Yo mato (33 page)

Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
2.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Frank se sintió perdido. Pese a todo, se esforzó por sonreírle.

—Tranquilízate, no tienes por qué preocuparte. Te la haremos oír de nuevo, y verás cómo la reconoces. Es difícil, pero puede lograrlo. Estoy seguro de que lo lograrás.

Barbara entró casi a la carrera, con un disco en la mano. Lo puso en el lector y lo hizo girar.

—Escucha atentamente, Pierrot.

Las percusiones electrónicas del tema inundaron la estancia. El martilleo reiterativo de la música dance, era semejante al latido del corazón humano. Ciento treinta y siete golpes por minuto. Un corazón acelerado por el miedo, un corazón que en alguna parte podía detenerse de un momento a otro.

Pierrot escuchó en silencio, con la cabeza baja. Cuando la música terminó, alzó la cara y una tímida sonrisa asomó en su boca.

—Está —dijo despacio.

—¿La has reconocido? ¿Está en el salón? Ve a buscarla, por favor.

Pierrot asintió, se levantó de la silla y salió con su andar entrecortado. Hulot hizo una señal a Morelli, que fue a acompañarlo.

Al cabo de una espera que les pareció interminable, ambos regresaron. Pierrot apretaba un CD entre las manos.

—Aquí está. Es una compilación.

Pusieron el disco en el lector y pasaron las pistas hasta que lo encontraron.

Era exactamente el mismo tema que el asesino les había hecho oír poco antes. Pierrot fue festejado como un héroe. La madre fue a abrazarlo como si acabaran de concederle el premio Nobel. En sus ojos había una luz de orgullo que a Nicolás Hulot le encogió el corazón.

Frank leyó el título en la cubierta de la compilación.

—«Nuclear Sun», de Roland Brant. ¿Quién es este Roland Brant?

Nadie lo conocía. Se precipitaron todos hasta un ordenador. Tras una rápida búsqueda en internet, el nombre apareció en un sitio de Italia. Roland Brant era el seudónimo de un locutor italiano, Un tal Rolando Bragante, y «Nuclear Sun» era un tema musical que había tenido cierto éxito en las discotecas hacía unos años.

Mientras tanto, Laurent y Jean-Loup habían concluido la emisión y se habían reunido con ellos. Ambos estaban conmocionados como si acabaran de pasar un temporal y aún llevaran dentro un poco de esa tormenta.

Laurent los puso al tanto de las características de la música dance, un ambiente con sus propias peculiaridades dentro del mercado discográfico.

—Es habitual que los locutores adopten un seudónimo. A vece es una palabra inventada, pero en la mayoría de los casos es un nombre inglés. Hay tres o cuatro también en Francia. Por lo general son músicos que se han especializado en música de discoteca.

—¿Qué significa «es un
loop»?
—preguntó Hulot.

—Es un término que se usa en música electrónica cuando se emplea el ordenador. El
loop
sirve de base, es la esencia de la pieza. Se coge un fragmento rítmico y se lo hace girar sobre sí mismo, de modo que sea siempre perfectamente igual.

—Ya, tal como ha dicho ese cabrón. Un perro que se persigue la cola.

Frank cortó esas reflexiones para volver sobre la urgencia del momento. Había algo mucho más importante que debían descifrar.

—Tenemos un trabajo que hacer. ¿No os viene nada a la mente? Pensad en alguien famoso, de entre treinta y treinta y cinco años, que pueda tener algo en común con los elementos que nos ha dado el asesino. Aquí, en Montecarlo.

Frank, obsesionado, se paseaba entre ellos repitiendo esas palabras. Su voz parecía perseguir una idea, como los ladridos de una jauría de perros al perseguir un lobo.

—Un hombre joven, atractivo, famoso. Alguien que frecuenta esta zona. Que vive aquí o está aquí en este momento. CD, compilación, «Nuclear Sun», discoteca, música dance, un locutor italiano con nombre inglés, un seudónimo. Pensad en los periódicos, en la prensa amarilla, en la
jet set...

Su voz era como la fusta de un jinete que incita a su cabalgadura a una carrera desenfrenada. La mente de cada uno de ellos galopaba de la misma manera.

—¡Vamos, deprisa! ¿Jean-Loup?

El locutor meneó la cabeza. Se lo veía agotado y resultaba evidente que ya no se podía esperar nada de él.

—¿Laurent?

—Lo lamento, no se me ocurre nada.

De pronto Barbara alzó la cabeza y agitó su cabellera roja. Frank vio que se le iluminaba el rostro.

Se acercó a ella.

—Díganos, Barbara.

—No sé... quizá...

Frank se lanzó como un halcón sobre su expresión dubitativa.

—Barbara, no hay «quizá». Diga un nombre, si se le ha ocurrido alguno. No importa si se equivoca.

La muchacha paseó un instante la mirada por los presentes, disculpándose por si decía una estupidez.

—Pues... creo que podría ser Roby Stricker.

31

Rene Coletti tenía unas ganas tremendas de mear.

Respiró profundamente por la nariz. La vejiga llena le estaba provocando unas terribles punzadas en la barriga. Le parecía estar en una de esas películas de ciencia ficción científica, donde las tuberías de la astronave comienzan a perder vapor y aparece una señal roja de peligro mientras una voz metálica repite: «Atención, en tres minutos esta nave se destruirá, atención...».

Era normal que esa necesidad fisiológica llegara en el momento menos oportuno, según la lógica destructiva de la casualidad, que, siempre que puede tocar los cojones a los seres humanos, lo hace.

Estuvo tentado de bajar del coche e ir a hacerlo a cualquier rincón en penumbra, indiferente a la poca gente que paseaba por el muelle o al otro lado de la calle. Miró con avidez el muro que se alzaba a su derecha.

Encendió un cigarrillo para distraerse y sopló el humo del Gitanes sin filtro por la ventanilla abierta. En el cenicero del coche había suficientes colillas para testimoniar que su espera duraba ya un buen rato. Alargó la mano para apagar el estéreo sintonizado en Radio Montecarlo, puesto que el programa que le interesaba ya había terminado.

Había aparcado su Mazda MX-5 en el puerto, cerca de la Piscine, mirando hacia el edificio en que se hallaba la sede de la radio, que en aquel momento debía de estar abarrotada de policías. Había seguido la emisión y había escuchado con los oídos muy abiertos la llamada del asesino. Estaba sentado en el coche, a la espera, como muchos de sus colegas de la redacción de su periódico
, France Soir,
que ahora sin duda navegaban por internet a la caza de información- En aquellos momentos, una multitud de cerebros funcionaban a pleno rendimiento para poder descifrar el nuevo mensaje lanzado a través del éter por «Ninguno», como le habían bautizado en la prensa escrita. Un apodo que ya había pasado a ser de uso corriente; ahora todos lo llamaban así. El poder de los medios. Quizá los policías, entre ellos, también lo llamaban así antes de que el nombre les fuera impuesto por la fantasía de un periodista.

A los investigadores, la lógica; a los periodistas, la imaginación. Pero el que poseía una no carecía necesariamente de la otra.

Él mismo era un caso evidente de ello. O al menos así lo esperaba.

Comenzó a sonar el móvil, apoyado en el asiento del pasajero. El timbre era una canción de Ricky Martin que su sobrina le había obligado a adoptar, tras bajarla de internet. Odiaba esa musiquilla, pero nunca había aprendido lo suficiente sobre el funcionamiento del móvil para poder cambiarla.

Fantasía y lógica, pero horror a la técnica.

Cogió el móvil y activó la comunicación.

Sus tuberías deberían aguantar todavía un poco.

—¿Diga?

—Coletti, soy Barthélémy.

—Te escucho.

—Tenemos un indicio. Un increíble golpe de suerte. Giorgio, nuestro corresponsal en Milán, es amigo de la persona que compuso la pieza, la que Ninguno ha hecho oír por la radio. Hace dos minutos nos han llamado de Italia y nos dan todavía algunos minutos de ventaja antes de advertir a la policía.

«Estupendo. Esperemos que a nadie le cueste el pellejo. Y esperemos que yo no me mee encima.»

—¿Entonces?

—Se titula «Nuclear Sun». El autor es un italiano, un locutor que se llama Rolando Bragante, alias Roland Brant. ¿Has entendido?

—Pues claro que he entendido, no soy imbécil. Mándame un texto con los datos, por si acaso.

—¿Dónde estás?

—Frente a la radio. Todo bajo control. Hasta ahora no ha sucedido nada.

—Mantente alerta. Si los polis se dan cuenta se pondrán locos.

—Ya sé cómo se ponen.

—Nos vemos —le saludó Barthélémy, lacónico.

—Avísame si hay novedades.

Apagó el teléfono. Un locutor italiano con seudónimo inglés. Un tema de música de discoteca titulado «Nuclear Sun».

¿Qué diablos quería decir?

Sintió una punzada en el vientre. Se decidió. Arrojó la colilla por la ventanilla, abrió la puerta y se apeó del coche. Fue hasta el otro lado, bajó un par de escalones y se escondió en un rincón oscuro, oculto por el coche. Aprovechó un entrante del muro, al lado de una persiana metálica cerrada de una tienda. Se desabrochó la bragueta y se liberó, con un suspiro de alivio. Le pareció que volaba. Miró a sus pies el reguero amarillento de orina que bajaba como un arroyo por el terreno en ligera pendiente.

Dejarse ir, en un caso así, era un placer casi sexual, una satisfacción de la parte física y lúdica de un ser humano. Como cuando era niño y hacía pipí con su hermano en la nieve, dibuj...

Un momento. Le vino una imagen. La nieve. ¿Qué tenía que ver la nieve? Vio una foto en una revista, una figura masculina con traje de esquí fotografiada al pie de un remonte con una bella muchacha al lado. Había nieve, mucha nieve. Tuvo una intuición tan precisa que le dejó sin aliento.

Mierda. Roby Stricker. Tenía que ser él. Y si era él, la exclusiva era suya.

Sus evoluciones fisiológicas no daban señales de aplacarse. La emoción del hallazgo le provocó un ataque de nerviosismo. Interrumpió el chorro, aun a riesgo de ensuciarse las manos. Ya se había metido a veces en asuntos en los que el riesgo de ensuciarse las manos era casi una certeza; este no sería el más desagradable. Pero ¿dónde encontraría a Roby Stricker a esa hora?

Dio una enérgica sacudida a su instrumento y lo guardó en el calzoncillo. Volvió deprisa al coche, sin abotonarse la bragueta.

«Hay un asesino dando vueltas por esta ciudad, Rene —se dijo—. ¿A quién le importa si llevas los pantalones abotonados o no?»

Se sentó y cogió el móvil. Llamó a Barthélémy, a la redacción.

—Otra vez Coletti. Necesito un dato.

—Dime.

—Roby Stricker. S-t-r-i-c-k-e-r, con «c» y «k». Roby debería de corresponder a Roberto. Vive aquí, en Montecarlo. Si tenemos mucha suerte, podría figurar en el listín. Si no, encuéntralo como sea, pronto.

El periódico no era desde luego la policía, pero también ellos disponían de sus canales de información.

—Espera un momento, no cuelgues.

Pasaron unos momentos que a Coletti le parecieron interminables, más largos incluso que los que había pasado con la vejiga llena. Al fin Barthélémy volvió al aparato.

—¡Bingo! Vive en el edificio Les Caravelles, en el bulevar Albert Premier.

Coletti contuvo el aliento. No podía creer en su buena suerte. Quedaba a un centenar de metros del lugar donde él había aparcado.

—Estupendo. Sé dónde es. Hablamos luego.

—Rene, te lo repito: mantente alerta. No solo por los polis. Ninguno es un tipo peligroso; ya ha liquidado a tres personas.

—Pues cruza los dedos, hombre. Quédate tranquilo, que me cuidaré. Pero si esto termina como creo, daremos un golpe sensacional...

Cortó la comunicación.

Por un instante volvió a oír la voz por la radio.

«Yo mato...»

A pesar suyo, se estremeció. Aun así, la fuerza de la exaltación y a adrenalina anulaban toda prudencia. Como hombre, Coletti tenía muchos límites, pero como periodista conocía bien su oficio y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo. Sabía reconocer una noticia bomba cuando se presentaba. Una noticia para perseguir, par abrir como una ostra y hacer ver a todo el mundo si contenía una perla o no. Y esta vez la perla estaba allí, grande como un huevo de avestruz.

Cada uno tiene sus drogas; esa era la suya.

Miró la fachada iluminada de Radio Montecarlo. Había algunos coches patrulla aparcados en la explanada frente a la entrada. Se encendió la luz azul de uno de los faros giratorios y un automóvil se puso en movimiento. Coletti se relajó. Era el coche escolta que todas las noches acompañaba a Jean-Loup Verdier a su casa. Los había seguido varias veces y ya sabía qué harían: subirían hasta la casa del locutor, se meterían por la verja y buenas noches a todos. Los agentes permanecerían de guardia y harían imposible cualquier tentativa de contacto.

Habría pagado la mitad de la fortuna de Bill Gates para poder entrevistar a ese hombre, pero era imposible, por el momento. El lugar estaba blindado, a la entrada y a la salida. Había vigilado esa casa lo suficiente para saber que era imposible.

Demasiadas cosas se habían revelado imposibles últimamente, Había tratado por todos los medios de que el periódico lo enviara a Afganistán a cubrir la guerra. Era una historia que él sentía en los huesos, y sabía que habría podido contarla mejor que cualquier otro, como ya había hecho con la ex Yugoslavia. Pero habían preferido a Rodin, quizá porque creían que era más joven y estaba más hambriento, más dispuesto a arriesgarse. Quizá había detrás algún chanchullo político, alguna recomendación de alguien, de la que él no estaba al tanto.

Abrió la guantera del salpicadero y sacó su cámara digital, una Nikon 990 Coolpix. La puso en el asiento del acompañante y Ia revisó como hace un soldado con su arma antes de una batalla. Las baterías estaban cargadas y tenía cuatro tarjetas de 128 megas. Podía fotografiar la tercera guerra mundial, de haber sido necesario. Bajó del Mazda sin preocuparse de echarle la llave. Escondió la cámara bajo la chaqueta, para que no se notara. Dejó atrás el coche y la Piscine y se encaminó en la dirección opuesta. Unos metros más adelante se encontró ante la escalera que conducía a la Promenade. Allí un coche normal pero con la luz intermitente de la policía en el techo salió de la Rascasse y pasó velozmente delante de él.

Coletti alcanzó a ver que en el interior iban dos personas. Imagino quiénes serían: el comisario Hulot y el inspector Morelli. O quizá ese tío moreno de cara sombría al que había visto salir aquella mañana de la casa de Jean-Loup Verdier y que le había miado al pasar en coche ante él. Cuando los ojos de ambos se cruzaron, Coletti había experimentado una sensación extraña.

Other books

Singing Hands by Delia Ray
Banes by Tara Brown
Black Smoke by Robin Leigh Miller
Masquerade by Melissa de La Cruz