Zigzag (21 page)

Read Zigzag Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tal sensación duró exactamente veinte segundos, el tiempo que pasó en el exterior.

Cuando penetró por la puerta del segundo barracón, que era más amplio, y se vio envuelta en luces artificiales, paredes, metálicas y cristaleras con marcos de acero que revelaban un comedor funcional, toda idea de paraíso se esfumó de su mente. Solo persistió su orgullo profesional al recordar las palabras de Valente:
Mi solución era correcta.

—La estación científica también tiene forma de herradura, o más bien de tenedor —le explicó Ric dibujando en el aire—: el primer barracón es el más cercano al helipuerto, y alberga los laboratorios; el segundo es el brazo central y contiene la sala de proyección, el comedor y la cocina con la trampilla de acceso al la despensa; el tercero es el de los dormitorios. El brazo transversal corresponde a una especie de sala de control, o al menos así la llaman. Yo he estado solo una vez, pero quiero repetir, hay ordenadores de última generación y un acelerador de partículas de la hostia, un tipo nuevo de sincrotrón. Ahora nos dirigimos a la sala de proyección...

Señalaba una puerta abierta a la izquierda desde la que llegaban palabras en inglés. Hasta ese momento Elisa no había encontrado a nadie: suponía que el equipo no debía de ser muy numeroso. Cheryl Ross apareció de repente por aquellas puertas, en camiseta y vaqueros, pero manteniendo el mismo peinado e idéntica sonrisa que por la noche. Elisa se despidió del idioma castellano en cuanto la vio.

—Buenos días —dijo Ross en tono musical—. ¡Ahora mismo iba a buscaros! El jefe no quiere comenzar hasta que no estemos todos, ya lo conocéis... ¿Cómo ha sido tu primera noche en Nueva Nelson?

—He dormido como un tronco —mintió Elisa.

—Me alegro.

La sala semejaba el interior de un cine de hogar preparado para una decena de espectadores. Las butacas consistían en sillas dispuestas en hileras de tres. En la pared del fondo había una consola con un teclado de ordenador y en la opuesta una pantalla de unos tres metros de longitud.

Pero en aquel momento lo que más interesó a Elisa fue la gente: se levantaron haciendo un ruido espectacular con las sillas. Hubo una confusión de manos y besos en la mejilla cuando Valente la presentó como «la que faltaba». Obligada a pensar en inglés, Elisa se dejó arrastrar por los acontecimientos. Ya conocía de vista a Colin Craig, un tipo joven y atractivo, de pelo corto, gafas redondas y barbita rodeando la boca. Recordó que la hermosa mujer de largo pelo castaño era Jacqueline Clissot, pero ésta mantuvo las distancias y solo le tendió la mano. Quien no guardó ninguna distancia fue Nadja Petrova, la chica del pelo albino, que la besó afectuosamente y provocó risas intentando pronunciar «También soy paleontóloga» en castellano.

—Me alegro de conocerte —agregó en otra pirueta lingüística, y a Elisa le agradó mucho su esfuerzo por hablar en su idioma.

Valente, por su parte, montó una de sus típicas escenas para presentar a la otra mujer, flaca, madura; de rostro anguloso y arrugado, con una ostensible nariz salpicada de pecas. Depositó un brazo sobre sus hombros haciéndola sonreír con embarazo.

—Te presento a Rosalyn Reiter, de Berlín, amada discípula de Reinhard Silberg, graduada en historia y filosofía de la ciencia pero actualmente dedicada a un campo muy especial.

—¿Cuál? —preguntó Elisa.

—Historia del cristianismo —repuso Rosalyn Reiter.

Elisa no modificó su tono de cortés alegría, pero estaba pensando en otra cosa. Contemplaba las caras de las personas con las que tendría que trabajar, y mientras tanto reflexionaba.
Dos paleontólogas y una experta en historia del cristianismo... ¿Qué significa esto?
En ese instante Craig señaló algo.

—Ya está aquí el Consejo de Sabios.

Por la entrada desfilaron David Blanes, Reinhard Silberg y Sergio Marini. Este último cerró la puerta tras de sí.

Aquel gesto hizo pensar a Elisa en una selección: los que vivirán en el paraíso y los expulsados; los admitidos a la gloria eterna y los que se quedarían en tierra. Los contó: eran diez, con ella incluida.

Diez científicos. Diez elegidos.

En el silencio que siguió todos ocuparon los asientos. Solo Blanes permaneció de pie frente a los demás, dando la espalda a la gran pantalla. Al ver cómo se agitaban los papeles que sostenía, Elisa casi creyó que soñaba.

Blanes estaba temblando.

—Amigos: hemos esperado a que todos los participantes en el Proyecto Zigzag estuvieran presentes para ofrecer las explicaciones que, sin duda, estaréis deseando escuchar... Me apresuro a deciros esto: los que nos encontramos hoy en esta sala podemos considerarnos muy afortunados... Vamos a contemplar lo que ningún ser humano ha visto jamás. No exagero. En ocasiones veremos cosas que ninguna criatura, viva o muerta, ha visto nunca desde el comienzo del mundo...

Un gélido torrente de escalofríos había dejado a Elisa paralizada.

Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado.

Se irguió en el asiento preparándose para introducirse, junto a sus nueve asombrados compañeros, en aquellas aguas desconocidas.

IV
EL PROYECTO

Todo lo que es, es pasado.

ANATOLE PRANCE

14

No tardaría en llegar.

El preámbulo fueron aquellos ojos.

Luego vendría la sombra.

Aunque aún no lo sabía, la oscuridad más honda de su vida ya había nacido.

Y la aguardaba en algún lugar cercano del futuro.

Sergio Marini era lo que no era Blanes: elegante y seductor. Delgado, de ondulado pelo oscuro, piel bronceada, rostro terso y encantadora sonrisa, sabía impostar su voz de
basso
para cautivar los oídos de sus estudiantes milaneses. Nacido en Roma y graduado en la prestigiosa Scuola Normale Superiore de Pisa, de donde habían salido talentos de la talla de Enrico Fermi, se había doctorado en la Sapienza. Tras el período norteamericano de rigor, Grossmann lo había llamado a Zurich, donde había conocido a Blanes y elaborado junto a él la «teoría de la secuoya». «Junto a él» significaba —en palabras textuales de Marini, con las que siempre hacía referencia a aquellos años de trabajo en común— que «yo lo dejaba calcular en paz y acudía presuroso cuando me llamaba para contarme los resultados».

Tenía, por tanto, otra cosa que en Blanes escaseaba: sentido del humor.

—Una noche de 2001 llenamos de agua hasta la mitad un vaso de cristal. Luego lo dejamos sobre la mesa del laboratorio durante treinta horas seguidas. Al cabo de ese tiempo, David lo estrelló en el suelo: ésa fue su única contribución experimental a la teoría. —Miró a Blanes, que se había unido a las risas—. No te enfades, David: tú eres el teórico, yo soy el del martillo y los clavos, ya sabes... Nuestra idea era la siguiente... Oh, bueno, explícalo tú. A ti te sale mejor el rollo.

—No, no, tú mismo.

—Por favor, tú eres el padre.

—Y tú la madre.

Intentaban improvisar un espectáculo, y no les salía mal. Eran como dos humoristas de cabaret barato: el torpe y el astuto, el guapo y el feo. Elisa los miraba y podía entender los años de trabajo en solitario sin resultados y la desbordante ilusión del primer éxito.

—Bueno, por lo visto me toca a mí —dijo Blanes—. En fin, veamos. Ya sabéis que, según la «teoría de la secuoya», cada partícula de luz transporta, arrolladas en su interior, las cuerdas de tiempo, como esos círculos del tronco de la secuoya que se van agregando alrededor del centro conforme crece. El número de cuerdas no es infinito, pero sí gigantesco, inconcebible: es el número de Tiempos de Planck que han transcurrido desde el origen de la luz...

Hubo algunos murmullos y Marini gesticuló con voz quejosa.

—La profesora Clissot quiere saber lo que es un Tiempo de Planck, David... ¡No desprecies a los que no son físicos, por mucho que se lo merezcan!

—Un Tiempo de Planck es el intervalo de tiempo más pequeño posible —explicó Blanes—. Es el que tarda la luz en recorrer una Longitud de Planck, que es la longitud más diminuta que posee existencia física. Para que os hagáis una idea: si un solo átomo tuviera el tamaño del universo, una Longitud de Planck sería del tamaño de
un árbol
. El tiempo que invierte la luz en recorrer esa mínima distancia es el Tiempo de Planck. Equivale, aproximadamente, a una septillonésima de segundo: no hay
ningún
suceso en el universo que dure menos que eso.

—No has visto a Colin comiendo bocadillos de foie-gras —apostilló Sergio Marini. Craig levantó la mano en un gesto de asentimiento. Fue la primera vez que Elisa vio a Blanes lanzar una carcajada, pero el físico español retornó a la seriedad casi de inmediato.

—Cada cuerda de tiempo equivale, pues, a un Tiempo de Planck específico, y contiene
todo
lo reflejado por la luz en ese brevísimo intervalo. Con los necesarios ajustes matemáticos en las ecuaciones (usando variables de tiempo local, por ejemplo), la teoría nos decía que era posible aislar e identificar las cuerdas cronológicamente, y hasta abrirlas. No se requería mucha energía, pero sí una cantidad exacta. «supraselectiva», la bautizó Sergio. Si se empleaba la energía supraselectiva apropiada, las cuerdas de un determinado período temporal podrían abrirse y mostrarían imágenes de ese período. Ahora bien, esto se trataba, tan solo, de un hallazgo matemático. Durante más de diez años fue solo eso. Por fin, un equipo liderado por el profesor Craig diseñó el nuevo sincrotrón, y con él fuimos capaces de obtener esa clase de energía supraselectiva. Pero no obtuvimos resultados hasta la noche en que rompimos aquel vaso. Sigue tú, Sergio. Ahora llega la parte que te gusta.

—Grabamos la imagen del vaso roto en vídeo y la enviamos a un acelerador de partículas —continuó Marini—. Ya sabéis que una imagen de vídeo no es otra cosa que un haz de electrones. Aceleramos esos electrones hasta una energía que se mantuviera estable con un margen de varios decimales y los hicimos colisionar con un chorro de positrones. Las partículas resultantes debían de contener las cuerdas abiertas en un período equivalente a dos horas antes de la rotura del vaso. Reconvertimos estas partículas en un nuevo haz de electrones, las hicimos chocar contra una pantalla de televisión, utilizamos un
software
para perfilar la imagen, y al encender la pantalla... ¿qué vimos?

—El vaso roto en el suelo —dijo Blanes, y de nuevo estallaron las risas.

—Eso ocurrió durante el primer centenar de intentonas, cierto —admitió Marini—. Pero esa noche de 2001 fue diferente: conseguimos una imagen del vaso intacto sobre la mesa. Esa imagen
nunca la habíamos filmado
, ¿comprendéis? Procedía del pasado: en concreto, de dos horas antes de empezar a filmar... Tíos, esa noche nos fuimos a la ciudad a emborracharnos. Recuerdo haber estado en un
pub
de Zurich con David, completamente ciegos los dos, cuando un suizo no menos cocido que nosotros me preguntó: «¿Por qué tan contento, amigo?». «Porque conseguimos el vaso intacto», le respondí. «Qué suerte —dijo él—, yo ya he roto tres esta noche.»

—¡No es un chiste, ocurrió así! —decía Blanes mientras las carcajadas resonaban en la pequeña sala. Hasta Valente, que siempre se mostraba distante con las bromas del «vulgo» (según Elisa), parecía divertirse de lo lindo.

—Cuando mostramos esa imagen a los que debían aflojar la pasta —siguió Marini—, ¡uf!, entonces sí empezamos a recibir financiación de verdad... Eagle Group tomó las riendas y comenzó la construcción de esta estación científica en Nueva Nelson. Colín os contará el resto...

Colin Craig se levantó y Marini ocupó su asiento. Aún perduraba la diversión y los comentarios en voz alta. Nadja estaba roja de risa, la señora Ross (que había lanzado una inesperada y estrepitosa carcajada con la anécdota del borracho) se secaba las lágrimas. El ambiente en la sala era alegre y distendido.

Sin embargo, Elisa percibía algo.

Un detalle distinto, incongruente.

Creyó detectarlo en las miradas que se lanzaban entre sí Marini, Blanes y Craig. Era como si la consigna fuera: «Más vale que se diviertan con la primera parte».

Quizá el resto no sea tan agradable
, supuso.

—A mí se me encargó coordinar todos los cacharros del proyecto —dijo Craig—. En 2004 se lanzaron, en secreto, una decena de satélites con órbitas geosíncronas, o sea, se los programó para girar de acuerdo con el movimiento de la Tierra. Sus cámaras poseen una resolución de medio metro en gama de colores multiespectrales, y abarcan unos doce kilómetros de área. Están preparadas para tomar secuencias telemétricas de cualquier lugar de nuestro planeta, de acuerdo con las coordenadas que se les suministren desde Nueva Nelson. Dichas imágenes son reenviadas a nuestra estación en tiempo real (de ahí el nombre del proyecto, «Zigzag», por la trayectoria de bumerán que realiza la señal, desde la Tierra al satélite y de éste a la Tierra), donde un ordenador las procesa a veintidós bits, aislando la zona geográfica que interesa explorar. Eso no nos da para contar el número de pelos en la cabeza de Sergio...

—Pero sí en la de David, que tiene pocos —terció Marini.

—Exacto. En una palabra: podemos observar lo que queramos y cuando queramos, como ocurre con los satélites-espía militares. Os pondré un ejemplo. —Craig caminó hacia la consola del ordenador mientras se ajustaba las gafas de alambre con un gesto delicado. A Elisa le pareció que era un hombre con elegancia natural, capaz de no llamar la atención si acudía a una recepción en el palacio de Buckingham con la camiseta y los vaqueros que llevaba en aquel momento. Tras un rápido tecleo en la pantalla apareció un dibujo a gruesos trazos de las pirámides de Egipto. En una esquina, dos momias de pie: sus rostros eran fotos cortadas y pegadas de las facciones de Marini y Blanes. Hubo risitas—. Supongamos que le pedimos a los satélites una secuencia del delta del Nilo. Los satélites la captan, nos la envían, un ordenador la procesa y obtiene una serie de planos de las pirámides. Después de hacer pasar el haz de electrones por nuestro sincrotrón, recuperamos las partículas recién formadas y otro ordenador se encarga de perfilar y grabar la nueva imagen. Si la cantidad de energía ha sido la correcta, podríamos ver la misma zona espacial, las pirámides de Egipto, pero, pongamos, tres mil años antes... Con un poco de suerte, veríamos, durante unos cuantos segundos, la construcción de una pirámide, o la ceremonia del entierro de un faraón.

Other books

Inevitable by Roberts, A.S.
The Honours by Tim Clare
Outside In by Maria V. Snyder
Consumed by Fox, Felicia
Murder is a Girl's Best Friend by Matetsky, Amanda
Lost Girls by Ann Kelley
Sweet Sins by E. L. Todd