Yo mato (40 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Volvió a mirarlo.

—Significa que no hay nadie para perdonarme por el mal que hago.

«Y en efecto siempre he creído que no lo hacía —pensó—, y en cambio lo he hecho. Poco a poco le he quitado la vida a la persona a la que amaba, a quien debería haber protegido más que cualquier otra cosa.»

Mientras se ponía los zapatos, el sonido del teléfono lo devolvió al presente...

—Hola.

—Hola, Frank, soy Nicolás. ¿Estás despierto?

—Despierto y listo para la acción.

—Bien. Acabo de llamar a Guillaume Mercier, el chaval del que te hablé. Me está esperando. ¿Quieres venir?

—¡Por supuesto! Me vendrá bien antes de enfrentarme a otra noche en Radio Montecarlo. ¿Ya has leído los periódicos?

—Sí. Y dicen de todo. Ya puedes imaginar con qué tono...


Sic transit gloria mundi
. Que no te importe un ardite. Tenernos otras cosas que hacer. Te espero.

—En dos minutos estoy allí.

Fue a escoger una camisa limpia. Mientras estaba desabrochando el botón del cuello sonó el interfono. Cruzó el salón para ir a responder.

—¿
Monsieur
Ottobre? Le busca una persona.

Frank pensó que Nicolás, cuando decía «dos minutos», se lo tomaba al pie de la letra.

—Sí, ya sé, Pascal. Por favor, dígale que enseguida estoy listo. Si no quiere esperar abajo, hágale subir.

Mientras se ponía la camisa oyó que el ascensor se detenía en su planta.

Fue a abrir la puerta y se la encontró frente a frente. Helena Parker estaba allí, en el umbral, con aquellos ojos grises nacidos para reflejar las estrellas y no aquel dolor. De pie en la penumbra del pasillo, le miraba. Frank sostenía los bordes de la camisa abierta sobre el tórax desnudo.

A Frank le pareció la repetición de la escena con Dwight Durham, el cónsul, solo que los ojos de la mujer se detuvieron largamente en las cicatrices de su tórax antes de volver a su rostro. Se apresuró a cerrarse la camisa.

—Buenos días, señor Ottobre.

—Buenos días. Disculpe que la haya recibido así, pero creía que era un amigo.

—No hay problema. Ya lo había imaginado, por su respuesta al encargado. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto.

Frank se apartó de la puerta; Helena entró rozándolo con un brazo y pudo oler su perfume delicado, sutil como un recuerdo. Por un instante pareció que la estancia se llenara solo con su presencia.

Su mirada cayó en la Glock que Frank había dejado sobre un mueble al lado del estéreo. El se apresuró a esconderla en un cajón.

—Lamento que esto sea lo primero que haya visto al entrar aquí.

—No hay problema. He crecido en medio de armas de fuego.

Frank tuvo una visión fugaz de Helena, de niña, en la casa de Nathan Parker, el soldado inflexible al que el destino había osado ofender con el nacimiento de dos hijas.

—Me lo imagino.

Terminó de arreglarse la camisa, contento de tener algo que hacer con las manos. La presencia de aquella mujer en su casa le planteaba una serie de preguntas imprevistas. Hasta el momento, era Nathan Parker y Ryan Mosse quienes le preocupaban, persona que tenían voz, peso, un andar que dejaba huellas, un cuchillo fuera y dentro de la funda, un brazo capaz de golpear. Helena, en cambio, había sido solo una presencia muda. El recuerdo conmovedor de una belleza triste. El porqué no tenía interés para Frank, y no quería que llegara a tenerlo.

Frank rompió el silencio. Su voz sonó más dura de lo que habría deseado.

—Supongo que habrá un motivo para su visita.

Helena Parker tenía ojos, pelo, rostro y perfume, y Frank le dio la espalda al tiempo que se ponía la camisa dentro del pantalón, como si ese gesto bastase para dar la espalda a todo lo que ella era. Su voz le llegó desde atrás, mientras se ponía la chaqueta.

—Sí. Necesito hablar con usted. Creo que necesito su ayuda, si es que alguien puede ayudarme.

Cuando se volvió, Frank ya había pedido y obtenido la complicidad de un par de gafas oscuras.

—¿Mi ayuda? ¿Vive usted en casa de uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos y necesita mi ayuda?

Una sonrisa amarga asomó a los labios de Helena Parker.

—Yo no vivo en la casa de mi padre. Allí soy una prisionera.

—¿Es por eso que le tiene miedo?

—Hay tantos motivos para tenerle miedo a Nathan Parker… No sabría por cuál empezar. Pero no es por mí que tengo miedo. Es por Stuart.

—¿Stuart es su hijo?

Helena vaciló un instante.

—Sí, mi hijo. Es él mi problema.

—¿Y yo qué tengo que ver?

Sin previo aviso, la mujer se acercó, levantó las manos y le sacó las Ray-Ban. Lo miró a los ojos con una intensidad que Frank sintió que le penetraba como un cuchillo mucho más afilado que de Ryan Mosse.

—Usted es la primera persona que he conocido capaz de hacer frente a mi padre. Si hay alguien que puede ayudarme, es usted...

Antes de que Frank consiguiera pronunciar una respuesta, el teléfono sonó otra vez. Cogió el inalámbrico con el alivio de quien encuentra un arma para defenderse de un enemigo.

—Sí.

—Nicolás. Estoy abajo.

—Vale. Bajo enseguida.

Helena le tendió las gafas.

—Quizá no he venido en el momento más oportuno.

—Ahora debo salir. No terminaré hasta tarde y no sé...

—Usted sabe dónde vivo. Puede encontrarme cuando quiera, incluso por la noche.

—¿Le parece que Nathan Parker aceptaría una visita mía, en estas circunstancias?

—Mi padre está en París. Ha ido a hablar con el embajador y a buscar un abogado para el capitán Mosse.

Una breve pausa.

—Se ha llevado a Stuart, como... como compañía. Por eso he venido sola.

Por un instante, Frank había esperado que Helena pronunciara la palabra «rehén». Quizá era ese el significado que encerraba el término «compañía».

—De acuerdo. Ahora debo irme. No querría, por diversas razones, que la persona que me espera abajo nos viera salir juntos. ¿Podría esperar unos minutos antes de bajar?

Helena asintió. La última imagen que Frank tuvo de ella antes de cerrar la puerta fue la de sus ojos claros y la leve sonrisa que solo una pequeña esperanza puede provocar.

Mientras bajaba en el ascensor, Frank se miró al espejo. En sus ojos veía todavía el reflejo del rostro de su mujer. No había lugar. No había lugar para otros rostros, para otros ojos, para otro pelo, para otros dolores. Y soobre todo, él no podía ayudar a nadie, porque nadie podía ayudarle a él.

Salió a la luz del sol que llegaba a través de las puertas de cristal y atravesó el vestíbulo de mármol del Pare Saint-Román. Fuera le esperaba el coche de Hulot.

Cuando abrió la puerta, vio en el asiento posterior un montón de periódicos. «Mi nombre es Ninguno», decía con ironía el titular más visible, en grandes caracteres. Los otros debían de ser más o menos parecidos. Nicolás daba la impresión de no haber dormido mejor que él.

—Hola.

—Hola, Nic. Disculpa si te he hecho esperar.

—No tiene importancia. ¿Te ha llamado alguien?

—Silencio absoluto. No creo que en tu departamento den saltos de alegría ante la idea de verme, aunque oficialmente Roncaille me está esperando para un cara a cara.

—Bien, antes o después deberás dejarte ver.

—Es cierto. Por un montón de razones. Pero mientras tanto, creo que tenemos un asunto privado de que ocuparnos.

Hulot arrancó y recorrió el breve trecho de entrada del edificio hasta llegar al espacio donde se podía dar marcha atrás.

—He pasado por mi despacho. Entre las cosas que he cogido de mi escritorio está el original de la cinta, que todavía seguía en su lugar. Lo cambié por una copia.

—¿Crees que se darán cuenta?

Hulot se encogió de hombros.

—Siempre puedo decir que me equivoqué. No me parece un delito grave. Sería mucho más grave si descubrieran que tenemos una pista y no se lo hemos dicho a nadie.

Mientras pasaban delante de la puerta de cristal de la entrada, Frank vio solo el reflejo del cielo. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Antes de que el coche dejara atrás el acceso para girar a la izquierda y bajar por la calle des Girollées, distinguió fugazmente la silueta delgada de Helena Parker que salía del Par Saint-Román.

37

Cuando llegaron a la casa de los Mercier, en Eze-sur-Mer, Guillaume los esperaba en el jardín. Apenas vio que el Peugeot llegaba a la verja, apuntó el mando que tenía en la mano y los batientes comenzaron a abrirse. A su espalda había una casa blanca de una sola planta, de tejado oscuro y persianas de madera azul, de estilo provenzal, no demasiado rebuscada pero sólida y funcional.

El jardín era bastante grande; casi podía decirse que era un pequeño parque. A la derecha, delante de la casa, había un gran pino piñonero circundado por matas bajas de siempreverdes. Más allá de la sombra del árbol, una hilera de lantanas blancas y amarillas en plena floración circundaba un limonero, de frutos en continua maduración. Alrededor de la propiedad se alzaba un seto de laurel que superaba la reja encastrada en el muro del cerco e impedía la vista desde fuera.

Por todos lados había macizos y matas de arbustos en flor, sabiamente alternados sobre un césped inglés atravesado de senderos de piedra, iguales al suelo del patio donde los esperaba Guillaume.

El conjunto daba una impresión de serenidad y solidez, económica y familiar, una sensación de bienestar sin ostentación, algo que para muchos parecía ser una obligación en la Costa Azul.

Apenas franquearon la entrada, Hulot dobló a la derecha y aparco el coche bajo un cobertizo de madera laminada, junto a un Fiat y una moto BMW de gran cilindrada.

Guillaume fue hacia ellos con andar distendido. Era un muchacho atlético, de rostro no guapo pero simpático, y lucía el bronceado de alguien que practica mucho deporte al aire libre. Los brazos musculosos y el pelo aclarado por el sol daban testimonio de ello. Vestía camiseta y bermudas de tela verde militar, con bolsillos a los lados, y calzado náutico amarillo, sin calcetines.

—Hola, Nicolás.

—Hola, Guillaume.

El muchacho estrechó la mano del comisario.

Nicolás indicó con un movimiento de cabeza la presencia de su acompañante.

—Este señor callado que está a mi espalda es Frank Ottobre, agente especial del FBI.

Guillaume tendió la mano al tiempo que lanzaba una especie de silbido apagado.

—Ah, así que los del FBI existen también en la vida real, no solo en las películas. Encantado de conocerte.

Mientras le daba la mano, Frank se sintió inmediatamente aliviado. Le miró los ojos, oscuros y profundos, y el rostro en el que el bronceado había hecho aparecer algunas pecas, y supo instintivamente que Guillaume era la persona indicada para lo que necesitaban. Ignoraba si era bueno en su trabajo, pero intuyó que, si se lo pedían debidamente, haciéndole entender la importancia y la gravedad de la situación, sabría callar.

—Sí, en Estados Unidos somos parte integrante de las películas y del paisaje. Y ahora comienzan también a exportarnos, como lo testimonia mi presencia aquí.

Guillaume esbozó una sonrisa que disfrazaba a duras penas su curiosidad por la presencia de los dos hombres en su casa. Probablemente intuía que debía de haber un motivo importante para que Nicolás Hulot fuera a verlo como policía y no como amigo de la familia.

—Gracias por haber aceptado echarnos una mano —dijo Hulot.

Guillaume hizo con los hombros un gesto como diciendo «no hay de qué» y los precedió, indicándoles el camino.

—No tengo demasiado trabajo estos días. Me estoy ocupando de la edición de un par de documentales submarinos, cosa fácil que requiere poca concentración. Y además no podría negar nada a este hombre...

Con el pulgar de la mano derecha señaló al comisario, que le seguía.

—¿Has dicho que tus padres están fuera?

—¿Fuera? Fuera de sus cabales, dirás. Después de que mi padre dejó de trabajar, los viejos descubrieron que todavía había pasión en su matrimonio, y ya deben de andar por su décimo viaje de bodas, creo. La última vez que me llamaron estaban en Roma. Deberían volver mañana.

Cruzaron el césped por un sendero de piedra hasta una pequeña construcción a un lado del jardín. A la derecha, bajo el toldo azul de un cenador también de madera laminada, había una zona para comer al aire libre. En la mesa de hierro forjado se veían los restos de una cena, seguramente la de la noche anterior.

—Cuando los gatos no están el ratón baila, ¿eh?

Guillaume siguió la mirada de Nicolás y se encogió de hombros.

—Anoche invité a unos amigos, y hoy no ha venido la mujer de la limpieza...

—Sí, unos amigos... No olvides que soy policía. ¿Crees que no veo que la mesa estaba puesta para dos?

El muchacho abrió los brazos en un gesto fatalista.

—Mira, viejo; no bebo, no juego, no fumo y no caigo en la tentación de los paraísos artificiales. ¿Podrías dejarme al menos una diversión?

Abrió la puerta corredera de madera ante la cual se había detenido y los invitó a pasar. Los siguió y cerró. En cuanto entraron, Hulot se estremeció bajo su chaqueta veraniega.

—Hace bastante fresco aquí dentro.

Guillaume señaló los aparatos dispuestos contra la pared frente las ventanas que daban al jardín, bajo las cuales zumbaban a tope dos acondicionadores de aire.

—Mis equipos son bastante sensibles al calor, y por eso me veo obligado a hacer trabajar la instalación de aire a toda potencia. Si tienes problemas de reumatismo, puedo ir a buscarte algún abrigo de mi padre.

Nicolás lo cogió de repente por el cuello y lo dobló hacia delante. Sonrió mientras le agarraba la cabeza en un apretón de broma.

—Si no muestras un poco de respeto por los ancianos, no oirás el crujido de mi artritis sino el de tu cuello que se rompe.

Guillaume levantó los brazos en señal de rendición.

—Está bien, está bien. Me rindo...

Cuando Hulot le soltó, el muchacho se dejó caer resoplando en un sillón giratorio de piel, con ruedas, situado delante de las máquinas. Después se acomodó el pelo e indicó a ambos hombres un sofá apoyado contra la pared, entre las dos ventanas. Apuntó a Nicolás con un dedo acusador.

—Te advierto que me he rendido solo por consideración a tus canas, que me impiden reaccionar como es debido.

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