Yo maté a Kennedy (17 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

BOOK: Yo maté a Kennedy
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Mister H viste de hawaiana y baila agitando los collares. En sus sobacos crecen flores de papel violeta y de sus manos gotea la sangre de los rubíes majados por el calor de un cercano volcán.

—Estoy cansado. Quiero acabar este asunto cuanto antes. Quiero cobrar y marcharme.

—Decía usted que los Kennedy habían sospechado de él.

—Ya ha quedado claro todo. No me paga usted por entretenerle, ni para darle conversación. Quiero el dinero en Suiza dentro de quince días. Ya sabe usted a dónde enviarlo.

—Se llevará usted a Nancy Flower, lo veo venir.

—¿Y a usted qué más le da? Nancy Flower ya ha hecho por usted todo lo que podía.

—Es deliciosa, algo patética. Pero es un mal asunto mezclar la conspiración con todo eso. Usted y Nancy trabajan muy bien. Muy coordinados. Pero a usted le mortifica que Nancy sea como es. No encaja con el resto de sus ideas y sus acciones.

—Es usted más sabio que yo. Aún no sé si me mortifica o no. Pero en el fondo no me importa lo suficiente. Hasta ahora nos ha ido bien así y usted no es el primero, ni el último. En cambio, yo soy el de siempre. En cierta manera, al final gano yo.

—Jamás escuché mejor filósofo.

Morrison se revuelca por el suelo y muerde la estructura metálica de la mesa. Da golpes con la cara contra las sillas hasta sangrar. Nancy Flower le seca el rostro con un paño de lienzo.

—El pobre tonto va camino de su propia muerte. Cree cerrar el ciclo con la muerte del viejo y no tiene en su mano el último disparo.

—¡Nancy!

—Puede estar bien seguro, míster H. No vacilaré y estaré allí en el momento oportuno. Entonces sí estará el ciclo cerrado.

—¿Ha observado usted que Nancy se depila algo el borde de las ingles?

—Nancy suele hurgarse la nariz continuamente y a veces no es muy discreta en la utilización del
hachis
. Más de una vez he encontrado los canutos flotando sobre el agua del sifón del retrete. En cierta ocasión, su canuto de
hachis
flotaba junto a un cigarro puro de usted. Un viaje en balde.

—No, no fue un viaje en balde. Nancy es una muchacha de recursos y supo satisfacerme pese a su estado.

—No me negará que la idea del viejo ha sido el último toque de genialidad.

—Yo le molesto como tercero, pero ¿y él?

—Lo de usted es vicio. En cambio, la relación de Nancy con él fue técnica, profesional. Nancy casi le arrancó una confesión completa. Jamás llegó a revelarle que Pepe Carvalho era él mismo, pero dejó entrever su doble juego. Un día, Nancy le dijo que por qué no pedía un destino en Europa.

Siempre he deseado ir a Europa. Podías pedir un destino. No mucho tiempo. Un año me basta. A un país donde no se me note demasiado que soy americana. Tal vez a Inglaterra o a Alemania. A ti te da igual.

—Él se puso grave. Era una ocasión propicia para la gravedad. Estaba satisfecho en cuerpo y alma. Yacía en la oscuridad junto a un cuerpo de mujer que había penetrado con acierto.

No sé si será posible. Yo no dependo de mí mismo. Ni siquiera de ellos. Algún día te lo contaré. Bacterioon. ¿Qué te dice esta palabra? Probablemente nada. También me gustaría a mí. Europa, un año, dos.

—Bacterioon.

—Bacterioon.

—Pepe Carvalho trabajaba para Bacterioon y al nosotros contratarle también sabía que seguía trabajando para Bacterioon. En definitiva iba hacia su primer fracaso evidente y Bacterioon quiso asegurarse la jugada.

—Tal vez hubiese sido más sencillo que Bacterioon nos hubiera conectado.

—¿Y le hubiera clarificado su papel de verdugo y víctima? Él lo hubiera sospechado inmediatamente.

Algo he leído sobre Bacterioon. Hay quien dice que existe. Que es la energía del mal convertida en omnipresente y formalizada y encarnada de muy distintas maneras.

—Bacterioon es la contrarrevolución, le contestó Carvalho. Es la antihistoria. Su tiempo es distinto. A veces rápido como el centelleo de un disparo. A veces lento como la contaminación atmosférica.

—Kennedy debía morir.

Mister H se santigua. Viste de cruzado medieval y camina hacia Jerusalén con los brazos en cruz. Se detiene ante la muralla y el cielo se abre. Resuenan los clarines y caen las murallas.

—Kennedy era peligroso. Un notario del capitalismo. El albacea testamentario. Tan estúpido como para ignorar su papel de gran liquidador de existencias. Engreído como un cabeza de huevo y moralista como un cura. Gentes así arruinan los mejores negocios con la excusa de ponerlos al día. Yo tengo un hijo que es igual. Le envié a Maracaibo para que vigilase la marcha de la compañía. El primer mes introdujo quinientas quince reformas. Según él debíamos mejorar de aspecto, adaptarnos a la marcha de los tiempos. Al mes siguiente, cuatrocientas diez reformas. Tres meses después los trabajadores venezolanos habían linchado a cinco capataces. Mandé llamar a mi hijo y le he montado una asociación filantrópica destinada a regalar langosta congelada a los parvularios de Thailandia. Pero cosas así ocurren en las mejores familias. El viejo Joe no era así. Yo conocía sus secretas aficiones por Hitler. Pero era un esteticista y quiso que sus hijos fueran una mezcla de estoico romano y
recordman
de Juegos Olímpicos. Le pirraban los intelectuales y los artistas decadentes. De esa gente no se aprende nada bueno. Sus hijos heredaron su orgullo y su confusionismo mental. John no era tan temible como su trust de cerebros. Son una pandilla de marañeros, quintacolumnistas, rojos.

—Bacterioon eligió el momento oportuno.

—¡O Kennedy o yo! Su política petrolífera era un desastre para nuestros intereses. ¡Qué manera de liquidar el asunto de la Steel! En cuanto a la alianza para el progreso, era el canto de una catarata por la que todos nos hubiéramos despeñado.

—Johnson da la talla del presidente que usted necesita. Y sobre todo Lady Bird. Usted se ha perdido el espectáculo de Lady Bird en sus relaciones con Carvalho. La tía no había visto nunca a un español y casi creía que no era gente de este mundo. Hablaba con él un lenguaje especial. Carvalho le contestaba como si nada. Un desastre de hombre, mister H. Se lo aseguro, nunca he visto camaleón más tierno.

Nuevamente Carvalho al volante de su coche. Se transmuta sucesivamente en viajante de comercio de Cleveland en ruta por el Middle West, en chica de conjunto de Las Vegas, en
mistress
Universo, en Lemmy Caution, en Jefferson, en un sicópata de telefilm, en Joe Di Maggio, en Mary Pickford.

—Imbécil. Cree que la sangre de ese viejo lavará todas sus huellas. No me ha elogiado usted la idea del viejo.

—Genial. Como todo lo suyo, Morrison.

—Él mismo hizo el montaje lógico.

Pero si yo disparo contra Kennedy soy el autor material, hemos de acumular pruebas contra un autor material y matarle también a él. Cerrar el ciclo, en una palabra. Trujillo así lo hizo con el vasco Galíndez. Lo raptó, lo subió a una avioneta, lo tiraron desde la avioneta y después la avioneta explotó en pleno vuelo. El ciclo está cerrado. Yo debo matar al asesino visible de Kennedy.

—Un vagabundo.

—¿Decía usted?

—El viejo escogido es un vagabundo de origen irlandés. Su huella histórica apenas si existía. Ahora ya nada. Ninguna pista real conduce a su Londonderry natal, ni siquiera los registros de nacimiento de su ciudad. Todas las pistas actuales son falsas. Conducen a España, conducen a los orígenes de un falso Pepe Carvalho. El auténtico morirá segundos después.

Nadie puede hablar mal de mí, señor. Recorro los Estados Unidos con mi
roulotte
y paro allí donde sé que el ayuntamiento ha de darme facilidades. Me llaman Freddy, el amigo de los niños, y no le diré a usted que soy realmente amigo de los niños porque no los puedo soportar, no señor, más bien me dan un cierto asco y me irritan, no quiero negarlo, no señor, pero nunca les he hecho el más mínimo daño y en cambio les hago reír, les entretengo y los padres me lo agradecen, en todos los estados, en todos tengo padres agradecidos a quienes solucioné el problema de una tarde, el no saber cómo entretener a esos hijos de puta, perdóneme la dureza de la expresión, pero es que cada día son más hijos de puta los niños, si ustedes tienen me darán la razón y a este paso los niños del futuro no harán ni caso de los payasos, no ya de los payasos ambulantes que impresionamos menos porque se piensan que somos algo así como gitanos, sino ni siquiera los payasos en la nómina de los circos más importantes del mundo. Si ustedes me dan permiso para situarme en un lugar céntrico de Dallas, yo les prometo que aquel día haré felices a muchos ciudadanos. Mis chistes son honestos. Apenas si trabajo con palabras. No diría yo que mi trabajo sea demasiado fino, más bien de sal gruesa, diría yo. Pero es eficaz y no voy a la desesperada como más de uno que conozco. Tengo algún dinerito ahorrado. Tal como oyen. No cometan el error de suponerme un vagabundo sin donde caerme muerto. La
roulotte
es mía, casi nueva. Tengo algún dinero en un banco de Los Ángeles y un apartamento comprado en San Francisco. Como California no hay nada.

—Tunante de la mierda. ¿Qué tiene que envidiar Texas a California? ¿Lo sabe usted, Morrison?

Cuando ya no pueda ir por ahí, dando tumbos, me retiraré a mi apartamento. California es un país bendito.

—¡Grandísimo cerdo! ¡Eres de esos maricones que consideran que en Estados Unidos sólo existen Nueva York, Washington y San Francisco!

Mister H se abalanza, sobre el payaso. Engarra sus manos en el cuello del viejo y las hunde entre los pellejos maltratados por el
after shave
. Morrison les separa. El viejo se derrenga con las piernas abiertas y los ojos alucinados.

—No fue un encuentro muy afortunado.

—Convenga que fue una grosería. A un tejano no se le puede decir que California es un país bendito. Usted lo ha comprobado. Como Texas no hay nada.

—Pero el viejo era un excelente comparsa. Ni él mismo supone lo útil que ha sido su vida, lo útil que va a ser su muerte.

Si a usted no le gusta California, no tenía más que decirlo, señor, no vamos a pelear por eso. Ya soy viejo para peleas, lo habrá comprobado usted, pero no siempre ha sido así. Mire. Una navaja automática. ¡Snik! Ya está. ¿Qué me dice? Flusssss. Y es usted hombre muerto. O a veces, me conformaba cortando un buen par de huevos. Pero usted es un pez gordo y a los peces gordos no hay que pincharles. Es algo que sé desde muy joven… Pero por si acaso no me vuelva a poner las manos encima.

—Una cierta entereza.

—No lo dude usted, míster H. Un hombre de cuerpo entero.

—Espero que Carvalho sea rápido y piadoso en el instante justo.

—No es un sádico y es un excelente tirador. Estoy seguro de que su bala ha sido más determinante que la que ha disparado el otro.

Mister H tiembla como un rascacielos en el terremoto de San Francisco. Se le desploma el puro en ralentí. El sombrero de alas anchas se le echa a volar y de sus ojos salen círculos concéntricos de color malva.

—¿Otro? ¿Ha participado otro en el asesinato?

Por qué no me advirtió. ¿Por qué yo no sé nada?

—Bacterioon así lo dispuso.

—Pero entonces el ciclo no está cerrado. Al fin y al cabo yo soy el que pago. Al fin y al cabo nuestro compromiso con Bacterioon es puramente espiritual y los cuartos son míos, nuestros, de particulares que apostamos a la carta Bacterioon. No es justo. Ese otro es un cabo suelto. Ya me dirá usted.

—Ese disparo no pasará a la historia. Sólo pasará uno y hay muchos aspirantes mudos a papel de asesino: Freddy, el propio Carvalho. En cuanto al otro tirador en estos momentos debe estar muerto. El agente Sean Poverty ya debe haberle dado caza. Tampoco sabía de la misa la mitad.

Sean Poverty se desploma con lentitud. Frente a él un hombre joven sostiene una pistola movida por el pánico, como una veleta loca que apunta a todo y a nada.

—No quedará ningún cabo suelto. Sean Poverty…

—¡Mire!

Morrison se vuelve a tiempo de ver la escena de la muerte de Poverty. Corre hacia el teléfono. Da instrucciones sobre la localización del joven tirador. Después llama otra vez. Da instrucciones para que vayan a comisaría y silencien al joven tirador: bien, que lo haga ése. Está garantizado el silencio.

—Ya está.

—No lo veo muy claro.

—Ya ha jugado usted bastante a conspirador. El oficio es mío. Usted es un amateur. Yo no le aconsejo una determinada política de inversiones. Estoy tan cansado de aguantarle a usted como de montar todo el tinglado.

—No le soy simpático. Lo de Nancy Flower le ha sentado muy mal.

—Ya quedan pocos minutos de convivencia. Recuerde lo del dinero y no se extralimite.

—No peleemos, Morrison, es usted una de las personas más eficaces que me he echado en cara. Es sorprendente cómo ha podido jugar con un pájaro viejo como Carvalho.

—Desde el siglo
XV
, al menos, mi dinastía está mejor alimentada que la suya. Desde los tiempos de mi abuelo Edgar, en mi familia se ha hecho deporte y nos hemos duchado, al menos, una vez por semana. La balanza se inclina de mi lado fatalmente.

—Y, sin embargo, Carvalho había conseguido gran crédito en la corte de los Kennedy. Jacqueline le apreciaba mucho y el propio John le había distinguido en público con sus respetos.

—Les parecía muy taurino todo. Para ellos, Carvalho era como un torero. En cierta manera, tenía el don del desplante y una cierta cultura. Estas cosas impresionan mucho a los chicos de Harvard, sobre todo a John. En cambio, a Robert no le impresionaba tanto.

No tanto. Nada. No me impresionaba nada. Me molestaba su aire huidizo. Su estar en todo. Su silenciosa ironía. Siempre que podía, le pegaba y luego me justificaba diciéndole que era para comprobar sus reflejos. Más de una vez le había dicho a John que aquel hombre no era el más adecuado. Un guardaespaldas ha de ser de otra pasta.

—Ya ve usted, Robert Kennedy recelaba y de hecho sólo John y Jacqueline habían claudicado ante el hechizo del guardia de corps. El viejo Joe miraba de reojo al gorila.

—Siempre creí que lo más difícil sería el desvelamiento parcial del plan. Varias veces le insinué que yo pertenecía a grupos de extrema derecha y que mi admiración por Kennedy no conseguía eliminarme el recelo por su exceso de confianza frente al peligro comunista. Por fin llegó el día en que le llevé a una reunión de la John Birch Society. A la salida me dijo que nuestro fascismo le parecía muy subdesarrollado.

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