Authors: Giorgio Faletti
—Nadie fijo. Hay una mujer que viene todos los días a hacer la limpieza, pero se va a media tarde.
Hulot miró a Morelli.
—Apunte el nombre de esa persona, aunque estoy seguro de que no sacaremos nada. Señor Devchenko...
El tono de voz del comisario se suavizó cuando se dirigió de nuevo al muchacho.
—Le pediremos que pase por la comisaría para firmar la declaración; también confío en su disponibilidad para ayudarnos a resolver este asunto. Y le agradeceremos que no salga usted de la ciudad.
—Pues claro, comisario. Cualquier cosa con tal de castigar al que ha matado a Gregor de este modo.
Por el tono con que habló, Hulot no tuvo dudas que, de haber estado en el piso, Boris Devchenko habría arriesgado su vida para salvar la de Gregor Yatzimin. Y la habría perdido.
Hulot se levantó y dejó a Morelli hablando con Devchenko. Volvió a la sala, donde la brigada científica terminaba su registro. Se le acercaron dos agentes.
—Comisario...
—¿Sí?
—Hemos interrogado a los vecinos. Nadie ha visto ni oído nada.
—Sin embargo, hubo un disparo.
—En la planta de abajo viven dos ancianos, que toman sedantes para dormir. Me han dicho que no oyeron siquiera los fuegos artificiales del Campeonato del Mundo, así que mucho menos un disparo. En el piso de enfrente vive una señora sola, también baste mayor. En este momento está de viaje, y ha dejado aquí a su nieto de París, un muchacho de unos veintidós o veintitrés años, ha pasado toda la noche en discotecas. Llegaba cuando estaba llamando a la puerta. Obviamente no ha visto ni oído nada.
—¿Y el piso de aquí al lado?
—Está vacío. Hemos despertado al encargado y le hemos pedido las llaves. Es probable que el asesino haya pasado por ahí y haya saltado por el balcón que comunica con el de este piso. No hay rastros de allanamiento. Nosotros no hemos entrado, para no contaminar la escena. Irá la científica apenas haya terminado aquí.
—Bien —repuso Hulot.
Frank volvió de su ronda de inspección. Hulot supuso que se había alejado unos momentos para quedarse a solas y calmarse. Y para reflexionar. Sin duda imaginaba que no habían encontrado ninguna huella del asesino, pero aun así se había entregado a su intuición, a esa sensación que a veces transmite el lugar de un delito, más allá de la simple y normal percepción sensorial.
En ese momento, Morelli salió de la cocina,
—Por lo que parece, tu sensación era exacta, Morelli.
Lo miraron en silencio, esperando que continuara.
—No hay una sola mancha de sangre en toda la casa, aparte de las pocas de la colcha. Ni una. Y, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, desgraciadamente, en un trabajo como este se derrama mucha sangre.
Frank volvía a ser el de siempre. Parecía que la derrota de aquella noche no hubiera dejado huella, aunque Nicolás sabía muy bien que no era así. Nadie puede olvidar tan deprisa que ha tenido la posibilidad de salvar una vida humana y no lo ha logrado.
—Nuestro hombre lo limpió todo perfectamente cuando terminó de hacer lo que debía hacer. Estoy seguro de que un análisis con Luminol revelará los rastros de sangre.
—¿Por qué crees que lo ha hecho? ¿Por qué no ha querido dejar huellas de sangre?
—No tengo la menor idea. Quizá por lo que ha dicho Morelli.
—Me pregunto si un monstruo así pudo haber sentido alguna forma de piedad por Gregor Yatzimin. Si este puede ser el motivo
—Eso no cambia nada, Nicolás. Es posible, aunque no tiene ninguna importancia. Dicen que también Hitler amaba tiernamente a su perro, y sin embargo...
Volvieron a la entrada en silencio. Por la puerta abierta, vieron en el amplio rellano a los ayudantes del médico forense que habían encerrado el cuerpo de Yatzimin en la bolsa de tela y subían al ascensor, para no bajar las seis plantas a pie cargando el cadáver.
Fuera amanecía. Sería un nuevo día, hermano de sangre de todos los que habían pasado desde el comienzo de esa historia. Abajo rodeando el edificio de Gregor Yatzimin, encontrarían una multitud de periodistas. Saldrían entre una avalancha de preguntas y una artillería antiaérea de «sin comentarios». Poco después saldrían a la calle los medios. Los superiores de Hulot estallarían. Roncaille perdería un poco de su bronceado, y el rostro blancuzco de Durand adoptaría una coloración de lagarto. Mientras bajaban a pie, Frank Ottobre pensaba que cualquiera que arremetiera contra ellos tendría sobradas razones.
Frank dejó el Peugeot de Nicolás a las puertas de la casa de Roby Stricker, en un lugar de aparcamiento prohibido. Extrajo del salpicadero el rótulo de «Coche patrulla en servicio» y lo puso en el cristal bajo el parabrisas. Bajó del coche mientras un agente ya se acercaba para hacer que lo moviera. Al ver el cartel, incluso antes de reconocerlo, levantó la mano derecha para decirle que no había ningún problema.
Frank lo saludó en silencio con un movimiento de cabeza y cruzó la calle hacia Les Caravelles.
Había dejado al comisario y a Morelli enfrentándose a los periodistas que habían llegado como moscas a la miel al saber la noticia del nuevo homicidio. Las vallas que los agentes habían dispuesto delante de la entrada no conseguían contener a los reporteros, que, al ver a Hulot y al inspector detrás de los cristales de la entrada, habían comenzado a empujar. Parecía la repetición de la escena del puerto, tras la muerte de Jochen Welder y Arijane Parker, al comienzo de aquella desagradable historia.
Frank pensó que parecían una plaga de saltamontes que devoraban todo lo que encontraban a su paso. Sin embargo, no hacían más que cumplir con su trabajo. Todos podían esgrimir esa justificación. Incluido el asesino, ese que los manejaba a su antojo.
Frank tenía que salir de allí. Había echado una mirada al otro lado de los cristales y luego se había detenido en el centro del vestíbulo.
—Claude, ¿hay una salida de servicio?
—Claro, está la entrada para los proveedores.
—¿Cómo llego hasta allí?
Morelli le había indicado un lugar situado a su espalda.
—Detrás de la escalera está el ascensor de servicio. Pulsa «S» y encontrarás en el patio, al lado de la bajada que lleva al garaje. Torna a la derecha, sube la rampa y estarás en la calle.
Hulot lo miraba sin entender. Frank no había creído oportuno darle excesivas explicaciones. No por el momento, al menos.
—Tengo un par de cosas que hacer, Nicolás, y no querría tener en los talones a la prensa de media Europa. ¿Puedes prestarme tu coche?
—Claro. Puedes usarlo; durante un rato no lo necesitaré.
Le tendió las llaves sin añadir más. El comisario estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para sentir curiosidad. Los tres llevaban la barba crecida y tenían el aspecto de refugiados de un terremoto, que se intensificaba aún más al saber que también habían perdido aquella última batalla.
Frank los había dejado para seguir el recorrido indicado por Morelli. A través de un semisótano que olía a moho y gasóleo, había salido a la calle, alcanzado el coche y aparcado del otro lado de la avenida Princesse Grace, exactamente detrás del grupo de periodistas que aturdía con preguntas al pobre Nicolás Hulot.
Por fortuna, nadie había advertido su presencia.
Empujó la puerta y entró en el edificio. El encargado no estaba en la portería. Miró la hora. Las siete. Contuvo a duras penas un bostezo. El cansancio de aquella larga noche en blanco comenzaba a hacerse sentir. Primero el programa, después la búsqueda de Roby Stricker, la vigilancia, la esperanza, la desilusión, el nuevo homicidio, el cadáver mutilado de Gregor Yatzimin.
Del otro lado de la puerta de cristal, el cielo y el mar teñían de azul el comienzo de ese nuevo día. Habría estado bien olvidarse de todo, acostarse en la cama del cómodo piso del Pare SaintRornan, cerrar los ojos y las persianas y olvidar la sangre y las inscripciones en las paredes.
«Yo mato...»
Recordó la nueva amenaza escrita en la alcoba de Yatzimin. Si no le detenían ellos, ese maldito no pararía nunca. Llegaría un momento en que no habría suficientes paredes para contener las inscripciones ni cementerios para enterrar a los muertos.
Todavía no era tiempo de dormir, en el caso de que lo lograra. Debía aclarar aquel asunto con Stricker. Quería saber cómo y por qué Ryan Mosse se había puesto en contacto con él, aunque se lo imaginaba. Debía saber si las investigaciones del general estaban más adelantadas o atrasadas que las de ellos, y qué podía esperarse por ese lado.
Miró a su alrededor. En ese momento el encargado salió de la que debía de ser la puerta de su vivienda en el edificio; se abotonó la chaqueta y tragó apresuradamente un bocado que estaba masticando. Lo había sorprendido en flagrante delito de desayunar. Entro en la portería y lo miró, tras la mampara de cristal.
Era un tío con bigote y pelo oscuro, de unos cuarenta años; no parecía muy despierto pero tenía esa actitud de suficiencia del que trabaja en un lugar donde viven personas ricas.
—¿Deseaba?
—Busco a Roby Stricker.
—Mis instrucciones dicen que a esta hora duerme,
Frank sacó su placa de la chaqueta, de tal modo que el encargado viera la Glock que llevaba en la cintura.
—Y esto dice que ahora usted lo despierta.
De pronto el encargado cambió de actitud. El nudo de saliva que mandó garganta abajo parecía más grande que el bocado que había tragado hacía un instante, pero bajó mucho más veloz. Descolgó el teléfono y marcó un número con un único movimiento nervioso. Dejó que la campanilla sonara varias veces antes de pronunciar el veredicto,
—No responde.
Qué extraño. Después de aquella cantidad de timbrazos, Stricker, aunque durmiera, debería haberse despertado. Frank no lo creía tan osado como para escaparse, y consideraba haberle asustado lo suficiente para hacerle desistir de cometer cualquier tontería. Si huía sería una complicación, pero no un desastre. De necesario, encontraría a ese idiota en un santiamén, aunque se escondiera detrás de los mejores abogados que el padre pudiera contratar.
—Pruebe de nuevo.
El encargado se encogió de hombros.
—Todavía está sonando, pero no responde nadie.
De repente, Frank tuvo un terrible presentimiento. Tendió una mano hacia el encargado.
—Déme la llave maestra, por favor.
—Pero no estoy autorizado a...
—He dicho que me dé la llave maestra, por favor. Si hace falta, puedo pedírselo de manera mucho menos amable —lo interrumpió bruscamente Frank. Su tono no admitía réplica. Y su mirada tampoco. El encargado volvió a tragar saliva.
—Y después salga a la calle y dígale al agente que está ahí fuera que suba inmediatamente al piso de Roby Stricker.
El pobre hombre se apresuró a abrir el cajón y le dio una llave colgada en un llavero de BMW. Hizo ademán de levantarse de la silla.
—¡Vaya! —lo apremió Frank.
Se dirigió hacia la puerta del ascensor y lo llamó.
« ¿Por qué los ascensores nunca están ahí cuando uno los necesita? ¿Y por qué están siempre en la última planta cuando se tiene prisa? Maldito sea Murphy y sus leyes...»
Por fin la puerta se abrió; Frank subió y pulsó el botón de la planta de Stricker.
Durante la eternidad que duró la subida, rogó estar equivocado. Rogó que la sospecha que le había cruzado por la cabeza como un relámpago no fuera realidad.
Cuando llegó a la quinta planta, el ascensor se abrió con un débil soplo. Frank vio que la puerta del piso del playboy estaba entorna. Llegó de un solo paso, o así se lo pareció. Sacó la Glock, empujo el batiente con el caño para no tocar el picaporte, y entró.
El vestíbulo era la única parte del piso que estaba en orden. En donde había hablado con Stricker y la muchacha reinaba el caos, la cortina de la puerta corredera estaba medio arrancada, colgando como una bandera de capitulación; en el suelo, un vaso, y la botella de whisky que Stricker había estado bebiendo, hecha pedazos sobre la moqueta gris perla.
El contenido se había esparcido por el suelo y había dejado una gran mancha oscura. Un cuadro caído revelaba una pequeña caja fuerte empotrada en la pared; extrañamente, el cristal se había separado sin romperse y descansaba en el piso junto al marco torcido. Un cojín del sillón se había resbalado de su lugar y yacía vertical en el suelo. En la habitación no había nadie.
Frank pasó al breve pasillo que llevaba a la alcoba. A la izquierda, la puerta abierta del cuarto de baño, desierto; al menos parecía estar en orden. Cuando llegó al umbral del dormitorio sintió que le faltaba el aliento.
—¡Hostia, hostia, hostia, mil veces hostia! —dijo, conteniendo el impulso de continuar la obra de destrucción que se había hecho en el lugar.
Avanzó paso a paso, prestando mucha atención dónde ponía los pies. En el centro de la estancia, tendido en el suelo de mármol, estaba el cuerpo de Roby Stricker, en medio de un charco de sangre que parecía cubrirlo todo. Llevaba la misma camisa que cuando lo había dejado, solo que ahora estaba empapada de rojo y pegada al cuerpo. En la espalda se veían numerosas cuchilladas. En el rostro tenía cardenales y un profundo corte en la mejilla izquierda. La sangre coagulada le ensuciaba la boca, y el brazo izquierdo estaba roto, doblado en un ángulo antinatural.
Frank se agachó y le tocó la garganta. Ningún latido. Roby Stricker estaba muerto. Se puso de pie con los ojos nublados de lágrimas de rabia.
Otro. En la misma noche. Otro jodido homicidio pocas horas después del otro. Maldijo en silencio al mundo, el día, la noche y su destino de cazafantasmas. Maldijo a Nicolás, que le había metido en aquella historia, y a sí mismo, que se lo había permitido. Maldijo todo lo que le venía a la mente.
Cogió el walkie-talkie y pulsó el botón de llamada.
—Frank Ottobre para Nicolás Hulot.
Un chasquido, un rumor, y por fin la voz del comisario.
—Aquí Nicolás. Dime, Frank.
—Ahora soy yo el que debe darte una mala noticia, Nic. Muy, muy mala.
—¿Qué coño ha sucedido ahora?
—Roby Stricker está muerto. En su piso. Asesinado.
Hulot dejó escapar una serie de imprecaciones capaces de apagar la luz del sol. Frank comprendía perfectamente lo que sentía, cuando su furia se aplacó, el comisario le hizo la pregunta que le quemaba los labios.
—¿Ninguno?