Un ruido.
Esta vez sí, aunque lejano. Quizá procedente del barracón paralelo.
Caminó hacia la boca del pasillo que llevaba al segundo barracón. La inquietud, como un amigo pesado, se resistía a abandonarla, pero por fuera no se le notaba. En general se encontraba tranquila: ser hija única le había enseñado muy pronto a caminar a solas en la oscuridad y el silencio de las noches. Le quedaba poco para perder esa costumbre por completo.
Llegó hasta el pasillo y se asomó.
A unos dos metros de ella, una extraña criatura hecha de sombras vivas agitaba los brazos en cruz y la observaba con mirada brillante y devoradora. Pero lo más horrible (luego comprendería que se trataba de otra advertencia) fue comprobar que
carecía de rostro
, o bien sus facciones se mezclaban con las tinieblas.
—No grite —dijo en inglés una luz repentina, con voz ronca, cegándola (sí, ahora se daba cuenta: había lanzado un chillido)—. La he asustado, perdón...
Ella ignoraba que los soldados patrullaran de noche por el interior de los barracones. La linterna que el militar había encendido le reveló el resto: los «brazos en cruz» (el rifle), la «mirada brillante» (un visor de infrarrojos), la ausencia de rostro (una especie de radio que ocultaba su boca). En la pechera del uniforme se leía «Stevenson». Elisa lo conocía: era uno de los cinco soldados que había en la isla, uno de los más jóvenes y apuestos. Hasta ese momento no había hablado con ninguno de ellos. Se limitaba a saludarlos cuando los veía, como consciente de que estaban allí para cuidarla y no al revés. Ahora experimentó una honda sensación de vergüenza.
Stevenson bajó la linterna y alzó el visor de infrarrojos. Ella pudo ver que sonreía.
—¿Qué hacía paseando a oscuras por el corredor?
—Creí ver a alguien pasar frente a mi cuarto. Quería saber quién era.
—Llevo aquí una hora y no he visto a nadie. —En la voz de Stevenson ella creyó detectar cierto enfado.
—Quizá me he equivocado. Perdone.
Escuchó el sonido de otras puertas: compañeros alarmados por su estúpido grito. No quiso saber quiénes eran. Se disculpó, regresó a su cuarto, se tumbó en la cama y, pensando que nunca se dormiría, se quedó dormida.
Día siguiente, martes 26 de julio, a las 18.44.
Bostezó, se levantó y puso el ordenador en «hibernación». Lo había programado para que continuase el complicado cálculo por sí solo.
El incidente con la sombra nocturna aún rondaba en su cabeza. Decidió que se lo comentaría a Nadia en la playa, al menos para reírse. Por lo pronto, necesitaba descansar un poco. Llevaba solo seis días en Nueva Nelson, pero le parecía que eran meses. Se preguntó si el esfuerzo excesivo podría llegar a enfermarla.
Pero no hay problema: tengo el hospital al lado de la mesa
. Contempló el silencioso laboratorio de la paleontóloga, que hacía las veces de pequeña clínica y contaba hasta con una camilla de exploración. Si seguía así, quizá le pidiera a Jacqueline alguna píldora «energética». «El cálculo de la energía me roba energía», le diría.
Abandonó el laboratorio, se dirigió a su habitación, cogió el bikini y la toalla y salió del barracón a la mortecina luz del sol. Era uno de los escasos días sin lluvias en los meses monzónicos, y había que aprovecharlo. Al ver al soldado que montaba guardia en la verja volvió a recordar el incidente de la noche, pero en este caso no era Stevenson sino Bergetti, el italiano robusto con quien Marini jugaba a veces a las cartas. Lo saludó al pasar (le amedrentaban aquellos erizos humanos repletos de armas), atravesó la cancela y descendió la suave loma hasta la playa más increíble de su vida.
Dos kilómetros de oro molido y un mar que en sus mejores días se coloreaba de varias tonalidades de azul, al lado de cuya espuma la carne de Nadja podía parecer tan morena como la suya, de olas poderosas, maquinarias salvajes que nada tenían que ver con las domésticas ondulaciones de las playas civilizadas. Por si fuera poco, como si el Dios de aquel paraíso no quisiera provocar muchas molestias, las olas más fuertes rompían a lo lejos, permitiéndole caminar por un amplio remanso de agua y crema de arena, y hasta nadar, sin mayor inconveniente.
Nadja Petrova le hizo señas desde el lugar de costumbre. Elisa había trabado con la joven paleontóloga rusa una de esas amistades rápidas y profundas que solo acontecen entre personas obligadas a convivir en lugares aislados. Ambas tenían, cosas en común, además de la edad: carácter voluntarioso, aguda inteligencia y similar costumbre de subir peldaño a peldaño la empinada escalera de los logros. En esto último, incluso, Nadja la superaba. Nacida en San Petersburgo, inmigrante en Francia desde su adolescencia, se había abierto camino hasta obtener una de las codiciadas becas de doctorado con Jacqueline Clissot en Montpellier, convirtiéndose en su discípula predilecta, y todo ello sin una madre rica que le pagara hasta el tiempo que emplearían ambas en discutir. Pero cuando hablaba con Nadja no percibía aquellas cualidades tan duras: más bien se quedaba con la fulgurante impresión dé una chica amable y divertida, de pelo color cidra y piel nevada, de esa clase de criaturas que parecen dedicarse al sencillo e inmenso trabajo de sonreír. Elisa pensaba que no podía haber encontrado mejor compañera.
—Hum, el mar está hoy tentador —dijo Elisa dejando la toalla y el bikini en la arena y comenzando a desvestirse—. Creo que lo probaré, a ver si me ahogo.
—Por lo visto, hoy tampoco lo has conseguido. —Nadja le sonrió bajo las grandes gafas negras que protegían la mitad de su níveo rostro.
—Al menos he conseguido deprimirme.
—Repite conmigo: «Mañana lo lograré, mañana será el día».
—«Mañana lo lograré, mañana será el día» —obedeció Elisa—. ¿Puedo modificar un poco el mantra?
—¿Qué sugieres?
—«Lo lograré un día de éstos», por ejemplo. —Elisa tensó el
slip
en sus caderas y cogió el sujetador del bikini—. Mantiene viva mi esperanza pero no me aburre.
—La clave del mantra es aburrir un poquito —declaró Nadja y se echó a reír.
Tras ponerse el bikini, Elisa agrupó su ropa y la sujetó con uno de los incontables frascos que siempre traía su compañera. Luego extendió la toalla y usó más frascos para asegurarla: el viento no era tan fuerte como otros días, pero no quería emplear su tiempo de descanso en perseguir una toalla o unas bragas por la arena.
Nadja estaba tumbada boca abajo. Elisa distinguía su cuerpo delgado bajo la caperuza de pelo blanco y las líneas rosadas del bikini. El primer día se habían reído cuando se probaron aquellas prendas que la señora Ross les había procurado (ninguna de las dos había pensado en llevarse un bikini a Zurich). Ella recibió el de color rosa y Nadja el blanco, pero sus pechos estaban más desarrollados que los de Nadja y el blanco era más grande y le quedaba mucho mejor. No habían tardado en intercambiarlos.
—¿Sigues atascada en el mismo sitio? —preguntó Nadja.
—Qué va. Cada día retrocedo un poco más. Me da la impresión de que terminaré en el principio. —Elisa apoyó los codos en la arena y contempló el océano. Luego se volvió hacia Nadja, que balanceaba un frasquito mientras sonreía graciosamente—. Oh, sí, perdona, se me había olvidado.
—Ya —respondió su amiga, desabrochándose el bikini—. Lo que te ocurre es que consideras que frotarme la espalda es un trabajo degradante.
—Pero me sale mejor que los cálculos, reconócelo. —Elisa se echó crema en la mano y empezó a untar la espalda de Nadja.
La piel de Nadja resplandecía de toneladas de filtro de protección, pese a que siempre acudía a la playa al atardecer. Su problema de «casi albinismo» entristecía a Elisa porque deparaba a su amiga muchas contrariedades debido a su profesión. «No soy albina —le había explicado Nadja—, sino casi albina, pero el sol fuerte puede producirme grandes daños, incluso cáncer. Ya te imaginas: gran parte del trabajo de un paleontólogo se realiza al aire libre, a veces bajo un sol tropical o desértico.» Pero, en correspondencia con su manera de ser, Nadja se lo tomaba a broma. «Salgo de noche a buscar
merocanites
y
gastrioceras
. Soy algo así como un vampiro de la paleontología.»
—Tu amigo Ric está igual de liado que tú —le dijo Nadja, amodorrada, mientras Elisa frotaba su espalda—. Pero se lo toma mejor. Dice que quiere ganarte.
—No es mi amigo. Y siempre quiere ganarme.
Se habían dividido el trabajo: Valente se había agregado al grupo de Silberg y ella al de Clissot. La tarea de ella consistía en encontrar la energía exacta (la solución no podía tener menos de seis decimales) para abrir una cuerda temporal correspondiente a ciento cincuenta millones de años atrás, unos cuatro mil setecientos billones de segundos antes de que Nadja y ella depositaran sus delicados culitos en una playa del índico. «En algún día de sol en plena selva, en ese período que llamamos Jurásico», decía Clissot. Si lo lograban, el resultado podía ser fantástico, inconcebible: quizá llegaran a contemplar la primera imagen de un... (
no lo digamos, a ver si luego nos trae mala
suerte
) ... vivo.
Nadja y ella soñaban con esa imagen.
Elisa, a quien le habían fascinado de niña las películas de dinosaurios, pensaba que ningún esfuerzo resultaría excesivo en comparación con eso. Si su trabajo ayudaba a obtener la foto de algún gran reptil prehistórico haciendo cualquier cosa (
aunque sea caquita en la hierba, por favor
) ya no le quedaría nada por ver o hacer en toda su vida.
Ríete de Parque Jurásico y Steven Spielberg
. A partir de ese instante podría morir. O dejarse matar.
Pero se trataba de una tarea compleja y tediosa. De hecho, Blanes y ella se la habían repartido: mientras él intentaba hallar la energía necesaria para el
inicio
de la apertura de cuerdas, ella buscaba la energía
final
. Luego las compararían con el fin de cerciorarse de que eran las correctas. Sin embargo, llevaba días extraviada en el bosque de las ecuaciones, y aunque no perdía la esperanza, temía que Blanes se arrepintiera de haberla seleccionado.
—Seguro que pronto resolverás los problemas —la animó su amiga.
—Confío en eso. —Elisa se pasó las manos por los muslos para limpiarse los restos de la crema—. ¿Algo nuevo que contar de las Nieves Eternas? —preguntó a su vez.
—¿Bromeas? No sabría por dónde empezar. Jacqueline asegura que cada vez que la ve echa por tierra veinte teorías paleogeológicas. Es increíble. Esos pocos segundos bastan para escribir un tratado entero sobre el Cuaternario. —Aún boca abajo, Nadja flexionó las rodillas y elevó las puntas de los pies, juntándolas. Tenía unos pies finos y bonitos—. Te pasas media vida estudiando la glaciación, encuentras pruebas de ella en el subsuelo de Groenlandia, sueñas con ella... Pero de repente contemplas Inglaterra bajo toneladas de nieve y dices: todo el trabajo y la ciencia de todos los profesores del mundo no pueden compararse a esto.
—Supongo que el Impacto te está volviendo majareta —bromeó Elisa.
Para su sorpresa, su amiga se lo tomó en serio.
—No creo. Aunque llevo varias noches que no duermo bien.
—¿Se lo has comentado a Jacqueline?
—Ella tampoco duerme bien.
Elisa iba a decir algo cuando advirtió, con el rabillo del ojo, junto a su pierna izquierda, a uno de esos cangrejos de pinzas desiguales, la derecha de un tamaño enorme, y la otra, diminuta, que Nadja llamaba «violinistas». Su amiga le había dicho que en la jungla y en los alrededores del lago (que ella aún no había visitado) se encontraban otras especies «de importancia paleontológica».
—Una pregunta —dijo Elisa—: este bicho que está a punto de pellizcarme la pantorrilla, ¿tiene importancia paleontológica o puedo cargármelo de un porrazo?
—Pobrecillo. —Nadja se incorporó y rió—. No lo hagas, es un «violinista».
—Pues que se vaya con la música a otra parte. —Arrojó un puñado de arena al cangrejo, que desvió su trayectoria— Anda, largo.
Cuando el «peligro» desapareció, Elisa se dio la vuelta y apoyó los pechos en la toalla. Nadja la imitó. Quedaron con los rostros muy próximos, mirándose (Nadja a ella y ella a sí misma en las gafas de Nadia). No podía dejar de pensar en el contraste que ofrecían sus cuerpos tan juntos: moreno-café-con-leche y blanco-helado-de-nata. La brisa, el oleaje y la atmósfera del atardecer la relajaban tanto que creyó que se quedaría dormida.
—¿Sabías que el profesor Silberg guarda muchas pruebas de imágenes diferentes? —dijo entonces Nadja, y asintió ante la mirada atónita de Elisa—. Sí, ya habían hecho experimentos antes: el Vaso Intacto y las Nieves Eternas no es lo único que tienen. Pero no te hagas ilusiones, el resto no puede verse debido a cálculos erróneos de energía. Las llaman «dispersiones».
—¿Cómo te has enterado? ¿Por qué no nos lo han dicho? —Elisa recordaba de pronto las palabras de Valente. ¿Sería cierto que les ocultaban cosas?
—Me lo ha contado Jacqueline. Pero Silberg asegura que no se ve nada en ninguna. «Crrreo que hay gato encerrrrado, camarrrada» —bromeó Nadia engolando la voz—. Hablo en serio: ¿no te has preguntado nunca por qué estamos en una isla?
—El proyecto es secreto, ya oíste a Silberg.
—Pero no hay razones estratégicas para que trabajemos en una isla. Podríamos seguir en Zurich, incluso llamaríamos menos la atención...
—¿Por qué crees tú, entonces?
—No sé, a lo mejor quieren aislarnos —aventuró Nadja—. Como si... Como si temieran que pudiéramos... volvernos peligrosos. ¿Has visto cuántos soldados hay?
—Solo cinco. Seis, contando a Carter.
—Yo veo demasiados.
—Eres un poco paranoica.
—No me gustan los soldados. —Nadja la miró por encima de las gafas—. En mi país me harté de verlos, Elisa. Me pregunto si están para protegernos, o para proteger al resto del mundo de lo que nos pase. —El viento le había cubierto la cara con su propio cabello.
Elisa se disponía a replicar cuando oyeron un grito.
Una figura en camiseta y pantalones cortos corría por la arena a treinta metros de distancia. Otra, en bermudas rojas, la perseguía dando grandes zancadas. Sin duda la que huía no tenía mucha intención de escapar, porque fue alcanzada enseguida. Durante unos cuantos segundos ambas quedaron muy juntas, encendidas por el sol de poniente. Luego se echaron sobre la arena, entre carcajadas.
—Nuevas experiencias, nuevos amigos —apostilló Nadja guiñando un ojo a Elisa.