatro patas, con la cabeza gacha, como esperando que alguien viniera y se apiadara de ella.
¡No, no, que no venga nadie, que no me vean!
De pronto todo pasó.
El final fue tan inesperado como el comienzo. Se levantó y se lavó la cara. Volvió a identificar su imagen en el espejo. Era ella, no le sucedía nada. ¿Qué clase de pensamientos raros habían caminado como arañas por su mente? No podía entenderlo.
Y no quería perderse por nada del mundo la siguiente proyección.
Se trataba de una ciudad, en sí misma poco sorprendente; grande, hecha de piedra, pero con no demasiadas pretensiones. Sin embargo, al igual que le había ocurrido con la imagen de los dinosaurios, se impresionó de lo bella que resultaba. Había un deseo en aquellas formas, en la poderosa muralla que la rodeaba, en los bucles de calles y tejados, en la disposición de las torres, que constituía un golpe de hermosura para los ojos. Una perfección física y salvaje, alejada del mundo en el que ella vivía. ¿Hasta tal punto las cosas antes —objetos, ciudades, animales— eran tan
hermosas
? ¿O las actuales habían desembocado en tanta fealdad? Pensó que parte del Impacto podía deberse a eso: a la añoranza de la belleza perdida.
—El templo... El pórtico de Salomón no lo vemos... —Silberg era un cicerone en medio de la oscuridad—. La fortaleza Antonia... Eso de allá debe de ser el Pretorio, Rosalyn... Todo nos confunde, ¿eh? Todo es tan... nuevo... Y digo bien: nuevo. El edificio semicircular es un teatro... Hay cosas colgadas de las ventanas...
—Enseñas romanas —dijo Rosalyn Reiter con voz pesarosa.
Elisa contenía la respiración. Sabía que no lo verían. No tendrían tanta suerte. Era como encontrar una aguja entre millones de pajares vacíos.
Silberg afirmaba que era más probable verlo en la cruz que moviéndose por las calles. Pese a todo, Reiter y él habían procedido hacia atrás en el cómputo: el día 15 de nisán se citaba como el día de su muerte en los Sinópticos, y el 14 en Juan. Silberg se decantaba por Juan, lo cual equivalía a un viernes de abril. Poncio Pilatos había gobernado del 26 al 36 de nuestra era, por lo que destacaban dos fechas posibles: 7 de abril del 30 o 21 de abril del 33. Pero existía otro dato: Sejano, comandante de la guardia pretoriana en Roma y partidario de aplicar mano dura contra los judíos, había muerto en el año 32, y el emperador Tiberio se había manifestado en contra de esa postura. Si Sejano ya había muerto, se comprendían mejor las reticencias de Pilatos a la hora de condenar a aquel carpintero hebreo. Lo cual apuntaba al 33 como año más probable.
Silberg y Reiter habían escogido un tiempo preciso (una «apuesta», lo llamaba Silberg): los días de abril previos al 21 del año 33.
—Era una sola persona en una ciudad de setenta mil, pero armó cierto alboroto... Quizá... podamos ver algo
indirectamente
... Comprender algo por el movimiento de la gente... Pero no había gente por ninguna parte. La ciudad parecía vacía.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —inquirió Marini—. El ordenador encontró personas...
—Hay más cuerdas abiertas, Sergio —dijo Craig—. No sabemos a qué momento temporal exacto pertenece ésta... Quizá la gente estuviera...
Pero el siguiente corte hizo que Craig se interrumpiera. La cámara descendió hacia una calle en pendiente y hubo un salto hacia otra cuerda temporal. De pronto el silencio en la sala se convirtió en una tumba.
Por el lateral izquierdo de la pantalla despuntaba, inmóvil, una silueta.
Era negra como una sombra. Llevaba lo que parecía ser un velo sobre la cabeza y sostenía algo blanco, quizá una cesta. El
zoom
no permitía distinguirla con nitidez; de hecho, su imagen, estaba parcialmente disuelta. Ocasionaba cierto temor verla allí, en contraste con la claridad que la rodeaba: una silueta difusa y negra. Pero el aspecto no parecía dejar lugar a dudas.
—Una mujer —dijo Silberg.
Elisa reprimió un escalofrío. Pensaba que ni siquiera dos hierros al rojo acercándose a sus globos oculares le habrían hecho cerrar los ojos en aquel momento, no digamos el posible Impacto que sufriría. Atesoraba, devoraba la imagen con sus cristalinos hambrientos, bañada en la saliva de las lágrimas.
El primer ser humano del pasado que contemplamos
. Allí quieta, en la pantalla.
Una mujer real que vivió realmente dos mil años antes
. ¿Adónde iría? ¿Al mercado? ¿Qué llevaría en la cesta? ¿Habría visto predicar a Jesús? ¿Lo habría visto entrar en la ciudad a lomos de un asno y habría agitado un ramo?
La imagen pasó a otra cuerda no consecutiva y la figura pareció saltar varios metros, situándose en el centro. Continuaba inmóvil, envuelta en sus ropajes oscuros, pero su postura indicaba que había sido «fotografiada» desde arriba mientras caminaba de izquierda a derecha por la calle en pendiente.
Hubo otro salto. La figura no se desplazó esta vez. ¿Se habría detenido? El ordenador efectuó un
zoom
automático y se centró en la mitad superior de la imagen. Silberg, que había empezado a hablar, se interrumpió bruscamente.
Entonces sucedió algo que a Elisa le cortó la respiración. Tras otro corte, la figura apareció vuelta de lado, la cabeza alzada, como si estuviese mirando hacia la cámara. Como si los estuviera
mirando a ellos
.