—Los papeles azules son las normas de confidencialidad. ¿Por qué no las lee primero?
Advirtió su nombre en mayúsculas, rodeado por el bosque del texto, y sintió una nueva punzada de inquietud. No había esperado encontrar su nombre escrito con la misma letra que el resto del documento sino un espacio de puntos relleno con bolígrafo. Pero advertir «ELISA ROBLEDO MORANDÉ» impreso como las demás palabras la sobresaltó: era como si el motivo de la existencia de tales palabras fuese ella exclusivamente, como si se hubiesen tomado demasiadas molestias solo por ella.
—¿Lo entiende todo? —insistió, solícito, Cassimir.
—Aquí dice que no podré publicar ningún trabajo...
—Durante un tiempo, en efecto, pero solo en relación con la investigación que lleva a cabo el profesor Blanes. Lea más abajo... La cláusula «5C»... Esta prohibición solo afectará a dicha investigación durante un plazo no inferior a dos años, pero ello no impide que usted publique trabajos con el profesor Blanes, o cualquier otro profesor, en relación con otros temas. Y mire la cláusula siguiente. Se le ofrece la oportunidad de hacer la tesis doctoral con el profesor Blanes, siempre sobre un tema no relativo a este período... Si lee los papeles blancos, donde pone «Cuantía de la beca» ... Como verá, es sustanciosa... Y no incluye el alojamiento, que es gratis: solo gastos de comida, personales... La cobrará cada mes, como un sueldo, hasta diciembre de este año inclusive.
Otra voz, mucho más fría, le hablaba desde los papeles azules con encabezamientos que apenas entendía: «Normas relativas a la investigación científica y la seguridad de los estados de la Unión Europea», «Normas de confidencialidad poscontractuales», «Aspectos penales de la revelación de secretos de Estado y material clasificado»... Pero no eran esas expresiones lo que le parecía más inquietante sino la amable insistencia de Cassimir, su preocupación por conseguir que ella no se preocupara: el interés que ponía en cortarle cada pedacito a un tamaño asequible para que pudiera tragarse todo el plato sin rechistar.
—Si quiere que la deje sola y lo lee todo con calma...
Alzó la vista y parpadeó, porque la luz golpeaba la ventana. Se percató de algo que no había notado –absurdamente— hasta ese instante: Cassimir usaba gafas. ¿Cuándo se las había puesto? ¿Las llevaba desde el principio? Su mente giraba en torno a aquella y otras preguntas, sumida en la confusión.
—¿En qué consiste el trabajo?
—En ayudar al profesor Blanes.
—Pero ¿en qué?
—En su investigación.
Reprimió un risa cruel. Desde el espejo, la otra Elisa la miraba con cara de mala.
—Lo que quiero saber es qué clase de investigación voy a hacer con el profesor Blanes.
—Oh, lo ignoro por completo. —Cassimir sonrió—. No soy físico.
—Pues yo quiero saber lo que voy a hacer, si no le importa.
—Lo sabrá enseguida. En cuanto acepte las condiciones, lo pondremos todo en marcha ahora «misma». .. ¿«Misma»? —Titubeó y se corrigió—: «Mismo»
Elisa ya no le acompañó en la simpatía.
—¿Qué condiciones?
—Oh, en cuanto firme, quiero decir.
Esto es un diálogo de sordos
. Pensó que si su madre la hubiese visto en aquel momento, habría detectado la Sonrisa de Mala Leche Número Uno de Elisa Robledo. Pero el señor Casimir no era su madre, y sonrió también.
—Verá, no pienso firmar nada si antes no sé lo que voy a hacer.
Como un dócil espejo (o un eco de sus actitudes), Cassimir aparentó irritación.
—Ya se lo he dicho: ayudar en la investigación del profesor Blanes...
—¿Qué es «EG SECURITY»? —Cambió ella de táctica señalando una línea en el papel blanco—. Está por todas partes. ¿Qué es?
—Oh, la empresa principal que financia el proyecto. Es un consorcio de varias empresas de investigación...
—¿«E G» significa «Eagle Group»?
—Son las iniciales. Pero yo no trabajo para ellos y no lo sé...
Oh, qué gran astucia la suya, señor Oh
. Elisa optó por olvidar la caballerosidad y descerrajarle al señor «Oh» un tiro de postas en mitad de la cara.
—¿Son ustedes los que me han estado vigilando las últimas semanas? ¿Los que colocaron un transmisor en mi teléfono móvil y me hicieron responder un cuestionario de medio centenar de preguntas?
Le gustó ver cómo la sonrisa y la calma del tipo se borraban por completo de su rostro, y la expresión de desconcierto que las sustituyó. Era obvio que Cassimir había recibido instrucciones para atender a clientes más dóciles, o quizá la había subestimado pensando qué, siendo una mujer joven, resultaría más manipulable.
—Perdone, pero...
—No, perdóneme usted a mí. Creo que ya saben mucho, sobre mi humilde persona. Ahora me toca el turno de pedir explicaciones.
—Señorita...
—Quiero hablar con el profesor Blanes. A fin de cuentas, voy a trabajar con él.
—Ya le he dicho que no está aquí.
—Pues quiero que alguien me diga en qué voy a trabajar, al menos.
—No puede saberlo —dijo otra voz en perfecto inglés.
El hombre acababa de salir de una puerta junto al espejo, a espaldas de Elisa. Era alto, delgado, vestía un traje de corte impecable. Su pelo rubio tenía canas en las sienes y su bigote estaba recortado con esmero. Lo acompañaba otro hombre de baja estatura, corpulento.
Resulta que sí me estaban espiando
. Su corazón dio un brinco.
—Entiende el inglés, ¿verdad? —prosiguió el hombre alto con aquella voz de violonchelo, acercándose. A diferencia de Cassimir, no le tendió la mano ni fingió ningún tipo de cordialidad. Sus ojos fueron lo que más impresionó a Elisa: eran azules y fríos como taladros de diamante—. Me llamo Harrison, y este señor se llama Carter. Somos los encargados de seguridad. Se lo repito: no puede saber nada. Nosotros mismos no sabemos nada. Se trata de un trabajo relacionado con las investigaciones del profesor y considerado «material clasificado». El profesor precisa de la colaboración de científicos jóvenes, y usted ha resultado elegida.
El hombre dejó de hablar cuando dejó de caminar: se había situado frente a ella y clavaba aquellas agujas azules en su rostro. Tras una pausa agregó:
—Si acepta, firme. Si no, regresará a España y asunto concluido. ¿Alguna pregunta?
—Sí, varias. ¿Me han estado vigilando?
—En efecto —repuso el tipo con desinterés, como si ese aspecto fuese el más obvio e intrascendente—. La hemos estudiado, hemos controlado sus movimientos, hemos hecho que responda a un cuestionario, hemos indagado en su vida privada... Lo mismo ha ocurrido con otros candidatos. Todo es legal, está aprobado por convenciones internacionales. Se trata de pura rutina. A la hora de solicitar un trabajo normal, usted entrega un currículo y responde unas preguntas en una entrevista, y eso no le parece mal, ¿correcto? Pues ésta es la rutina a la hora de solicitar un trabajo etiquetado como «material clasificado». ¿Más preguntas?
Elisa se detuvo a reflexionar. Por su mente cruzaban relámpagos con el rostro de Javier Maldonado y el sonido de su voz
. «El buen periodismo se hace con informaciones recopiladas pacientemente. » Hijo de puta
. Pero enseguida se calmó.
Él solo hacía su trabajo. Ahora ha llegado el turno de hacer el mío.
—¿Pueden decirme, al menos, si me quedaré en Zurich?
—No, no se quedará. En cuanto firme será trasladada a otro lugar. ¿Ha leído el epígrafe «Aislamiento y filtros de seguridad»?
—La segunda página del grupo azul —la ayudó Cassimir, interviniendo por primera vez en la nueva conversación.
—El aislamiento será completo —dijo Harrison—. Todas las llamadas que haga, todos los contactos con el exterior a través de cualquier medio, deberán pasar por un filtro. En lo que al mundo respecta, e incluyo a familiares y amigos, usted seguirá en Zurich. Cualquier imprevisto que surja derivado de esta situación será responsabilidad nuestra. Usted no tendrá que preocuparse, por ejemplo, de que su familia o amigos la visiten por sorpresa y descubran que no está: nos encargaremos nosotros.
—Cuando dice «nosotros», ¿a quién se refiere?
El hombre sonrió por primera vez.
—Al señor Carter y a mí. Nuestra misión es procurar que usted solo tenga que pensar en ecuaciones. —Consultó su reloj de pulsera—. El tiempo de las preguntas se ha agotado. ¿Firmará o aguardará aquí el próximo avión hacia Madrid?
Elisa contempló los papeles sobre la mesa.
Tenía miedo. Un miedo que al principio calificó como «normal» —cualquiera en su situación lo tendría—, pero que luego comprendió que ocultaba algo más. Como si una voz más sabia dentro de ella le gritara:
No lo hagas.
No firmes. Vete.
—¿Puedo leer todo esto más despacio mientras me tomo un vaso de agua? —dijo.
Las experiencias misteriosas pueden resultar imborrables, pero, al mismo tiempo, y paradójicamente, los detalles que recordamos sobre ellas quizá sean nimios, inconexos y hasta estúpidos. Nuestro grado de alteración nos graba a fuego en la memoria determinadas percepciones, pero a la vez impide que éstas sean las más adecuadas para describir objetivamente el conjunto.
De aquel primer viaje, embriagada por los nervios, Elisa albergaba escenas triviales. Por ejemplo, la discusión que mantuvo Carter, el hombre corpulento (que fue quien la acompañó, porque a Harrison no volvió a verlo hasta mucho después), con uno de sus subordinados mientras subían al avión de diez plazas que les aguardaba aquel mediodía en el aeropuerto de Zurich, discusión surgida, al parecer, por la obsesiva duda de si «Abdul se encontraba en su puesto» o si «Abdul se había marchado» (nunca supo quién era Abdul). O las manos grandes, peludas y venosas de Carter, sentado al otro lado del pasillo del avión mientras sacaba del maletín un dossier. O el olor a flores y gasóleo (si tal mezcla era posible) del aeropuerto en el que aterrizaron (le dijeron que pertenecía a Yemen). O el divertido momento en que Carter tuvo que enseñarle a ponerse el chaleco salvavidas y atarse el casco mientras subían al enorme helicóptero que aguardaba en una pista apartada: «No se asuste, son normas de seguridad en los vuelos largos con helicópteros militares». O el pelo cortado a cepillo de Carter y su ligera barba espolvoreada de canas. O sus maneras algo bruscas, sobre todo cuando daba órdenes por teléfono. O el calor que sintió con el casco puesto.
Todas y cada una de aquellas insignificancias constituyeron su experiencia del día más corto y la noche más larga de su vida (viajaban hacia el este). Con aquellas piezas tuvo que apañarse a lo largo de los años para reconstruir un trayecto de más de cinco horas, entre avión y helicóptero.
Pero, de entre todos los recuerdos que el ácido del tiempo fue disolviendo, uno se mantuvo indeleble, nítido hasta el fin, y ella lo recuperaba intacto cada vez que rememoraba aquella aventura.
La palabra que figuraba en la portada del dossier que extrajo Carter de la maleta.
Más que ninguna otra cosa, aquella curiosa expresión fue su resumen visual del día. Y los acontecimientos posteriores harían que no la olvidara jamás.
«Zigzag.»
«Imagine el que quiera entender cuanto vi»: la curiosa frase figuraba, en inglés, al pie de un dibujo que mostraba a un hombre contemplando dos círculos de luces en el cielo. Estaba buscando algo de ropa que ponerse cuando aquel dibujo llamó su atención. Se hallaba en una pegatina adosada a la pared del cabecero de su cama, pero no se había fijado en él hasta entonces.
Fue en ese momento.
No se trató de un pensamiento racional, sino de una especie de sensación física, un calor en las sienes. Estaba desnuda, y eso agudizó su alarma. Volvió la cabeza y miró hacia la puerta.
Y vio los ojos.
No era que no lo hubiese esperado. Le habían avisado de que tal eventualidad podía llegar a producirse: en Nueva Nelson no iba a gozar precisamente de su amada vida íntima. Se lo había dicho la señora Ross la noche anterior, al recibirla en el terreno arenoso donde el helicóptero se había posado (es decir, aquella
misma
noche, las horas se mezclaban en su cabeza). La señora Ross había estado, en verdad, muy amable, incluso afectuosa: Su sonrisa, mientras la aguardaba al pie del helicóptero, alcanzaba a rozar los dorados pendientes en forma de trébol que llevaba en cada lóbulo. Le tendió ambas manos.
—
Welcome to New Nelson!
—exclamó en tono entusiasta cuando se alejaron del ensordecedor rugido de las aspas, como si todo aquello se tratara de una gran fiesta y ella fuese la encargada de atender a los invitados y organizar los juegos.
Pero no era una fiesta. Era un lugar muy oscuro y cálido, especialmente oscuro y cálido, donde flotaban luces de reflectores iluminando esqueletos de alambradas. Una brisa marina como jamás había sentido antes en ninguna playa desordenó su pelo y, pese a que tenía los oídos taponados, percibió extraños rumores.
—Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del archipiélago de las Chagos y a unos trescientos al sur de las Maldivas, en pleno océano Índico —continuó la señora Ross en inglés, avanzando a saltos por la arena—. La isla la descubrió un portugués que la llamó «La Gloria», pero cuando pasó a ser colonia británica fue rebautizada como Nueva Nelson. Perteneció al BIOT (el British Indian Ocean Territory) hasta, 1992, pero ahora forma parte de unos terrenos adquiridos por un consorcio de empresas de la Unión Europea. Es un bendito paraíso, ya verás. Aunque, no creas, es más pequeña que la palma de tu mano, apenas algo más de once kilómetros cuadrados. —Habían cruzado la alambrada a través de una verja que un soldado (no un policía, sino un
soldado
armado hasta los dientes; ella nunca había pasado tan cerca de alguien que llevara armas así) mantenía abierta. Elisa se volvió para comprobar si el señor Carter las seguía, pero solo vio a otro par de soldados junto al helicóptero que acababa de abandonar—. La conocerás bien por la mañana. Supongo que estás cansada.
—No mucho. —En realidad le parecía como si hubiese olvidado qué había que hacer para cansarse.
—¿No tienes sueño?
—En mi casa... —Se interrumpió al comprender que estaba hablando en español. Rápidamente lo tradujo—. En mi casa suelo acostarme tarde.
—Ya veo. Pero son las cuatro y media de la madrugada.
—¿Qué?
La risa de la señora Ross resultaba agradable. Elisa también rió al comprender su error. En su reloj no habían dado aún las once de la noche. Bromeó un poco sobre el tema: no quería que la señora Ross pensara que se trataba de una novata en cuestión de viajes, lo cual tampoco era cierto. Pero sus nervios le jugaban malas pasadas.