Yo mato (32 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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—Hola, chaval, ¿cómo estás?

—Bien, Jean-Loup. ¿Sabes que mañana quizá pasee en el coche patrulla?

—¡Qué bien! Entonces, ¿ya eres policía también tú?

—Claro, un policía en horario.

Al oír el nuevo calambur involuntario de Pierrot, Jean-Loup sonrió y le atrajo hacia sí, estrechándole la cabeza contra su pecho y despeinándolo aún más.

—Mirad a nuestro policía «en horario», enfrentándose en un duro cuerpo a cuerpo con su acérrimo enemigo, el terrible «Doctor Cosquillas»...

Empezó a hacerle cosquillas, mientras Pierrot reía sin parar. Luego se alejaron rumbo a la sala de control, seguidos por Laurent y Bikjalo.

Frank, Hulot y la madre contemplaron la escena en silencio. La mujer sonreía encantada al ver la amistad entre Jean-Loup y su hijo, sacó un pañuelo de la bolsa y se sonó la nariz. Frank vio que estaba limpio y planchado. También la ropa de la mujer, aunque modesta, estaba en perfectas condiciones.

—Señora, nunca le agradeceremos lo suficiente la paciencia que tiene con nosotros.

— ¿Yo? ¿Yo, paciencia con ustedes? Soy yo quien debe agradecerles todo lo que están haciendo por mi hijo. Se lo ve tan cambiado… Sí no fuera por esta horrible historia, estaría muy contenta.

Hulot la reconfortó con una voz que transmitía calma. Frank sabía que la calma, en ese momento, era algo de lo que no disponía.

—Quédese tranquila, señora. Terminará todo muy pronto, y será también gracias a Pierrot. Ya buscaremos la forma de que todo el mundo lo sepa. Su hijo se convertirá en un pequeño héroe.

La mujer se alejó por el pasillo, la espalda ligeramente encorvada, con su andar tímido y lento. Frank y Hulot se quedaron solos.

En aquel momento la sintonía de
Voices
sonó en el pasillo y comenzó la emisión. Sin embargo, esa noche el programa carecía de espíritu, y todos lo percibían, incluido Jean-Loup. Había una tensión casi eléctrica en el aire, pero no se contagiaba al programa Llegaron algunas llamadas, normales, rutinarias, filtradas por Raquel con ayuda de la policía. A todos se les pedía que no hablaran de los crímenes, y si aun así alguien aludía al tema, Jean-Loup desviaba con habilidad la conversación hacia asuntos menos difíciles de tratar. Todos sabían que cada noche millones de oyentes sintonizaban la frecuencia de Radio Montecarlo. El programa, además de en Italia y Francia, ahora se emitía en muchos otros países de Europa, a través de las
networks
que habían adquirido los derechos. La escuchaban, la traducían y la comentaban, todos a la espera de que sucediera algo. Para la radio era un negocio colosal. El triunfo de la sabiduría latina.

Mors tua, vita mea.

Frank pensó que hechos como el que estaban viviendo eran un poco la muerte de todos. Nadie salía realmente vencedor.

Se sorprendió al descubrir el sentido de lo que acababa de pensar.

Nadie sale verdaderamente vencedor.

Recordó la astucia de Ulises. El significado intrínseco de la definición que el asesino daba de sí mismo, la ironía, el sentido sarcástico del desafío. Se convenció aún más de que se enfrentaban a un hombre fuera de lo normal, y debían atraparlo lo antes posible. En la primera ocasión que se presentara.

Tocó con gesto instintivo su pistola, que tenía colgada al costado, bajo la chaqueta. La muerte de ese hombre, ya fuera en sentido real o figurado, significaba para muchos, verdaderamente, la vida.

Se encendió la luz roja de la línea telefónica. Laurent pasó la llamada a Jean-Loup.

—¿Diga?

Un silencio, y después una voz deformada.

—Hola, Jean-Loup. Mi nombre es uno y ninguno...

Todos los presentes se quedaron petrificados. Jean-Loup, detrás del cristal de la cabina de emisión, se puso pálido, como si toda su sangre hubiera desaparecido de golpe. Barbara, sentada al mezclador se alejó de golpe del aparato como si se hubiera convertido en un peligro mortal.

. — ¿Quién eres? —preguntó, turbado.

—No importa quién soy. Lo importante es que esta noche golpeo de nuevo, pase lo que pase...

Frank se levantó como si hubiera descubierto que estaba sentado en una silla eléctrica.

Cluny, sentado a su izquierda, se levantó a su vez y le cogió de un brazo.

—No es él, Frank —le susurró.

—¿Cómo que no es él?

—Se ha equivocado. Este ha dicho «Mi nombre es uno y ninguno». El otro dice: «Soy uno y ninguno»

—¿Y cuál es la diferencia?

—En este caso, es una gran diferencia. Además, la persona que está hablando es inculta, comete errores gramaticales. Esto es una broma de algún imbécil.

Casi como confirmación de las palabras del psicopatólogo, se oyó una risotada pretendidamente satánica y la comunicación se interrumpió. Morelli entró a la carrera.

—¡Lo tenemos!

Frank y Cluny lo siguieron al pasillo. Hulot, que en ese momento estaba en el despacho del director, llegaba también corriendo seguido a un paso de distancia por Bikjalo.

—¿Sí?

—Sí, comisario. La llamada procede de los alrededores de Mentón.

Frank enfrió el entusiasmo generalizado; por un instante, también él se había dejado llevar.

—El doctor Cluny dice que podría no ser él, que podría tratarse de un imitador.

El psicopatólogo consideró que debía intervenir. El uso del condicional dejaba abierta una puerta que Cluny se apresuró a cerrar.

—Aunque la voz suena igualmente deformada, el lenguaje no es el mismo que el de la persona que ha llamado otras veces. Estoy seguro de que no es él.

—Maldito, quienquiera que sea. ¿Ya has advertido al comisario de Mentón? —preguntó el comisario a Morelli.

—Enseguida, en cuanto hemos localizado la llamada. Han salido para allá como un rayo.

—Por supuesto. No iban a dejar escapar la posibilidad de cogerlo ellos...

El comisario evitaba mirar a Cluny, como si no tenerlo en su campo visual excluyera la posibilidad planteada por el psicopatólogo.

Transcurrió un cuarto de hora interminable. Oían, por los altavoces del fondo del pasillo, la música y la voz de Jean-Loup, que proseguía la emisión a pesar de todo. Sin duda decenas de llamadas estarían obstruyendo la centralita. Sonó el aparato de radio que Morelli llevaba a la cintura, y el inspector se tensó como una cuerda de violín.

—Inspector Morelli.

Se quedó escuchando. La desilusión se pintó en su rostro como una nube que poco a poco esconde el sol. Ya antes de que le pasara el aparato, Hulot sabía que habían fracasado.

—Comisario Hulot.

—Hola, Nicolás. Habla Roberts, de Mentón.

—Hola. Dime.

—Estoy en el lugar. Nada, falsa alarma. Ha sido un capullo más colocado que una chimenea que quería impresionar a su chica. ¡Fíjate que el gilipollas ha hecho la llamada directamente desde su casa! Cuando los hemos cogido casi se han cagado encima del miedo, él y la muchacha...

—Ojalá se mueran del miedo, esos dos imbéciles. ¿Puedes arrestarlos?

—¡Pues claro! Además de entorpecer la investigación, este cabrón tiene en la casa un bonito pedazo de queso.

Con ese término Roberts quería decir que tenía hachís.

. —Bien. Llévatelos y mételes un buen susto. Y haz que se entere la prensa. Para que sirva de ejemplo. Si no, dentro de poco nos volverán locos con esta clase de llamadas. Te lo agradezco, Roberts.

—De nada. Lo lamento, Nicolás.

—La verdad, yo también. Adiós.

El comisario cortó la comunicación y miró a Cluny; en sus ojos la esperanza se había apagado de golpe.

—Tenía usted razón, doctor. Una falsa alarma.

Cluny parecía incómodo, como si se sintiera culpable de haber acertado.

—Pues yo...

—Buen trabajo, doctor —intervino Frank—. Muy buen trabajo. Lo que ha sucedido no es culpa de nadie.

Volvieron lentamente a la cabina de control, al fondo del pasillo, donde se reunieron con Gottet.

—¿Y?

—Nada. Una pista falsa.

—Me parecía extraño que resultara tan simple. Pero en un caso como este puede pasar cualquier cosa.

—Va todo bien, Gottet. Lo que acabo de decirle al doctor Cluny vale también para ti. Buen trabajo.

Entraron en la cabina de control, donde todos estaban a la espera de noticias. Al ver la desilusión pintada en sus rostros, tuvieron la respuesta antes de hacer la pregunta. Barbara se distendió un poco y se apoyó en el mezclador. Laurent se pasó una mano por el pelo, en silencio.

En ese momento la señal roja comenzó a relampaguear otra vez. El locutor, tenso, bebió un sorbo de agua del vaso que tenía sobre la mesa y se acercó al micrófono. Primero solo hubo un silencio. Ese silencio que todos habían aprendido a reconocer. Después, el sonido ahogado, el eco antinatural.

Al fin llegó la voz. Todos giraron lentamente la cabeza hacia los altavoces, como si esa voz les hubiera entumecido los músculos del cuello.

—Hola, Jean-Loup. Tengo la impresión de que estaban esperándome...

Cluny se inclinó hacia Frank.

—¿Oye? Construcción perfecta. Propiedad del lenguaje. Este sí es él.

Esta vez Jean-Loup no vaciló. Sus manos apretaban tan fuerte la mesa que sus nudillos estaban blancos, pero nada de eso se reflejaba en su voz.

—Sí, te estábamos esperando. Sabes que te esperábamos.

—Aquí me tenéis, pues. Los perros ya estarán agotados de correr tras las sombras. Pero la caza debe continuar. La mía y la de ellos.

—¿Por qué dices «debe»? ¿Qué sentido tiene todo esto?

—La luna es de todos, y todos tienen derecho a aullarle.

—Aullar a la luna significa dolor. Pero también se le puede cantar. Se puede ser feliz en la oscuridad, a veces, si se ve una luz. Santo cielo, también se puede ser feliz en el mundo, créeme.

—Pobre Jean-Loup. También tú crees que la luna es verdadera, cuando es solo una ilusión... ¿Sabes qué hay en la oscuridad del cielo, amigo mío?

—No, pero supongo que me lo dirás tú.

El hombre no reparó en la ironía amarga de esa frase. O quizá sí, pero se sentía superior.

—Ni Dios ni luna, Jean-Loup. La palabra justa es «nada». No hay absolutamente nada. Y yo estoy tan acostumbrado a vivir en esa nada que ya no le presto atención. Por todas partes, adondequiera que dirija la mirada, está la nada.

—Estás loco —dejó escapar Jean-Loup a pesar suyo.

—También yo me lo he preguntado muchas veces. Es muy probable que así sea, aunque he leído en alguna parte que no es de locos dudar si uno lo es. Pero no sé qué significa desear serlo, como me ocurre a veces.

—También la locura puede terminar, puede curarse. ¿Que podemos hacer para ayudarte?

El hombre desdeñó la pregunta, como si no existiera solución.

—Pregúntame qué puedo hacer yo para ayudaros a vosotros. Toma, este es el nuevo hueso. Para los perros, que se persiguen la cola tratando desesperadamente de morderla. En un
loop.
Un bonito
loop
que gira, gira, gira... Como en la música. Donde también hay un
loop
que gira, gira, gira...

La voz se desvaneció con un efecto de fundido. Por los altavoces; como la vez anterior, de pronto salió la música. Ninguna guitarra esta vez, ninguna música de rock con sabor a
revival
, sino un tema dance muy actual. El triunfo de la electrónica y las mezclas. La música terminó de forma tan abrupta como había comenzado. El silencio que le siguió destacó la importancia de la pregunta de Jean-Loup.

—¿Qué significa? ¿Qué quiere decir?

—Yo he planteado la pregunta; la respuesta debéis darla vosotros. La vida está hecha de esto, amigo mío: preguntas y respuestas. Solo preguntas y respuestas. Cada hombre se arrastra detrás de sus preguntas, a partir de las que lleva escritas desde su nacimiento.

—¿Qué preguntas?

—Yo no soy el destino. Yo soy uno y ninguno, pero soy fácil de entender. Cuando el que me ve comprueba quién soy, en una fracción de segundo resuelve esa pregunta: saber cuándo y dónde. Yo soy la respuesta. Para él, yo significo «ahora». Para él, significo «aquí».

Una pausa. Después, la voz silbó una nueva condena.

—Por eso yo mato...

Un clic metálico cortó la comunicación, dejando en el aire un eco que parecía el de la hoja de una guillotina. En su mente, Frank vio caer una cabeza degollada.

«No, esta vez no, por Dios.»

El inspector Gottet ya estaba hablando con los suyos.

—¿Lo han localizado?

La respuesta, que repitió un instante después, fue como la fórmula de un maleficio que les quitó el poco aire que tenían en los pulmones.

—Nada. Imposible. Ninguna señal enganchable. Pico dice que este individuo debe de ser un auténtico fenómeno. No ha logrado ver nada. Si viene de la web, la señal está tan bien enmascarada que nuestros aparatos no consiguen distinguirla. Esa escoria nos ha engañado otra vez.

—¡Maldito sea! ¿Alguien ha reconocido el fragmento?

El que calla otorga. En este caso, el silencio general tenía Un significado negativo.

—Hostia. Barbara, una cinta con la música, cuanto antes. ¿Dónde está Pierrot?

Barbara ya se había puesto en movimiento y estaba haciendo la copia.

—En la sala de reuniones —dijo Morelli.

Reinaba una ansiedad febril. Todos sabían que debían actuar deprisa, deprisa, deprisa. Quizá en aquel mismo momento el autor de la llamada ya salía para emprender una nueva cacería. Alguien en alguna parte, estaba viviendo, sin saberlo, los últimos minutos de su vida. Fueron a buscar a Rain Boy, el único de ellos capaz de reconocer esa música a la primera.

En la sala de reuniones, Pierrot estaba sentado cerca de su madre, cabizbajo. Cuando llegaron los miró con ojos llenos de lágrimas y volvió a bajar la cabeza.

Frank, como la vez anterior, se puso en cuclillas junto a la silla. Pierrot levantó un poco la cara como si le avergonzara que lo vieran con los ojos acuosos.

—¿Qué ocurre, Pierrot? ¿Algo anda mal?

El muchacho hizo un gesto afirmativo.

—¿Te has asustado? No debes tener miedo; estamos todos aquí, contigo.

Pierrot tenía una expresión desolada.

—No tengo miedo. Ahora también yo soy policía...

—Entonces, ¿qué ocurre?

—No conozco la música —respondió, afligido.

En su voz había auténtico dolor. Paseó la mirada a su alrededor, como si acabara de perder la gran oportunidad de su vida. Le caían lágrimas por la cara.

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